Viernes 17º del TO

Viernes 17º del TO

Mt 13, 54-58

Queridos hermanos, ¿quién no se ha sentido desconcertado ante la grandeza que brota de la sencillez? No es de extrañar la perplejidad de los habitantes de Nazaret, los conciudadanos de Jesús, al ver que aquel a quien conocieron como "el hijo del carpintero", emerge de pronto como maestro y profeta, asombrando al mundo con sus palabras y sus obras.

También nosotros, si somos sinceros, luchamos por comprender esa elección libre y gratuita del Señor, que —como dice la Escritura— “alza del polvo al pobre, para sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Esta es la lógica divina que atraviesa toda la historia de la salvación: una lógica que escoge lo pequeño para confundir lo grande, lo débil para avergonzar a lo fuerte, lo despreciado para mostrar la dignidad escondida.

Según una antigua tradición copta, san José —viudo y padre de cuatro hijos: Santiago, José, Simón y Judas— se desposó con María y fue así como Santiago, aún niño, entró en la familia. Con el paso del tiempo, este niño sería llamado “el hermano del Señor”, pues llegó a ser uno de los doce apóstoles. José, el "tekton", el artesano —carpintero como lo traducimos— encarnaba la humildad y el trabajo silencioso. Y de su oficio y figura tomaría Jesús su único título distintivo entre sus paisanos: “el hijo del carpintero”.

A través de José, el Padre nos revela la humildad del Hijo. En contraste con la soberbia que rige los poderes del mundo, el Señor se nos muestra manso, rechazando la violencia que nace del orgullo. Es el Cordero degollado quien vence a la bestia. Para transitar los caminos del amor —¡el verdadero amor!— se requiere humildad, mansedumbre y sumisión. No son virtudes débiles, sino la fortaleza de quienes han aprendido a confiar en el poder de Dios.

Hoy el Señor nos invita a reconocer su encarnación, que muchas veces se nos presenta en rostros comunes, en personas enviadas que nos desconciertan. Y nos llama, como lo hizo a su pueblo, a superar la tentación de despreciar lo conocido, de rechazar al que no encaja en nuestras expectativas. Porque el Mesías, hermanos, sigue viniendo a nosotros envuelto en humildad.

¡Que tengamos ojos para ver y corazones para recibir a Aquel que viene a salvarnos desde lo más bajo, entregando su vida hasta el extremo!

            Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

Jueves 17º del TO

Jueves 17º del TO

Mt 13, 47-53

El Discernimiento: Camino hacia el Reino

Queridos hermanos, el Reino de los Cielos es una realidad sobrenatural, tejida por la gracia divina, ofrecida como un traje de fiesta a quienes —aun bajo la sombra del pecado— han sido llamados por Dios a participar libre y responsablemente en su salvación. Esta gracia no se impone, sino que se entrega como don gratuito, esperando la respuesta libre del corazón humano.

Hoy, la Palabra nos exhorta al discernimiento. ¿Y qué es discernir, sino aprender a ver con los ojos de Dios? El Evangelio nos invita a abrazarlo, como el sabio amante de las Escrituras que ha descubierto en ellas el tesoro escondido. La parábola de la red, que arrastra tanto lo bueno como lo malo, exige también discernimiento: tiempo para reconocer, separar y valorar. Como la cizaña y el trigo, todo será juzgado. Nosotros, hermanos, necesitamos discernir para conducir nuestra vida, porque también seremos juzgados, como los peces recogidos en la red.

Pero no temáis: en Cristo, Dios ha querido entrar en la red con nosotros. En su gracia redentora, ha tomado sobre sí nuestras flaquezas, para que, al llegar el día del juicio, nuestros corazones hayan sido purificados.

Discernir no es poseer cualquier sabiduría; es sabiduría para gobernar. Todos, sin excepción, estamos llamados a gobernar nuestra existencia con prudencia, hacia su meta eterna. Si Dios es la Verdad y la Vida, a la que hemos sido llamados por misericordia, entonces el discernimiento es el faro que nos guía por el camino de la sabiduría, revelado como perla preciosa y tesoro escondido.

La Escritura nos enseña: “El temor de Dios es el principio de la sabiduría.” Y si alguien se llena de saber pero se aparta de Dios, ha perdido la sabiduría verdadera. Así pues, preguntémonos: ¿dónde encontrar este discernimiento?

San Pablo responde con claridad: la condición indispensable para adquirirlo es que el amor de Dios, derramado por el Espíritu Santo, sea el motor de nuestra vida. “Para quien ama a Dios, todo concurre para su bien.” El amor transforma cada acontecimiento en oportunidad para crecer en sabiduría, y para avanzar en dirección al bien.

La comunidad cristiana, hermanos, aunque limitada en lo humano, es germen del Reino. Ella misma es la perla de gran valor. Pero esta perla solo se aprecia mediante el discernimiento del amor que en ella habita.

Para san Agustín, la perla preciosa es la Caridad. Y sólo quien la posee, ha nacido verdaderamente de Dios. Éste es el gran criterio de discernimiento: porque aunque lo poseas todo, si te falta la Caridad, nada tienes. Pero si no posees nada, y renuncias a todo por alcanzarla, entonces lo posees todo.

San Pablo nos lo recuerda: “El que ama ha cumplido la Ley.” Ha alcanzado el Reino, porque Dios —en su esencia más pura— es amor.  

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

Miércoles 17º del TO

Miércoles 17º del TO

Mt 13, 44-46

El valor infinito del Reino de los Cielos

Queridos hermanos, para descubrir el valor del Reino de los Cielos —ya sea tesoro o perla— necesitamos sabiduría y discernimiento. ¿Estamos dispuestos a evaluar lo que Él nos ofrece y a medir lo que podemos ofrecer a cambio?

Cualquier precio resulta insignificante ante la grandeza del Reino. Jesús lo compara con ese tesoro oculto en un campo: quien lo descubre sacrifica todo para adquirirlo, pues su valor es infinito.

A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a uno mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.

