Jueves 31º del TO
Lc 15, 1-10
Queridos hermanos:
Estas parábolas llamadas de la misericordia
ven la realidad del pecado y del pecador desde el corazón de Dios, en el que
cada hombre es un hijo querido, aunque sea un malvado. Sus entrañas misericordiosas
ven al pecador como una pérdida de algo propio y no como a un transgresor de su
voluntad. Así se revela en las Escrituras: «Dios
misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que
mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el
pecado; mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen
mis entrañas; yo te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión;
te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor; sed compasivos como
vuestro Padre es compasivo; el Hijo
del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido; misericordia
quiero y no sacrificios».
La ley que rige toda la creación, toda
la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo, es el amor. Dios
ha plasmado su naturaleza de amor en todo, pero el amor no es una cosa meliflua,
sino algo que implica todo el ser y se manifiesta esplendoroso en la cruz de
Cristo. Cuando Cristo dice: “Mi alma está
angustiada hasta el punto de morir", esto es: “¡me muero de angustia por ti!",
está expresando con palabras el amor y el dolor que se consumarán físicamente en
la cruz, pero que lo consumen internamente desde su encarnación.
Todos los hombres estamos en el corazón
amoroso de Dios, que deja libre al ser amado para que le corresponda, pero se
duele de nuestro desdén: “Cuántas veces
he querido reunir a tus hijos bajo las alas y no habéis querido.” Dios no
condiciona su amor a nuestra respuesta ni se deja vencer por nuestra maldad. Es
a nosotros, a quienes dañan nuestros pecados, de los que el amor se duele y a
quien alegra nuestra conversión. Son las razones del amor que nuestra razón no
comprende.
Los judíos
murmuraban diciendo: «Éste acoge a los
pecadores y come con ellos.» Pero Dios
ama también a los fariseos y a los escribas y trata de conducirlos al
conocimiento de sus entrañas de misericordia, por las que busca el bien de los
pecadores y quiere su salvación: “Id a
aprender aquello de ¡Misericordia quiero!” El Señor va en busca del pecador
para llamarlo a su amor y se alegra de su conversión con todos los ángeles del
cielo, porque quien ama se alegra del bien de la persona amada y se duele de su
extravío.
En la Eucaristía, el Señor nos
introduce en sus entrañas de misericordia, implantándola en las nuestras.
Que así sea.
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