Martes 4º del TO
Mc 5, 21-43
Queridos hermanos:
De nuevo, la palabra nos invita a
contemplar la fe que salva y que cura para suscitarla en aquellos que acuden a
Cristo, como signo de la presencia de Dios en él. Por la fe, se aferra la vida,
y la muerte queda vencida por el perdón de los pecados. La precariedad de la
existencia ansía la plenitud de la vida que es Dios. La fe es el resultado del
don de Dios, que se revela al espíritu humano como moción interior, a la que se
unen el testimonio humano y el testimonio del Espíritu, apoyado fundamentalmente
por las Escrituras y la predicación del Kerigma, dándole la certeza de la
Verdad del Amor de Dios.
Los discípulos, acogiendo la
predicación, las señales y la caridad de Cristo, creen en él como maestro,
profeta y enviado de Dios, pero será el Espíritu Santo quien testificará a su
espíritu su divinidad, su ser Hijo del Altísimo, transformando sus creencias en
la fe, que se hace acompañar de la esperanza y el amor, y uniéndose a la moción
interior la hace operante en la súplica y la intercesión, en el sacrificio de
la entrega, en la obediencia que se crucifica en la confianza, y en el dolor
que conmueve llevando a la compasión.
En medio de la precariedad de este mundo
donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, debido a la constante
dialéctica a que lo somete la muerte, Cristo hace presente la vida definitiva
que el hombre está llamado a recibir por la fe en él. Ninguna adversidad puede
frenar la providencia, la misericordia y el poder de Dios, que sólo se detiene
ante nuestra libertad, suscitando y esperando nuestro amor.
No nos basta que Cristo haya resucitado
y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de Él, es necesario tener un
encuentro personal con Él, mediante la fe, en lo profundo del corazón, que
ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela. Como vemos
en el Evangelio, la cercanía física no basta, como tampoco el parentesco o la
vecindad. El mismo sacramento de la Eucaristía, en el que no sólo se toca sino
que se come a Cristo, es un sacramento de la fe, para vida eterna. Postrar ante Él, que se nos acerca por amor, la mente y la voluntad, eso es la fe.
Ante Cristo, por la fe, se desvanece la
impureza de la mujer, se detiene la hemorragia de su vida y se expulsa la
muerte de la niña, y de toda la humanidad, no sólo física, sino también
espiritual, y se nos da vida eterna. Todos necesitamos de esta fe que nos
salva, y que nos mueve a interceder por la salvación de todos los hombres.
Cristo se nos acerca hoy como a la
hemorroísa y al archisinagogo, y nos invita a no temer, sino a tener fe. En
efecto, la fe expulsa el temor mediante el amor que el Espíritu derrama en
nuestro corazón.
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