Reflexionemos en la parábola del joven rico: él valoró sus bienes por encima de la vida eterna del Reino y se marchó con tristeza. Rico en posesiones, pero pobre en sabiduría y discernimiento, no supo apreciar el tesoro escondido en la carne de Cristo, aun viendo el brillo de sus palabras y obras.

Jesús ofrece siempre una salida del peligro para el corazón apegado al dinero:

«Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6,20).

«Haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9).

Sala tu dinero con la limosna. Vende tus bienes, deja atrás tus seguridades y acoge la invitación: “Ven y sígueme”. Solo así podrás amar a tus enemigos y ser verdaderamente hijo del Padre celeste, heredero de la vida eterna.

El discernimiento y la sabiduría no se compran ni se prestan en los bancos. Nacen de un corazón puro, de un amor que madura al pie de la Cruz. Acudamos a Cristo, que se dio generosamente a la muerte, para recibir gratuitamente este don que transforma nuestra vida y nuestro destino eterno.   

          Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

Santos Marta, María y Lázaro

Santos Marta, María y Lázaro 

Lc 10, 38-42 ó Jn 11, 19-27

Queridos hermanos, la Palabra hoy nos revela el misterio de la acogida y la hospitalidad, virtudes que en el mundo bíblico han sido tradicionalmente sagradas. Pero lo que hoy contemplamos va aún más allá: no hablamos simplemente de recibir al prójimo, sino de acoger a Dios mismo. Como Abrahán en el encinar de Mambré y María en Betania, descubrimos que, gracias al discernimiento de la fe, somos capaces de reconocer al Señor que se nos manifiesta en los más diversos rostros y circunstancias. Él viene. Se acerca. Nos visita. No por obligación, sino por amor. Y su deseo es que lo recibamos con fe y caridad, para que podamos heredar vida eterna.

Dos caminos, una elección 

La Palabra nos muestra dos posibles actitudes ante el amor al Señor: una natural y otra sobrenatural. Ambas pueden coexistir en nosotros. La primera, como la de Marta, es buena: sirve, actúa, se entrega. La segunda, como la de María, es “la mejor parte”: contempla, escucha, se deja transformar. No despreciemos el servicio, pero aspiremos a la intimidad. Porque sentarse a los pies del Maestro, como lo hizo María, es abrazar el don gratuito de la fe, es dejar que el Señor nos hable al corazón.

Como aquella esposa del Cantar de los Cantares, María podría decir: “He encontrado al amor de mi vida. Lo he abrazado y no lo dejaré jamás.” Y nadie podrá arrancárselo. Esta es la parte buena que no será quitada.

Nuestro ¡Amén! personal 

La Palabra nos invita a responder con nuestro propio ¡Amén!: a elegir, día tras día, al Señor como nuestra parte buena. A recibir de Él, gratuitamente, por la fe, su Espíritu, su amor, y su vida eterna.

Pero si en nuestro servicio descubrimos el deseo de compensación o de reconocimiento… preguntémonos con sinceridad: ¿No estaremos más cerca de Marta que de María? ¿No vivimos más en la exigencia que en el don? ¿En nosotros mismos, más que en el Señor? Nuestro amor aún debe madurar. Ser purificado. Ser divinizado, hasta alcanzar esa universalidad del amor divino: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre buenos y malos.”

Correcciones amorosas del Médico Divino 

Sí, como Marta, también nosotros somos llamados al conocimiento de Dios en el amor. Y ese conocimiento, que será plenitud en la Bienaventuranza, también puede crecer en esta vida si acogemos las gracias que Él nos ha destinado. A veces implicarán correcciones amorosas, curaciones espirituales que el Médico Divino aplicará a nuestro corazón enfermo. Y aunque puedan doler, ¡qué alegre tristeza si viene de su mano!

Confesión que salva 

Y así, hermanos, llegaremos también nosotros a la profesión de fe que salva. Aquella que Marta, amada por el Señor, pronunció en medio del dolor por la muerte de su hermano: “Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.”

Que esta confesión sea también nuestra. Que el Señor, al acercarse a nuestra alma, encuentre siempre un corazón dispuesto, una fe que escucha, y una caridad que abraza.

¿Qué parte elegirás hoy tú? ¿Servir desde el ruido, o permanecer junto a Jesús en el silencio que da vida? 

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com

Lunes 17º del TO

Lunes 17º del TO

Mt 13, 31-35

La gracia germina en nuestra tierra humana

Queridos hermanos:

Las parábolas del Reino, como preciosos hilos entrelazados, tejen juntas la gracia divina y la acción del hombre. En ellas, como en el misterio de la Encarnación, se entrecruzan el Verbo eterno y nuestra humanidad frágil, sin romperse, sin disolverse. Cristo es el Reino: en Él, nuestra humanidad ha sido injertada de forma indisoluble. Así, la semilla divina —pequeña como un grano de mostaza— contiene en sí la potencia y el vigor de Dios. No con estruendo, sino con firmeza silenciosa, se abre paso, crece y se fortalece hasta alcanzar proporciones que superan con mucho cualquier obra humana.

Sin embargo, no podemos permanecer inactivos. Dios, en su misterio de amor, ha querido supeditar su obra al asentimiento del hombre. Necesita —¡sí!— de nuestra respuesta. El Reino avanza, pero desea hacerlo con nosotros. Por eso, la acción humana, aunque pequeña, debe ser el mínimo obstáculo posible para la gracia. Así lo dijo el Señor: “Las puertas del infierno no prevalecerán” frente al Reino de Dios (Mt 16,18), porque el Reino es sostenido en su combate por la fuerza de la gracia. Aun así, cabe preguntarnos con temor y temblor: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

¿Las últimas generaciones perseverarán en la fe? ¿Nos mantendremos firmes hasta ser contados en esa “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7,9), en el Reino eterno, que vence hasta las últimas defensas del infierno?

La semilla debe enterrarse, la levadura integrarse en la masa. Así también el alma debe rendirse al soplo del Espíritu, sin resistencias, sin rebeldías. San Pablo lo expresó con humildad y claridad: “Por la gracia de Dios soy lo que soy; pero la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Co 15,10).

