Jueves 4º del TO
Hb 12, 18-19.21-24; Mc 6, 7-13
Queridos hermanos:
En esta eucaristía, el Señor nos presenta la misión. Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión, que se va perpetuando en el tiempo a través de los discípulos invitados a su seguimiento. Toda llamada a la fe, al amor y a la bienaventuranza lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento. Pero hay también distintas funciones, como ocurre con los distintos miembros del cuerpo, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino y que son prioritarias en la vida del que es llamado.
Es
la misión la que hace al misionero. Amós es llamado y enviado sin ser profeta.
Nosotros somos llamados por Cristo a llevar a cabo la obra de Dios para saciar
la sed de Cristo, que es la salvación de los hombres. Esta salvación debe ser
testificada por testigos elegidos por Dios desde antes de la creación del mundo
para ser santos por el amor.
Dios
quiere hacerse presente en el mundo a través de sus enviados, para que el
hombre no ponga su seguridad en sí mismo, sino en Él. Constantemente envía
profetas y da dones y carismas que purifiquen a su pueblo, haciéndole volver a
Dios y no quedarse en las cosas, en las instituciones o en las personas.
Cristo
es enviado a Israel como "señal de contradicción". Lo acojan o no,
Dios habla a su pueblo a través de su enviado. Por su misericordia, Dios fuerza
al hombre a replantearse su posición ante Él y así le da la posibilidad de
convertirse y vivir.
En
estos últimos tiempos, en los que la muerte va a ser destruida para siempre,
Cristo envía a los anunciadores del Reino, proclamando el "Año de gracia
del Señor".
El
seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a
la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra
cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la
misión y, en consecuencia, al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la
virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de
objetivos superiores a las propias fuerzas. Solo en la respuesta a la llamada
se encuentra la plenitud de sentido de la existencia, que constituye la primera
explicitación de la llamada libre de Dios.
El
Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia, que se hace presente
en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de acogerlo o rechazarlo
es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo
anuncian son potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo implica
recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se
acoge a Cristo y a Dios, que lo envía.
En
su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para con los hombres, como
hemos visto en la figura de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto.
Pero, aun con su poder, sus planes no se realizan por encima de la libertad
humana, lo cual implica las consecuencias de sus pecados: la envidia de los
hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, y en el caso de Cristo, la
incredulidad de los judíos y todos nuestros pecados, que le proporcionan su
pasión y muerte.
También
sus discípulos, enviados a encarnar la misión del anuncio del Reino, van con un
poder otorgado por Cristo, que no les exime de la libertad de quien los recibe
y, por tanto, de las consecuencias de su rechazo o de su acogida.
Con
todo, queda manifiesta la importancia del anuncio del Reino, ante el cual todo
debe quedar relegado y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo
eterno y definitivo; lo material, a lo espiritual; lo egoísta, al amor.
Que así sea.
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