Martes 32º del TO
(Lc 17, 7-10)
Queridos hermanos:
Concebidos, predestinados y creados por
el amor y para el amor, nuestra vocación es el amor y el servicio, como su expresión
más clara en la comunión con Dios que es amor. También los ángeles que
permanecieron fieles participan de la comunión con él y en su servicio, mientras
algunos rebeldes dijeron “no serviré” y sedujeron después al hombre, que cayó
en la rebeldía de la desobediencia.
Pero tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo a servir al hombre, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz, para rescatarlo de la soberbia del diablo y devolverle la capacidad de amar que había perdido. En efecto, dijo Jesús: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve; Vosotros me llamáis el maestro y el Señor y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el maestro, os he (servido) lavado los pies, también vosotros debéis (serviros) lavaros los pies los unos a los otros. Cuando venga el Señor de aquellos siervos, si los encuentra haciéndolo así, os aseguro que los sentará a su mesa, se ceñirá, y yendo de uno a otro les servirá.”
Si nosotros, por la fe, recibimos su
espíritu de obediencia y de servicio, seremos incorporados a su misión,
devolviendo lo que gratuitamente hemos recibido de Dios en favor de los hombres
y podremos decir: “No hemos hecho más que lo que debíamos hacer.” Somos pobres
siervos inútiles, inadecuados, total impedimento, como diría san Ignacio de
Loyola.
En efecto, para servir al Señor, hemos
sido antes rescatados de la esclavitud al diablo y de nuestra pretensión de ser
dioses de nuestra vida, gracias al servicio y la obediencia de nuestro Salvador.
Ser plenamente hombres pasa por el aceptar nuestra condición de criaturas, reconociendo
a Dios como nuestro Señor.
Cómo no servir a tan gran Señor y agradecer
tanto amor, si su Hijo lo sirvió de tal manera que resultó tanto bien para
nosotros, a costa de tanta obediencia y tanto sufrimiento. Cómo no responder
con nuestro amor, sirviendo a quien nos lo consiguió, entregándonos a su
voluntad para salvación de nuestros semejantes.
A un Señor se le sirve, aunque también
en esto, Él nos sirvió primero con su amor gratuito. La llamada al servicio es, por tanto, una llamada a la vida divina, que es amor: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros como yo os he
amado.” No hay mejor paga que servir al Señor; esa es ya nuestra recompensa.
Hemos escuchado que el siervo debe
reconocer su inutilidad después de haber realizado cuanto le fue encomendado;
dejar su recompensa en manos de su Señor, a quien “su recompensa lo precede.”
Cuando alguien dice: Dios te lo pague, podemos responder: ya nos lo ha pagado y
con creces.
Somos siervos inútiles, además, porque
en nada aprovecha al Señor nuestro servicio, aunque le complazca que los
hombres sean amados; amor que se vuelve a nuestro favor y al de nuestros
hermanos.
Bendigamos pues, al Señor, que en la
Eucaristía nos une a su servicio, diciendo amén a su entrega.
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