Viernes 6º del TO
Mc 8, 34-9,1
Queridos hermanos:
Una cosa es el hombre viejo con sus
concupiscencias, al que el pecado ha dejado vacío y encerrado en sí mismo,
sumergiéndolo en la muerte; y otra es el hombre nuevo, que se recibe en el
seguimiento de Cristo por el don del Espíritu. Amor que implica negación propia
y cruz de inmolación, derramado en su corazón de discípulo; testimonio de vida
eterna y causa de salvación por el obsequio de sí mismo a la voluntad de Dios,
como fruto de la fe.
Las cosas y las criaturas son incapaces
de saciar la interioridad del corazón, evitando la frustración existencial de
quien aliena su vocación y su predestinación al amor, que sólo Dios puede
llevar a su plenitud.
Pero negarse y entregarse plenamente
sólo es posible a quien se posee a sí mismo, habiendo sido colmado en él el
vacío mortal que ha dejado el pecado en su corazón, y que sólo el amor de Dios
puede colmar. Querer guardarse a sí mismo, en cambio, es propio de quien carece
de la fuente que brota del corazón redimido en el que habita Dios mismo; vida
nueva que trae el Evangelio, como remedio de la incredulidad.
Nosotros somos llamados a la fe y a
gustar la potencia del Reino, que como dice la carta de Santiago, produce obras
de vida eterna: “el que crea en mí, hará las obras que yo hago y mayores aún”,
dice Cristo. La fe reputa la justicia y engendra obras de vida eterna y de
salvación.
Hemos escuchado la promesa de
experimentar la resurrección de Cristo que alcanzó a los apóstoles y se nos
promete a nosotros.
La Eucaristía nos une a Cristo en su
misterio pascual de muerte, en la esperanza de su resurrección.
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