Viernes 31º del TO
Lc 16, 1-8
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos presenta la relación
entre los bienes y la Vida, planteándonos un problema de discernimiento, entre el
fin y los medios, que consiste, primeramente, en darnos cuenta de que estamos de
paso en esta vida terrena. Administramos cuanto tenemos, por un tiempo, por lo
cual debemos saber utilizarlo, dando a cada cosa su valor. Hay que saber amar las cosas y a nosotros
mismos, pero no más de lo que conviene. Los medios son para ser utilizados en
función de un fin.
Como en el caso del administrador del
Evangelio, los bienes no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene
como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los
medios de que dispone, deben utilizarse para alcanzarla. Esa es la sagacidad
que alaba el patrón de la parábola en su administrador: saber sacrificar sus
beneficios inmediatos, en función de su supervivencia. Cristo atribuye en mayor
medida esta astucia a los hijos de este mundo que a los hijos de la luz, para
exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene cierta
ventaja al estimular los corazones humanos, frente al estímulo que ejerce lo
futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe.
Es un problema del discernimiento, que
debe brotar de la madurez en el amor engendrado por la fe. Las raíces de la fe
dan profundidad y firmeza a la respuesta del corazón ante los acontecimientos
que le son adversos. Recordemos la explicación que da el Evangelio de las
semillas que caen entre piedras, pereciendo por falta de raíz. Recordemos el
discernimiento de Jacob respecto de la primogenitura, por la que tuvo que
dejarlo todo, como aquel que encuentra un tesoro escondido o una perla
preciosa.
El encuentro con el Reino de Dios a
través de la predicación y las obras de Cristo, es un misterio de fe, ante el cual
deben quedar subordinadas todas las ansias y todas las conquistas humanas, incluida
la propia existencia. Por eso, es el desmesurado amor propio, fruto del orgullo,
la soberbia, el que sofoca el discernimiento, unido al desordenado amor por las
riquezas, que son como los abrojos de la parábola, que pueden incluso arruinar
la fe y toda la existencia.
Esta parábola, al contrario que otras
muchas, va dirigida a los discípulos para enseñarles algo tan concreto como la “sagacidad,”
que normalmente no suele faltar en los negocios mundanos que con frecuencia se
valen de la mentira, mientras en la fe, es la verdad la que impulsa las relaciones
humanas. Este hecho se observa claramente en quienes se afanan por el dinero. Parecemos
decir: ¡Dios es bueno! ¿Por qué tendré que esforzarme en buscar y defender lo
que me ofrece tan generosamente? ¿Puede haber cierta presunción culpable en lo
tocante a la salvación, de la que el Señor advierte a sus discípulos cuando afirma:
“El Reino de los Cielos sufre violencia y
los violentos lo arrebatan?” Algo parecido parece querer subrayar el Señor
en la parábola de las vírgenes, o en la del banquete de bodas del Hijo del
Señor que nos presentan los Evangelios. No podemos olvidar, ni relativizar la
existencia y la acción del Enemigo.
Son los santos, quienes mejor nos
aleccionan con la intrepidez de su amor a valorar la bondad de Dios,
combatiendo como esforzados atletas las batallas contra el pecado y
ejercitándose heroicamente en los trabajos del amor, la oración, y la sobriedad
de la ascesis.
El Señor, a través de “las riquezas
injustas,” nos llama a ganar las verdaderas; cómo puede subsistir la justicia
de la caridad en la acumulación de bienes terrenales. La caridad purifica lo
contaminado del corazón distribuyendo las riquezas, amando gratuitamente. A
través de “lo ajeno,” nos llama a amar “lo nuestro,” lo propio, nuestro tesoro,
que no nos será arrebatado; a través de lo pasajero somos llamados a valorar el Don eterno del
Espíritu.
Que así sea para nosotros en la
Eucaristía, recibiendo vida eterna en nuestro amén a la entrega de Cristo, con
la que entramos en comunión al comer su cuerpo y beber su sangre.
Que así sea.
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