Dedicación de la Basílica de Letrán.
Ez 47, 1-2.8-9.12; ó 1Co 3, 9-11.16-17; Jn 2, 13-22.
Queridos hermanos:
Celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán, Catedral de Roma, consagrada el 324. La fiesta se celebra desde el siglo XI, el 9 de noviembre por toda la Iglesia.
La catedral es el lugar de la “cátedra”
del obispo, cabeza de la Iglesia, desde donde ejerce simbólicamente, su
magisterio. Cuando se habla “pontificando”, decimos que se habla “ex cátedra”. En
la antigüedad, el maestro se sentaba para enseñar, como hacía Cristo mismo.
La Iglesia, aun sabiendo que el verdadero nuevo
templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios en los que la
comunidad se congrega para la liturgia, la oración y los sacramentos, en su culto
a Dios.
El cuerpo de Cristo es el verdadero y
definitivo templo de Dios, de cuyo costado abierto brota el agua purificadora
del Bautismo; de su seno nos es enviado el Espíritu, por cuya inhabitación en
nosotros, somos también constituidos templo vivo del Señor.
La comunidad cristiana es el verdadero
edificio espiritual formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1P 2, 5), y
también san Pablo: “Santo es el templo de
Dios que sois vosotros” (1Co 3, 16). En él se realiza un culto a Dios en
Espíritu y Verdad, en el amor, en la comunión con gente de toda raza, lengua,
pueblo y nación, constituidos en miembros suyos.
Dice la Escritura que “los discípulos
estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en ellos
los congregaba en el Templo, donde todos podían constatar el amor que los unía.
La comunión creada por el Espíritu era
un signo para el pueblo, llamándolo a la fe. ¡Mirad como se aman! Así ocurre cuando la gente ve en los cristianos
algo que el mundo no tiene: un solo corazón y una sola alma. La unidad de la comunión
muestra en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.
Este verdadero templo, se fundamenta
por la acogida del anuncio de Jesucristo, se edifica por la caridad y los
sacramentos, pero se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con
la idolatría, se enciende la ira del Señor que viene a purificarlo, porque “Le
devora el celo por su casa.”
Jesús visitó muchas veces el templo,
pero en este pasaje nos sorprende con una actitud inusual que no se repetirá
más y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He
aquí que envío a mi mensajero delante de ti y enseguida vendrá a su templo
el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién
resistirá el día de su visita?” En
esta entrada de Jesús en el templo, es “el Señor,” quien visita su templo para
purificarlo; no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el predicador
carismático y taumaturgo.
Esa es la autoridad que perciben los
judíos en el gesto de Jesús y que no están dispuestos a aceptar. Es el Señor,
el que viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad; es “el tiempo de
la visita”; se hace presente el
juicio, empezando desde la casa de Dios; es el tiempo de pedir cuentas, el
tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico.” La higuera del pasaje
siguiente en los Evangelios de Mateo y Marcos debe rendir sus frutos. Se ha
agotado el tiempo cíclico, o cartesiano y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no
es “tiempo de higos”: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra
y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml
3, 5) que Jesús anticipa proféticamente con un signo, al Templo y a la higuera,
como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de Galilea. Lo que sucede con la
higuera ocurrirá con el Templo en el que el Señor no encuentra fruto, sino
idolatría del dinero: negocio e interés: El Templo será arrasado; se secará
como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo de su visita”; ya no
podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto de él.
Honrar el templo para nosotros, es
ofrecer el verdadero culto, al Padre, en Espíritu y Verdad, en la Eucaristía,
amando a Dios y viviendo en la oración con nuestro corazón limpio de idolatrías,
en comunión con los hermanos.
Que así sea.
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