La pequeña semilla del Reino se convertirá en cosecha abundante, en muchedumbre incontable, con Cristo a la cabeza, guardada en el granero divino. Mientras tanto, el Dragón y sus ángeles serán encadenados y precipitados al abismo, vencidos por la potencia del Cordero.

El camino del hombre corre paralelo al del Reino. No se aparta, no se cruza, sino que se mantiene en tensión entre la potencia de la Palabra y la libertad de la criatura. La semilla necesita una tierra humilde que la acoja, y el hombre debe trabajar, sabiendo siempre que es Dios quien da el incremento. Los inicios humildes del Reino no se comparan con su glorioso desarrollo. A cada uno de nosotros nos corresponde aceptar, guardar, lanzar la red, creer, perseverar, vivir... y Dios, por su parte, abrirá las compuertas de su gracia.

Entonces, frente a la escasez de fruto, no culpemos a Dios: la causa está en nuestra respuesta imperfecta. Digamos con el corazón: “Amén” al Cristo que se nos da. Y Él —fiel a su promesa— multiplicará el fruto ciento por uno.

           Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com 

Domingo 17º del TO C

Domingo 17º del TO C 

Ge 18, 20-32; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13

La oración como camino de misericordia

Queridos hermanos, en medio de los pecados del mundo, en medio de nuestras caídas, Dios no ha cerrado el cielo. Él, en su infinita bondad, ha querido derramar su misericordia a través de la oración. La oración es el hilo invisible que une la tierra con el cielo, el puente por el que suben nuestros clamores y descienden sus gracias.

Desde la oración de Abrahán, con sus seis intercesiones en favor de los justos, detenida finalmente en el número diez, hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores ofreciendo su propia vida como rescate, se extiende un camino de fe que transforma la súplica en comunión. A la grandeza de esta misericordia no alcanzó aún la fe de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, que el Hijo ofreció al Padre, y por la cual el Padre fue complacido en Él. Lot fue salvado, sí, pero Sodoma no escapó de la destrucción.

Este es el misterio que nos revela el Evangelio: que en Cristo aprendamos el corazón de la misericordia perfecta. Él no intercede por unos pocos justos, sino que se entrega por todos los pecadores, asumiendo su culpa para redimirlos. Con este mismo espíritu, Cristo instruye a sus discípulos a salvar al pecador por medio de la intercesión, del perdón, del amor.

Hoy, la Palabra nos llama a una oración fecunda, abierta al perdón, tanto para nosotros como para los demás. Así es como se vive en el amor de Dios. La oración nos hace conscientes de nuestra necesidad de su Palabra, y nos prepara para ser escuchados. Es circulación viva del amor entre los miembros del Cuerpo de Cristo, que se abre a las heridas del mundo.

La oración del “Padre nuestro” nos enseña a hablar con Dios desde lo más profundo del alma. Nos muestra nuestra hambre de ser saciados, nuestro anhelo de libertad. Y lo hace desde nuestra condición de creaturas nuevas, regeneradas por el Espíritu Santo. Pedimos el Reino, buscamos el Pan que sustente esta vida renovada, ese alimento que nos defiende del maligno y nos fortalece en la lucha.

Y este Dios bueno y generoso, nos perdona gratuitamente. Nos da su Espíritu para que también nosotros sepamos perdonar, para que el mal no tenga dominio, y para que nuestra súplica diaria del perdón sea escuchada. Esta circulación de amor sólo puede romperse cuando cerramos el corazón al perdón de nuestros hermanos. "Porque si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará."

El mundo, hermanos, pide sustento en las cosas pasajeras. El que peca pide pan como lo hace quien atesora, quien busca afecto desordenado, quien se apoya en una razón embriagada de orgullo o en una voluntad ensoberbecida. Todos esos panes se corrompen. Pero nosotros, discípulos del Señor, pedimos al Padre el Pan del cielo, el Pan de vida eterna. Aquel que nos trae el Reino, el Pan vivo que recibió un cuerpo para hacer la voluntad de Dios. Una carne que da vida eterna y resucita en el último día. Alimento que sacia sin corromperse; alimento que alcanza el perdón.

Este es el Pan que recibimos en la Eucaristía. Y por él damos gracias, bendecimos, adoramos. Por este Pan eterno, Dios añade también el alimento material, porque su providencia no descuida ningún detalle de nuestras vidas.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Sábado 16º del TO

Sábado 16º del TO

Mt 13, 24-30

La parábola de la cizaña: tiempo de misericordia

Hermanos, todos hemos sido llamados al amor. Pero esta vocación no es un destino automático: es un camino. Un camino que implica conversión constante, maduración en la caridad y afirmación en la verdad. Es un tiempo santo, un tiempo en el que Dios obra en lo oculto, incluso transformando la cizaña en grano, y purificando nuestros corazones para hacernos dignos del “granero” eterno de su Reino.

Como en otras parábolas del Reino, la de la cizaña nos introduce en el misterio de la libertad humana: esa tensión profunda entre el bien sembrado constantemente y proclamado por el Evangelio y la seducción del mal. Dios, en su paciencia, permite al maligno sembrar su engaño, pero no para condenar, sino para que el hombre se ejercite en la virtud con su gracia, elija el Bien y se afiance en la Verdad.

¡Cuántos hoy, como los siervos de la parábola, se escandalizan ante la presencia del mal! Algunos se desaniman, otros desestiman el poder del Evangelio, y no pocos rechazan las fatigas del combate espiritual. Pero olvidan que incluso san Pablo, ese gran apóstol, fue en su momento cizaña. Dios permitió su error, no por debilidad, sino por misericordia. Lo llamó, lo transformó, y su vida se convirtió en un testimonio del triunfo del Bien sobre el mal.

¿Y cuál fue el punto de partida de esa conversión? La humildad, hermanos. La misma humildad que nos enseña el Padrenuestro, cuando reconocemos nuestros pecados y proclamamos que el amor de Dios ya ha comenzado a fructificar en nosotros. Esa humildad nos sostiene en cada paso del camino cristiano.

