Miércoles 13º del TO
Mt 8, 28-34
Queridos hermanos, hoy la Palabra nos invita a detenernos, a mirar con profundidad el misterio del corazón humano y el poder transformador de la misericordia divina.
¿Qué hay en el corazón del hombre, que fue creado para ser morada de
Dios, pero puede también albergar tanta maldad? La Escritura nos habla de dos
mil demonios habitando en un corazón humano. ¡Dos mil! Y uno se pregunta: ¿cómo
puede ser? ¿Cómo puede algo tan noble, hecho a imagen y semejanza de Dios, caer
en tal abismo? Y sin embargo, ahí está el misterio de nuestra libertad. Dios no
nos ha creado autómatas; nos ha creado capaces de amar... y por tanto capaces
de elegir.
El escándalo del sufrimiento, el peso
del mal,
nos interpelan: ¿No podía Dios evitar tanto dolor? Pero miremos el sufrimiento
a la luz del amor que redime. El pecado nace de nuestra libertad mal orientada,
y el sufrimiento es fruto de ese extravío. Sin embargo, Dios no nos abandona en
esa noche. No. Él se ha comprometido con nosotros, hasta el punto de cargar
sobre su Hijo el peso de nuestras culpas.
Jesús baja a la orilla, se encuentra
con el endemoniado...
y lo libera. Pero no ha venido solo a curar: ha venido a encontrarse con él,
con su miseria, con su historia. Ha venido a suscitar en él la fe. Y esa curación
se convierte en salvación, porque transforma no solo su carne, sino su alma.
La verdadera misericordia, hermanos, no es simplemente quitar
el dolor... sino impedir que el alma se pierda. La sanación física es temporal,
pero la conversión del corazón es eterna. ¡Qué grande es el milagro de la fe!
Que un paralítico camine..., es hermoso. Que el ciego vea... es glorioso. Pero
que un pecador se convierta y crea... ¡eso es un milagro eterno!
Y aquel hombre, liberado, es enviado. Porque quien ha sido tocado por la
misericordia no puede quedarse callado. El testimonio de la salvación es
misión. Es gratitud que se vuelve anuncio. “Es bien nacido quien es
agradecido.”
Finalmente, la Eucaristía nos llama,
nos pone en comunión. Cristo, que ha llevado sobre sí nuestra muerte, nos
ofrece su mesa, su presencia viva, su cuerpo resucitado. ¡Qué misterio tan
grande! Nos sienta con Él, nos abraza con su amor, y nos fortalece para seguir
anunciando que, aun ante dos mil demonios… ¡hay salvación!
Que esta palabra nos sacuda el corazón, nos lleve a mirar dentro de
nosotros, y nos impulse a buscar a Cristo con fe. Porque para Él, un solo
corazón humano... ¡vale más que el mundo entero!
Que así sea