Domingo 7º del TO C)
1S 26, 2.7-9.12-13.22-23; 1Co 15, 45-49; Lc 6, 27-38.
Queridos
hermanos:
Desde el hombre terreno y carnal,
consecuencia del pecado, al celestial, hay un camino que recorrer, que es la fe
en Cristo. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina siendo
pecadores y enemigos de Dios, y si hemos acogido su amor en el corazón, ningún
mal podrá dañarnos. Al contrario, podremos vencerlo con el bien que poseemos.
En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus
hijos para nuestro mal.
En el libro del Eclesiástico leemos: “El
Altísimo odia a los pecadores y dará a los malvados el castigo que merecen”
(Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni
adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni
borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1Co 6,
9-10). Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros”. En el don de este
amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida en el
amor, que responde a la misericordia recibida con nuestra justicia: “Pero
habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios”.
Dice san Agustín, comentando el salmo
121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio
del Señor son las Sagradas Escrituras. En esta palabra podemos decir que hemos
alcanzado su cima más alta, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este
amor, hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quien nos odia.
Este amor es sobrenatural; la carne ama
lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo que carne y espíritu
son entre sí antagónicos. Para recibir este amor espiritual, es necesario odiar
la propia carne como dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí
y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a
sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.
En Cristo hemos sido amados así, y de él
podemos recibir su Espíritu que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en
nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de “sed santos
porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se cambia en “sed
perfectos porque es perfecto vuestro Padre celestial; porque habéis recibido su
misma naturaleza divina, su Espíritu Santo, siendo adoptados como hijos”.
Ya que ningún mérito hemos tenido para
ser amados, merezcamos amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y
merecer también ellos.
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