La misericordia divina siembra verdad y vida con la luz de su Palabra, mientras que el maligno siembra mentira, engaño y muerte, oculto en las tinieblas que le son propias. Pero no temamos, porque así como las tinieblas no vencieron a la luz cuando el mundo fue creado, tampoco lo harán ahora que la creación ha sido redimida por Cristo. Hoy es tiempo de espera. Tiempo de paciencia. Tiempo de higos... Tiempo del perdón poderoso, del amor eterno que aguarda la justicia y el juicio.

La Revelación nos muestra que Dios no es sólo justo, omnipresente y omnisciente. Es, por encima de todo, Amor misericordioso. Nos ha creado para participar de su gloria, en comunión con Él, y nos ha hecho libres: libres para elegirlo, libres para rechazarlo. Pero si elegimos el mal, su misericordia no se retira. Nos concede tiempo, nos ofrece conversión. Y con su gracia, podemos vencer el mal a fuerza de bien. El Dios revelado por la fe no se desentiende del mundo: espera, llama y redime.

No hay contradicción entre la existencia del mal y la realidad del Dios-Amor. Sí la habría si llamáramos “dios” a una idea abstracta, fría, omnipresente pero ausente, omnisciente pero distante. Pero el Dios vivo, el Dios que se ha revelado en Cristo, es ternura que salva, justicia que espera, amor que transforma.

Hermanos, abramos el corazón a este tiempo de gracia. Que la cizaña que aún habita en nosotros sea transformada. Que nuestra fe dé fruto. Que nuestra libertad, ejercida en la virtud, nos conduzca al granero eterno del Reino. 

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com

 

Santiago Apóstol

Santiago Apóstol

Hch 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; 2Co 4, 7-15; Mt 20, 20-28

Queridos hermanos:

En esta solemnidad de Santiago Apóstol, la Palabra nos presenta el anuncio de la Pasión como antesala luminosa de la Pascua. Santiago, el hijo del trueno, será el primero de los apóstoles en derramar su sangre por Cristo: el primero en beber del cáliz, el primero en ser bautizado con el bautismo del Señor. En él se inaugura la senda del martirio que no es derrota, sino comunión plena con el Redentor.

Cristo asume la multitud de nuestros pecados y, al sumergirse en la muerte, prepara su resurrección victoriosa. Sin embargo, mientras Él se dispone a entregarse por amor, sus discípulos aún no logran superar la concepción mundana del Reino: sueñan con lugares de honor, sin advertir que la gloria del Mesías no se mide con los criterios de este mundo. La carne mira por sí misma, buscando influencias y privilegios.

Y ahí estamos también nosotros, retratados en la realidad caída de los apóstoles. Queremos figurar, sobresalir, prevalecer. Pero Cristo nos revela al hombre nuevo: aquel que se niega a sí mismo por amor, antepone el bien del otro al suyo propio y sirve sin esperar recompensa. Hasta entregar la vida. Ese es el camino del discípulo. Porque el Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.

Es fácil dejarse seducir por los criterios del mundo. Pero Cristo vive en otra sintonía, propia del Espíritu: es la onda del amor. Su Reino no se edifica con poder, sino con entrega. Quien quiera estar cerca del Señor, deberá acercarse a su bautismo y a su cáliz: símbolos de donación total.

 Jesús va delante. No solo marca el camino; Él es el camino. Consciente de que los judíos lo buscaban para matarlo, camina firme, y sus discípulos se sorprenden y se llenan de miedo. ¿Acaso no es también nuestro temor el de entrar en el misterio del amor que se dona?

Este puede ser un punto clave para nuestra conversión: dejar de mirarnos a nosotros mismos y fijar la mirada en Cristo. Él es el rostro visible del Padre, que brilla en el amor y el servicio. Esa es la gracia que se nos ofrece: no como mérito, sino como comunión. El que ama ya no necesita esperar la recompensa de la vida eterna, porque Dios es amor, y quien ama ya vive en Dios. Ha pasado de la muerte a la Vida. Ha regresado al Paraíso.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Jueves 16º del TO

Jueves 16º del TO

Mt 13, 10-17

La Gracia de Volverse al Señor

Queridos hermanos:

El volver nuestro corazón al Señor no es obra exclusivamente humana; es, ante todo, una gracia concedida que debemos acoger con humildad. No somos los árbitros que disponen cuándo el Señor debe escuchar nuestras súplicas ni cuándo Dios ha de mostrarse favorable. Es Él quien toma la iniciativa, y nosotros debemos responder con fe.

¡Cuántos, como los escribas y fariseos, frustraron el plan divino sobre sus vidas! ¡Cuántos, como los hijos de Israel, cerraron sus oídos para no oír, y sus ojos para no ver! El endurecimiento del corazón ante la gracia es tragedia espiritual. Por eso el Señor nos advierte con palabras firmes: “Mirad cómo escucháis”.

Nos dice la Imitación de Cristo: “Temo al Dios que pasa”. ¡Qué profunda esta frase! Pues hay gracias que se nos ofrecen una sola vez, bendiciones que nos reclaman vigilancia, no sea que pasen de largo y tengamos que lamentar su pérdida.

El profeta Isaías nos exhorta: “Vigilancia y calma”. Y el Espíritu Santo nos lo recuerda en lo íntimo del alma. El que ama, espera; y el que espera, vela. Como la esposa del Cantar de los Cantares, nos mantenemos atentos a la voz del Amado, deseando que nuestros corazones entren en sintonía con el suyo. En esa comunión silenciosa y profunda, hay amor más elocuente que las palabras, luz más reveladora que las razones, y fecundidad más poderosa que nuestros propios esfuerzos.

Porque al que tiene, se le dará en abundancia, y al que no tiene, se le pedirá aún aquello que se le ofreció. Las palabras del Señor, al igual que sus obras, requieren del intérprete divino que las haga fecundas, purificando el corazón entorpecido por la pesadez del mundo.

