Miércoles 7º del TO
Eclo 4, 12-22; Mc 9, 38-40
Queridos hermanos:
En el Evangelio vemos cómo la gracia del Señor y la fe tocan a los
paganos y a otras personas que aparentemente son ajenas a Cristo, pero en los
que actúa el Espíritu. Incluso Jesús parece sorprenderse, o por lo menos se congratula,
de la magnanimidad del Padre para revelarse a los pequeños. Los carismas no
siempre se comprenden a primera vista; es necesario el discernimiento, sobre
todo a través de los frutos. Es natural amar el propio carisma, pero la
apertura a los demás es también fruto del Espíritu, que es siempre comunión, en
la humildad y la gratitud, por el don recibido gratuitamente, sin mérito
propio. El Señor escruta el corazón, sin quedarse en la apariencia: "¿De
Galilea puede salir algo bueno?" El Reino de Dios está donde está el
Espíritu, que se hace notorio por las obras que realiza en los que lo han
recibido, y, como dice san Pablo, viene acompañado de justicia, paz y gozo en
el Espíritu Santo.
Expulsar demonios en el nombre de Cristo es una de las señales que
acompañarán a los que crean en la predicación y a sus enviados. Dios supera con
mucho nuestras expectativas y reparte sus dones con absoluta libertad y con un
discernimiento mayor que nuestros criterios carnales, como lo es su amor
respecto al nuestro: "¿Quién ha conocido jamás la mente del Señor; quién
le ha sugerido su proyecto? ¿Con quién se aconsejó para entenderlo, para que le
enseñase el saber y le sugiriese el método inteligente?"
Lo que muestra verdaderamente la persona, el contenido de su corazón,
son sus obras y no sus fantasías, intenciones y deseos. Son los frutos de los
que habla el Señor en el Evangelio: "Por sus frutos los conoceréis"
(Mt 7, 16). Un árbol malo no da frutos buenos y viceversa. En sus obras, la
persona muestra su mente y su voluntad: su corazón. Santa Teresa ya decía que
el hombre está lleno de fantasías, pero lo que realmente tiene valor en él es
esa parte que son sus obras. Juan Pablo II, antes de ser Papa, escribió
"Persona y acción", para expresar precisamente esto, en un estudio
personalista sobre los actos humanos.
Pidamos
al Señor el discernimiento y la apertura propios de su Espíritu, para acoger la
manifestación universal de su gracia entre los hombres.