Viernes 7º del TO
Mc 10, 1-12
Queridos hermanos:
Hoy el Evangelio nos habla de
matrimonio, repudio y celibato.
Dios ha creado al hombre, varón y
hembra, para que en esta vida formen una unión fecunda, y los ha unido en una
sola carne, para que puedan cumplir su primer precepto: “creced y
multiplicaos”, para lo cual, superando los lazos naturales con los suyos, “dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, para crear lazos
nuevos a través de los cuales se abra camino la vida, llegue a poblar la tierra
y a someterla, y vaya así completándose el número de los hijos de Dios en el
Reino que irrumpe con Cristo y culmina con su parusía.
El que Dios haya creado junto al hombre
una sola mujer y no varias, muestra su voluntad respecto a la unicidad de la
unión: hombre y mujer, y no hombre y mujeres, con la gran repercusión que esto
tiene en orden al amor entre los esposos y con los hijos. Ambos se dan y se
reciben totalmente del cónyuge y no lo comparten con alguien ajeno, de forma
que la unión matrimonial no venga relativizada ni disuelta con la pluralidad.
Abandonar esta misión, por el motivo que
sea, no forma parte de la voluntad originaria del Creador al formar al hombre a
imagen de su amor fecundo, y a semejanza de su unidad y comunión
inquebrantables. Será siempre la pérdida o la corrupción de esta imagen y
semejanza la causante de que se pervierta el plan originario de Dios, o sea
puesto entre paréntesis en alguno de sus aspectos, en espera de su redención.
Con la vuelta al principio, anterior al pecado, siendo el pecado perdonado en
Cristo, y habiendo recibido el don del Espíritu Santo, el repudio, como
concesión dada al hombre por la incapacidad de su naturaleza caída, no tiene ya
justificación alguna.
Sólo en función del desarrollo del
Reino, al que sirve también la fecundidad humana, como explica el evangelio de
Mateo, será dada también al hombre la capacidad de renunciar a la unión
matrimonial y a la fecundidad, para una dedicación plena al servicio del Reino,
tal como tendrá efecto cuando el Reino llegue a su plenitud en la vida futura
de la bienaventuranza. Entonces, lo instrumental dará paso a lo esencial. Ni
disminuirán ni aumentarán los bienaventurados, y la fecundidad procreadora
habrá concluido su misión. La comunión espiritual será plena entre los
bienaventurados e indisoluble en el Señor.
Sea cual sea la misión a la que el Señor
nos conceda dedicar esta vida, estará siempre en función de la vocación única,
eterna y universal al amor, por la que hemos sido llamados a la existencia y a
la que nos unimos en la Eucaristía. Este es, por tanto, nuestro cometido en
esta vida como dice san Pedro (2P 1, 11): “Hermanos, poned el mayor empeño en
afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Así se os dará amplia entrada en
el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
Que así sea.
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