Pero el Señor —¡bendito sea su nombre!— es rico en misericordia. Nunca desespera de la salvación de nadie. Aunque corrija con severidad, se apiada nuevamente, como nos asegura la Escritura: “Porque no rechaza para siempre el Señor; aunque aflige, se compadece según su gran amor”. 

Y si el Espíritu permanece en nosotros hasta el fin de los tiempos —como fuente que brota para vida eterna— Él mismo irá colmando nuestras carencias, tan evidentes como inmensas. Nos conducirá hacia una plenitud insospechada, bienaventurada, prometida a quienes siguen al Pastor eterno. Y esta promesa se ha hecho carne... y hemos visto su Gloria: gloria que proviene del Padre, gloria que nos ha sido enviada.

           Que así sea.

                                                  www.jesusbayarri.com

         

         

         

         

         

 

 

 

Miércoles 16º del TO

Miércoles 16º del TO

Mt 13, 1-9

La semilla, la Palabra y la esperanza eterna

Queridos hermanos, somos el fruto bendito de una siembra eterna. El Señor, agricultor divino, ha venido sembrando generación tras generación, hasta culminar su entrega perfecta: la cruz gloriosa de su Hijo, por nuestra salvación. Cada uno de nosotros, por pura gracia, ha sido invitado a continuar esa siembra con nuestra propia entrega, nacida de una fe heredada y nutrida por quienes nos precedieron en la carne y en el espíritu: padres, abuelos, catequistas, párrocos, y tantos otros hermanos en la fe que nos han marcado el camino. Hoy los traemos ante el Señor con gratitud y con oración, anhelando compartir con ellos, muy pronto, nuestra “dichosa esperanza” junto al Cristo glorioso.

La tierra del corazón y el combate del Evangelio

La Palabra, como semilla viva, cae sobre una tierra que muchas veces ofrece resistencia. El Evangelio combate con fuerza contra la seducción del mal en el terreno duro de nuestra existencia. El “camino” representa los corazones pisoteados por los ídolos. Las “piedras” encarnan los obstáculos que el mundo y la carne nos presentan. Los “espinos”, las riquezas que ahogan la fe. ¿Y qué es esto, sino nuestra naturaleza caída que necesita auxilio sobrenatural? Dios desea entrar en esa tierra, labrarla, cuidarla, transformarla. San Lucas nos llama a recibir la Palabra “con corazón bueno y recto” (Lc 8,15).  

Palabras de batalla: velad, esforzaos, perseverad

Escuchad estas palabras, hermanos: velad, esforzaos, perseverad, permaneced, haceos violencia. Ellas revelan la exigencia del combate espiritual, semejante al trabajo arduo para cosechar frutos que permanecen. La vida del creyente es campo de cultivo, no para el éxito efímero, sino para la eternidad.

La Palabra encarnada en nosotros

Como semilla, la Palabra debe hundirse en nuestra tierra, hacerse una con ella, germinar en amor. No somos receptores pasivos, sino tierra que el agricultor divino quiere labrar con paciencia y ternura. “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

¿Cómo escucháis? ¿Cómo comprendéis?

San Mateo dice que la buena tierra es “el que escucha la Palabra y la comprende” (Mt 13,23). Escuchar no es lo mismo que oír. Comprender no es sólo razonar. Implica abrir el corazón, dejar que la Palabra nos transforme desde dentro, implicar la voluntad en una conversión total. Porque del buen tesoro del corazón, el hombre bueno saca lo bueno.

El sembrador sale a nuestro encuentro

¡Sí, hermanos! El sembrador ha salido. Se ha hecho accesible a nosotros. San Juan Crisóstomo lo afirma: sale para ofrecernos el misterio del Reino. Y san Hilario nos anima a subir a su barca, a reparo de las olas, para entrar en su intimidad. No estamos solos. La siembra no se ha detenido. La gracia sigue actuando.

El ciento por uno en Cristo

Aunque haya impedimentos, la fecundidad de la Palabra supera cualquier expectativa humana. Porque quien acoge la semilla y deja que el agricultor divino trabaje su tierra, cosechará en Cristo el ciento por uno.

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Santa Brígida

Santa Brígida

Ga 2, 19-20; Jn 15, 1-8

El fruto del amor glorifica al Padre

Queridos hermanos:

Así como Cristo nos habló del pan de su cuerpo, que sacia y da al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid, fuente maternal de donde brota el vino nuevo del amor divino, como fruto abundante en su sangre, para la vida del mundo.

En esta nueva imagen eucarística, la vida del Señor fluye hacia sus discípulos como la savia de la vid hacia los sarmientos. Llamados en Cristo, somos invitados a la fecundidad generosa del amor. Esa abundancia de amor es la que glorifica al Padre, no nuestras palabras o alabanzas, sino la transformación que obra en nosotros su Espíritu. Porque el Padre nos ha engendrado en Cristo, amándonos hasta el extremo.

La gloria del Padre es su Espíritu Santo, entregado a Cristo y comunicado a nosotros, para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno (cf. Jn 17,22). Y ese amor nos hace testigos vivos de su misericordia. Porque Dios, en su infinita bondad, ha permitido que pecadores miserables como nosotros lleguemos a ser hijos suyos, negándonos a nosotros mismos, y amando como Él nos ama. Así lo vivió san Pablo, y así estamos llamados a vivirlo nosotros.

Cristo glorificó al Padre entregándose por sus enemigos. “¡Padre, glorifica tu Nombre!”, exclamó. Él es el fruto pleno del amor, aquel que Dios reclama por boca del profeta Oseas: “Yo quiero amor.” Y es por ese amor que Dios, celoso de la salvación de todos, poda su viña, purifica, y corta lo que no da fruto. Este celo lo expresa Cristo con su mandamiento: “Lo que os mando es que os améis unos a otros.”

Pero cumplir este precepto no consiste en aplicarlo al otro, sino en hacerlo vida en uno mismo. Amar no es exigir al hermano, sino exigirse uno: “Si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de particular?” El amor nos justifica, y quien ama justifica también al amado. Porque el amor excusa todo y no toma en cuenta el mal. Quien busca justificarse a sí mismo es quien aún no ha amado. En cambio, quien ama se inmola en alguna medida, y en ese sacrificio recibe de Cristo la plenitud del gozo (cf. Jn 15,11).

