Domingo 32º del TO B
(1R
17, 10-16; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44)
A la consideración y adquisición de esas
cualidades quiere el Señor llevar a sus discípulos y a nosotros hoy con su
palabra, presentándonos a estas viudas.
Pecar contra las viudas que se acogen
al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del
Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor, su defensor y
consolador de su llanto: el hizo justicia a Tamar, resucitó al hijo de la viuda
de Sarepta por medio de Elías, socorrió a la viuda del siervo del profeta por
medio de Eliseo (2R 4); socorre a la viuda importuna del Evangelio; y devuelve
su hijo a la viuda de Naín.
Para la edificación de su pueblo,
Dios suscita carismas que lo enriquecen y lo perfeccionan. Así, la virginidad
hace presente a la comunidad, que sólo Dios basta. Claro está, que no todo el
que permanece célibe puede ser considerado poseedor del carisma de la
virginidad. También las viudas son un carisma que hacen presente a la comunidad
la total dedicación y el abandono en Dios, en quien se pone toda la confianza,
esperando sólo en su providencia el remedio de todas las necesidades. Tampoco
en este sentido se puede atribuir el carisma de viuda a toda mujer que ha
perdido a su marido.
Si cabeza de la mujer es su esposo,
como dice san Pablo; la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo
que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada
alma fiel, que debe vivir como la Iglesia, abandonada en su Señor confiando
plenamente en él. El peligro está en sustituir en el corazón al Esposo por el
marido (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir la precariedad en el
Señor, por la seguridad del ídolo, que da el dinero.
La viuda pobre del Evangelio opta por
el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella
entrega su vida, mientras otros lo accesorio; ella se entrega entera mientras
otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita mientras otros
parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia,
continuará en esta vida y si no, continuará a vivir eternamente en el Señor en
quien puso su confianza. Es mejor la precariedad confiando en Dios, que la
pretendida seguridad de la abundancia. La confianza en Dios, en efecto, hace
inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la
viuda de Sarepta.
Sólo en Dios está la vida perdurable y
de él depende cada instante de nuestra existencia. Como dice el Señor en el
Evangelio: “Aún en la abundancia, la vida
no está asegurada por los bienes.” Sabiduría es saber vivir pendientes de
su voluntad y abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los
bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para
siempre, mientras lo reservado para uno mismo, se corrompe. Lo que valoriza el
don, es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, cuanto lo
que uno se da.
El don total de Cristo, que nos presenta la Carta
a los Hebreos, se nos ofrece en la Eucaristía, buscando en nosotros la
correspondencia de nuestra caridad.
Proclamemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario