Lunes 33º del TO
(Lc 18, 35-43)
Queridos hermanos:
El Evangelio de hoy nos presenta al
“ciego de Jericó,” nuestro viejo compañero en el camino de la fe. San Marcos le
llama Bartimeo, que invoca a Jesús como Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y
discípulo. Aparece sentado, incapaz de caminar, y el Camino mismo viene a su
encuentro impulsándolo a seguirlo.
Es digno de considerarse cómo un pobre
mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los
siglos, precisamente por haber tenido la gracia de discernir en Jesús de Nazaret
al Cristo de Dios, siendo su fe un ejemplo para la Iglesia y para todos
nosotros. El Evangelio nos describe la gesta de su fe, su oración y su
testimonio de la Verdad, para edificación nuestra.
Este ciego, que es además pobre y mendigo, ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, a un
discernimiento del que carecen los sacerdotes, escribas y fariseos de su
tiempo, que incluso el mismo Pedro, ha tenido que recibir directamente del
Padre celestial: “Jesús de Nazaret es el Mesías; el Hijo de Dios vivo”, a quien
las Escrituras señalan como: “Hijo de
David,” siendo de todos conocido, que, en su venida, daría la vista a los
ciegos.
He aquí un ciego que ve; un pobre mendigo
que ha encontrado el “tesoro escondido” y quiere registrarlo en propiedad; un ignorante
que conoce la verdad de la Vida y en este momento que la tiene a su alcance, la
proclama instruyendo a los doctos. He aquí un hombre fácilmente despreciable de
Jericó, más digno que los notables de Jerusalén. He aquí a un ciego, que con su
oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como en otro tiempo Josué en Gabaón;
un ciego que ilumina a todo el pueblo; un pobre que enriquece a los potentados.
Ha llegado el momento de proclamar su
fe, como dice san Cirilo: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi
maestro y mi Señor).
No en balde Jesús le deja seguir
gritando con insistencia, como a los niños de Jerusalén y como a sus elegidos
que están clamando a él día y noche. Está profetizando, proclamando el
Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, le hace
esperar, porque con sus clamores está salvando al mundo, proclamando la fe que
trae la salvación: “Todo el pueblo al
verlo, alabó a Dios.” Cristo es el Mesías que da la vida al mundo,
perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.
Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten
compasión de mí!, y Jesús
viene a responderle: ¿Qué quieres que haga por ti, si ya has alcanzado "el
Reino de Dios y su justicia?", ¿qué quieres "por añadidura?" Todo se te
puede dar. "Recobra la vista" ya que así lo deseas, pero es "tu fe" la
que "te ha salvado."
Ha llegado también el momento de "dejar"
la seguridad que le ofrece "su manto," según nos narra el Evangelio de
Marcos, de seguir al Señor a la Jerusalén de arriba; a Cristo, que es el Camino
a la casa del Padre. Superada la etapa de la “humildad,” gritando al Señor; ha
superado también la etapa de la “simplicidad” proclamando su fe y, por fin, ha llegado
el momento de entrar en la “alabanza” de los elegidos: “Y le seguía
glorificando a Dios.”
A eso nos invita ahora el Señor en la
Eucaristía a nosotros ciegos y pobres; ignorantes y mendigos, si es que hacemos
propia la fe de Bartimeo.
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