Hoy la Palabra nos habla del gran amor de Dios hacia el mundo de los pecadores, y de nuestra misión: testimoniar ese amor con nuestra propia vida, especialmente ante quienes viven en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos de un celo que nos purifique y nos haga inocentes, pues “la caridad cubre multitud de pecados.”

El Verbo fue enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor divino a nuestros corazones, perdidos por el pecado, e introducirnos en la fiesta nupcial del Reino. Por la pasión y muerte de Cristo, hemos sido perdonados, y por el Evangelio, somos llamados a ser injertados en Él, la vid verdadera. Así, su vida divina fluye en nosotros, por la fe y por el Espíritu, para que demos el fruto abundante de su amor: vida para el mundo.

La obra de Dios en Cristo nos ha envuelto gratuitamente en su amor. Ahora nos toca a nosotros custodiar ese don, permanecer en su fuego divino, y unirnos a Cristo por la gracia. Porque el fruto de su amor, unido a nosotros, lo alcanza todo del Padre. Y los hombres, tocados por ese amor que habita en nosotros, glorificarán al Padre por la salvación recibida en Cristo, en cuya mano ha sido puesto todo.

Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía, para renovar nuestro amor y avivar nuestro celo por aquellos que aún no le conocen.  

Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

 

Santa María Magdalena

Santa María Magdalena

Ct 3, 1-4b; Jn 20, 1-2.11-18

Cristo se manifiesta

Queridos hermanos:

En los relatos evangélicos, vemos constantemente que Cristo resucitado no es reconocido cuando aparece, sino en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. San Juan utiliza este verbo con intención teológica: Cristo no se impone a la vista como simple aparición, sino que se revela, se manifiesta, como gracia concedida a quien Él elige, especialmente a quienes le aman profundamente.

Así sucede con el apóstol Juan y con María Magdalena. También en momentos litúrgicos, como la fracción del pan en Emaús, o al entrar en el Cenáculo ante los once. En el Evangelio que hoy contemplamos, Jesús se manifiesta primero a María Magdalena, aquella de quien había expulsado siete demonios, testigo silenciosa de la muerte del Señor y fiel junto al sepulcro. Ella será la primera en contemplar a Cristo Resucitado y en anunciarlo a los discípulos.

Este primer encuentro no es casual: prepara los posteriores encuentros mistagógicos y sacramentales con los once. A María, Cristo le dice: "Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Aquí se inaugura la filiación divina compartida, el misterio por el cual somos hechos hijos en el Hijo.

El Hijo eterno, el Verbo encarnado, ha tomado cuerpo para cumplir la voluntad del Padre: "No quisiste sacrificios, pero me formaste un cuerpo... He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 5s). Esa voluntad consiste en que los hombres sean incorporados a Cristo, adoptados como hijos en Él. Ya no somos solo discípulos: somos hermanos en Cristo, miembros de su cuerpo, unidos por el fuego vivo de su amor, como expresó el Papa Benedicto XVI: "Formamos una sola cosa con Él y entre nosotros". ¡Qué sublime vocación la nuestra!

Y así como en el nacimiento humano la cabeza precede al cuerpo, en la glorificación de Cristo junto al Padre, su cuerpo —la Iglesia— asciende también con Él. San Pablo lo proclama: "Hemos sido resucitados con Cristo y sentados con Él en los cielos". Es el misterio consumado por su entrega y resurrección, el cumplimiento de la obra que el Padre le confió.

María Magdalena, que anhela tocar al Maestro, deberá esperar a que nazca plenamente el cuerpo místico de Cristo —la Iglesia— para ser esposa, para tocarlo en la comunidad. Solo en comunidad, como las mujeres en Mateo 28, 9, se le puede “abrazar y no soltar”, como la esposa del Cantar: “Lo he abrazado y no lo soltaré” (Ct 3, 4).

En la Iglesia, por la Eucaristía, se nos concede incorporarnos a Cristo, gustar su amor, y adorarle abrazados a sus pies en comunión con los hermanos. Sólo en comunidad, podemos decir con verdad: “Padre nuestro... Dios nuestro.”

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com

 

Lunes 16º del TO

Lunes 16º del TO

Mt 12, 38-42

La señal del Señor en la predicación

Queridos hermanos:

Para quien acoge la predicación, todo se ilumina; mientras que quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en el corazón que confía en Él contra toda esperanza y lo glorifica quien pone su vida en sus manos. Como dice la Escritura: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará”.

Es Dios quien suscita la fe, no para imponerla, sino para enriquecer al ser humano mediante el amor. Por medio de su gracia, nos hace gustar la vida eterna. Él dispone las bendiciones necesarias para la conversión de cada persona y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Saba, los judíos del tiempo de Jesús… y nosotros también, hemos recibido el don de la predicación como testimonio de su Palabra, que siembra vida en quien la escucha y la guarda.

Desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, el pueblo de Israel pedía signos. Pero ni así se convertía. De igual modo, los contemporáneos de Jesús no podían ver las señales que Él realizaba, porque no tenían ojos para ver ni oídos para oír. Pedían una señal del cielo. Y Cristo, dolido por la cerrazón de su incredulidad, reconocía: no habrá señal para esta generación que se imponga más allá de las ya realizadas, porque sin fe no hay visión. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte quedará oculta; y sólo podrá “verse” en la predicación de los testigos, como ocurrió con Jonás.

Este no es tiempo de higos, sino de juicio. No de señales, sino de fe. Es tiempo de combate espiritual, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que pasó tres días en lo profundo del mar. Sólo al final, dice el Señor, se verá la señal del Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo.

Jonás ofreció dos señales: la predicación, que tocó el corazón de los ninivitas y los llevó a la conversión; y la de salir del seno de la muerte al tercer día, signo que sólo se anuncia por medio de las Escrituras. En cuanto a Cristo, muchos no aceptaron su predicación, y tampoco pudieron ver su resurrección. Para ellos no hubo más señal que la proclamación de los testigos que Él mismo eligió. 

