Miércoles 16º del TO
Mt 13, 1-9
La semilla, la Palabra y la esperanza eterna
Queridos hermanos, somos el fruto bendito de
una siembra eterna. El Señor, agricultor divino, ha venido sembrando generación
tras generación, hasta culminar su entrega perfecta: la cruz gloriosa de su
Hijo, por nuestra salvación. Cada uno de nosotros, por pura gracia, ha sido
invitado a continuar esa siembra con nuestra propia entrega, nacida de una fe
heredada y nutrida por quienes nos precedieron en la carne y en el espíritu:
padres, abuelos, catequistas, párrocos, y tantos otros hermanos en la fe que
nos han marcado el camino. Hoy los traemos ante el Señor con gratitud y con
oración, anhelando compartir con ellos, muy pronto, nuestra “dichosa esperanza”
junto al Cristo glorioso.
La tierra del corazón y el combate del
Evangelio
La Palabra, como
semilla viva, cae sobre una tierra que muchas veces ofrece resistencia. El
Evangelio combate con fuerza contra la seducción del mal en el terreno duro de
nuestra existencia. El “camino” representa los corazones pisoteados por los
ídolos. Las “piedras” encarnan los obstáculos que el mundo y la carne nos
presentan. Los “espinos”, las riquezas que ahogan la fe. ¿Y qué es esto, sino
nuestra naturaleza caída que necesita auxilio sobrenatural? Dios desea entrar
en esa tierra, labrarla, cuidarla, transformarla. San Lucas nos llama a recibir
la Palabra “con corazón bueno y recto” (Lc 8,15).
Palabras de batalla: velad, esforzaos,
perseverad
Escuchad estas
palabras, hermanos: velad, esforzaos, perseverad, permaneced, haceos
violencia. Ellas revelan la exigencia del combate espiritual, semejante al
trabajo arduo para cosechar frutos que permanecen. La vida del creyente es
campo de cultivo, no para el éxito efímero, sino para la eternidad.
La Palabra encarnada en nosotros
Como semilla, la
Palabra debe hundirse en nuestra tierra, hacerse una con ella, germinar en
amor. No somos receptores pasivos, sino tierra que el agricultor divino quiere
labrar con paciencia y ternura. “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y
deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
¿Cómo escucháis? ¿Cómo comprendéis?
San Mateo dice que la
buena tierra es “el que escucha la Palabra y la comprende” (Mt 13,23). Escuchar
no es lo mismo que oír. Comprender no es sólo razonar. Implica abrir el
corazón, dejar que la Palabra nos transforme desde dentro, implicar la voluntad
en una conversión total. Porque del buen tesoro del corazón, el hombre bueno
saca lo bueno.
El sembrador sale a nuestro encuentro
¡Sí, hermanos! El
sembrador ha salido. Se ha hecho accesible a nosotros. San Juan Crisóstomo lo
afirma: sale para ofrecernos el misterio del Reino. Y san Hilario nos anima a
subir a su barca, a reparo de las olas, para entrar en su intimidad. No estamos
solos. La siembra no se ha detenido. La gracia sigue actuando.
El ciento por uno en Cristo
Aunque haya
impedimentos, la fecundidad de la Palabra supera cualquier expectativa humana.
Porque quien acoge la semilla y deja que el agricultor divino trabaje su
tierra, cosechará en Cristo el ciento por uno.
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