El verdadero significado de las señales sólo puede percibirse desde la sumisión de la mente y la voluntad que conducen a la fe y a la conversión. Dios nunca se impondrá anulando nuestra libertad. Por eso, toda gracia será purificada en la prueba, y toda fe será acrisolada en el fuego del discernimiento.

Nosotros hemos creído en Cristo. Pero hoy somos llamados a renovar esa fe, no tentándolo al pedir signos extraordinarios, sino suplicando el don de la fe y del discernimiento, que Él concede generosamente a quien lo pide con humildad. Así como sabemos distinguir lo material, pidamos la luz para discernir espiritualmente los acontecimientos de nuestra vida.

Que en la Eucaristía podamos entrar con Cristo en la muerte y resucitar con Él por la potencia de su brazo. Que nos libre de nuestros enemigos que nos acosan y que, como antaño, sean hundidos en el mar.

Amén.

                            www.jesusbayarri.com

Domingo 16º del TO C

Domingo 16º del TO C

Ge 18, 1-10ª; Col 1, 24-28; Lc 10, 38-42

Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos presenta hoy el don sagrado de la acogida y la hospitalidad. En la tradición bíblica, estas virtudes han sido siempre sagradas, pero hoy las contemplamos como algo aún mayor: como la acogida misma de Dios, que se revela a quienes tienen el discernimiento de la fe, como Abrahán en Mambré y María en Betania.

Dios no siempre se manifiesta de manera evidente. A menudo, se acerca a nosotros a través de rostros inesperados, de acontecimientos cotidianos que, si los acogemos en la fe y la caridad, nos permiten recibir el más grande de los dones: la vida eterna.

El Evangelio nos habla de María y Marta. ¿Qué significa eso de “elegir la parte buena”, que no será quitada a María? ¿Por qué Marta es dulcemente corregida mientras María es alabada? María, al sentarse a los pies de Jesús, adopta la actitud del discípulo. Lo escucha, lo reconoce como Maestro, y bebe sus palabras como fuente de vida.

Esa es la parte buena: una fe activa como la de Abrahán, que acoge al Señor con esperanza; como la de Pablo, que recibe a Cristo en la cruz, comprendiendo el misterio de salvación universal que se ha manifestado en Él. Cristo no vino a ser agasajado, sino a evangelizar. Lo dice el Evangelio: “El que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 40).

Mientras Marta sirve con amor humano, María cree en Cristo y lo ama como discípula. Marta quiere dar, María se abre a recibirlo todo. Marta, en su entrega, llega incluso a recriminar al Señor y juzgar a su hermana, convencida de que “primero es la obligación y luego la devoción”. Pero el que atribuye su bondad al cumplimiento, olvida que todo es gracia y don. La ley por sí sola no salva, lo hace la caridad, verdadero corazón de esa ley.

El afecto humano busca reconocimiento, pero la fe salva gratuitamente. Marta honra en la carne; María glorifica en el espíritu. Así, la Palabra nos muestra dos caminos: uno natural y otro sobrenatural. Y aunque ambos tienen valor, sólo uno es llamado por Jesús la parte buena.

María, como discípula, se ha encontrado con el Señor y se ha sentado a sus pies, como la amada del Cantar que exclama: “Encontré el amor de mi vida, lo abracé y no lo dejaré jamás.” Nadie se lo quitará, porque ese amor brota de la fe.

Preguntémonos, entonces: ¿en nuestro servicio al Señor, buscamos compensaciones o reconocimiento? ¿Estamos más cerca de Marta que de María? ¿Vivimos en la letra, o en el espíritu? Que nuestro amor madure hasta volverse espiritual y universal, como el de Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y envía la lluvia también sobre los pecadores.

La Eucaristía, finalmente, nos invita a elegir, con nuestro ¡Amén!, la parte buena, que es el Señor. A recibir de Él, gratuitamente, por la fe, el Espíritu; por el Espíritu, el amor; y por el amor, la vida eterna.

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

Sábado 15º del TO

Sábado 15º del TO

Mt 12, 14-21

El Rostro de la Misión Redentora

Queridos hermanos, en esta Palabra contemplamos al Señor, quien no cesa en su misión salvadora, aunque la sombra de la persecución comienza a extenderse. Aun cuando se cierne el peligro, Él camina con firmeza hacia el cumplimiento de su propósito divino. Y cuando llegue “su hora”, no será otro, sino Él mismo, quien se encamine hacia Jerusalén, la ciudad donde todo verdadero profeta ha de ser consumado según el designio eterno del Padre.

Pero no nos engañemos: el Señor no busca la gloria mundana ni los aplausos de una exaltación pasajera. Él rehúye el éxito que confunde, la fama que distorsiona, y la aclamación que no proviene del amor redentor del Padre. A menudo, nuestra razón —tan limitada y miope frente al plan de Dios— se ve incapaz de reconocer, entre acontecimientos contradictorios, la infinita grandiosidad del amor, la sabiduría y el poder divinos que obrando en silencio tejen la salvación del mundo.

Ya los profetas, inspirados por el Espíritu, habían anunciado lo que concernía a la vida, la palabra y la misión del Mesías. Pero sólo quienes acogen ese mismo Espíritu pueden discernir el significado profundo de los acontecimientos —pasados, presentes y futuros— que revelan el cumplimiento de la voluntad misericordiosa del Padre. Elección, encarnación, predicación, redención: cada una de estas etapas desvela el misterio oculto desde la creación del mundo.

El Verbo eterno, el Hijo predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado como el Siervo elegido. En Él la justicia y el derecho cobran vida por medio de una misericordia omnipotente, encarnada en la oblación inaudita de su amor. En su entrega se revela el sendero estrecho que conduce a la vida verdadera. Y por ese camino, Él va en busca de los que se han extraviado por el ancho sendero de la perdición, aquellos que, sin esperanza y sin fuerzas, clamaban por volver al "Pastor y Guardián de nuestras almas".      

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

Viernes 15º del TO

Viernes 15º del TO

Mt 12, 1-8

“Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9,13)

Queridos hermanos:

Partamos de un error común pero profundo: el mal discernimiento que los judíos tenían respecto al sábado. El evangelio nos revela con claridad que el corazón de toda ley divina es el amor. Solo cuando el amor madura en el corazón del creyente, florece el discernimiento, y es entonces cuando se aprende a distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, entre lo importante y lo accesorio.

Por eso el Señor les dice: “¿Cuándo vais a entender lo que significa aquello de: ‘Misericordia quiero, y no sacrificios’?” Porque una justicia sin misericordia es crueldad, y nada hay más lejano del verdadero espíritu de la ley. El sábado no es simplemente un precepto: es una invitación al amor. Es una llamada a que el corazón humano se eleve por encima del interés, y se fije en Dios. El sábado es presencia divina que da vida y sentido al hombre más allá de sus ocupaciones y relaciones cotidianas.

Entre los mandamientos de la ley, algunos tienen gran relevancia, como el descanso sabático, pero todos se sostienen sobre un mismo fundamento: el amor. Porque vienen de Dios, que es amor, y buscan edificar al hombre en la gratuidad, la contemplación y la bondad divina.

Ante los conflictos entre la letra y el espíritu de la ley, ¿qué necesitamos? Discernimiento, sí, pero uno que brota del amor. Solo cuando el corazón está lleno de caridad, se puede juzgar rectamente. Las “gafas” para ver al otro sin distorsión son la caridad, porque como nos dice la Escritura: “Yo quiero amor, y conocimiento de Dios” (Os 6,6).

A los que no supieron discernir, Jesús les dice: “Id y aprended qué significa aquello de: ‘Misericordia quiero, no sacrificios’”. Pues el discernimiento, hermanos, distingue lo esencial de lo periférico; capta el alma del precepto, siempre iluminado por la caridad. Mientras la ciencia puede inflar el ego, la caridad edifica (1 Co 8,1), porque es derramada en nuestros corazones por el Espíritu de Dios.

Detrás del discernimiento hay una gran verdad: “Ama y haz lo que quieras”, como enseñaba san Agustín parafraseando a Tácito. Donde hay amor, hay sabiduría; donde falta el amor, sobra la necedad.

La misericordia de Cristo no conoce días prohibidos. Por eso el paralítico toma su camilla en sábado; por eso Jesús toca al leproso y abre corazones a la bendición y a la glorificación de Dios. Eso es el sábado: un día para poner el corazón del hombre en el cielo, su cuerpo y su espíritu.

El sábado nos libera del peso de la maldición que cayó sobre el trabajo, y nos concede un anticipo de la vida, donde Dios será nuestro único sustento eternamente. ¡Qué don tan grande! ¡Qué revelación de su amor!

Que así sea.

                                                  www.jesusbayarri.com

 

Jueves 15º del TO

Jueves 15º del TO

Mt 11, 28-30

El yugo que salva

Queridos hermanos, hoy la Palabra nos habla del yugo, esa imagen que evoca el trabajo, la entrega, el esfuerzo compartido. El yugo es algo que todos, tarde o temprano, llevamos en esta vida, queramos o no. Y cuando miramos con los ojos de la fe, descubrimos que ese yugo se ha vuelto pesado, no por la voluntad de Dios, sino por el pecado que se ha posado sobre nuestros hombros como una carga que esclaviza y agota. Así lo señala la Carta a los Hebreos: la experiencia de muerte que vivimos como consecuencia del pecado, nos hace sentir que somos siervos del mal, y no hijos de Dios.

Pero el Evangelio de hoy nos ofrece una invitación divina: cambiar el yugo del pecado por el yugo de Cristo. Él no nos impone cargas insoportables. Al contrario, nos dice: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”. Su propuesta no es dominar, sino compartir; no es oprimir, sino redimir. Frente a la soberbia que nos hace querer ser dioses, el Señor nos muestra el camino de la humildad: él, siendo eterno y todopoderoso, se hizo pequeño, asumió nuestra carne y se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz.

Si el poder del Señor alcanza para crear y gobernar el universo, ¿cuánto más podrá cuidar de nosotros, que somos su creación más amada? Su amor no tiene límites. La misma fuerza con la que puso en marcha las galaxias es la que ha empleado para redimirnos.

Cristo fue enviado por el Padre para liberarnos, para romper las cadenas de la culpa mediante el perdón. Y lo hizo uniéndose a nuestra naturaleza, “uncido” a nuestra debilidad, para arar a nuestro lado. Como dice un antiguo proverbio: “Si quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. Y esa estrella es Cristo, nuestro guía, nuestro yugo de redención.

Rábano Mauro lo expresó con sabiduría: “El yugo del Señor Jesucristo es el Evangelio, que une en una sola unidad a judíos y gentiles”. Llevar ese yugo debe ser nuestro honor, y no nuestra vergüenza. No lo despreciemos, no lo pisoteemos con los pies enlodados por los vicios. Más bien, aprendamos de Él, como dice la Escritura: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (cf. Catena áurea, 4128).

Cristo, por el fuego del amor que ardía en su corazón, se abajó para purgarnos. Como enseñó San Juan de Ávila: “Si el que es alto se abaja, con cuánta más razón el que tiene tanto por qué abajarse no debe ensalzarse. Si Dios es humilde, también el hombre debe serlo” (Audi filia, caps. 108 y 109).

¿Quieres ser grande? Comienza por ser pequeño. ¿Quieres construir algo elevado? Cava primero la base profunda de la humildad. San Agustín lo decía así: “Cuanto más alto quieras levantar el edificio, más hondo debes excavar sus cimientos… para alcanzar la presencia misma de Dios” (Sermones, 69, 2).

Hoy el Señor nos entrega un regalo: su yugo. No es una carga que aplasta, sino una alianza que sostiene. Es el vínculo de amor por el cual aramos juntos el campo de nuestra salvación. ¿Lo aceptarás? ¿Te unirás a Él en la humildad y la mansedumbre que redimen el mundo?           

          Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com