Domingo 34º del TO B Jesucristo Rey del Universo.
(Dn 7,
13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)
Queridos hermanos :
Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la que terminamos siempre el año litúrgico, recapitulando todo en Cristo, por quien y para quien todo fue hecho.
Para conmemorar la
realeza de Cristo, la Iglesia contempla en el Evangelio de Marcos a Jesús
condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el
Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y
prisión.
Entonces, ¿en qué ha
consistido su reinado? En dar testimonio con su vida de la Verdad del amor de
Dios, deshaciendo la mentira del diablo.
Y ¿cómo ha dado ese
testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos
hasta la muerte para destruir la muerte. Ese es nuestro Dios y nuestro Rey.
Dios
no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido,
sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su
rey. Por su parte, el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los
pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: «Haz
caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han
rechazado a mí, para que no reine sobre ellos». El pueblo irá comprendiendo
a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos
libertarios, progresistas y cosmopolitas de su corazón, cambiando el yugo del
Señor por el de los hombres. Sólo con David el pueblo parece haber alcanzado la
grandeza humana del reino, que no deja de ser tan fugaz como la vida misma de
una generación.
Siendo así el reino de los hombres, el
corazón del pueblo retorna al añorado reinado teocrático alentado por los
profetas, motivo central del Nuevo Testamento en boca del Precursor: “El Reino de Dios está cerca”, manifestándose
de forma progresiva en el Señor: “El
Reino de Dios ha llegado; está en medio, dentro de vosotros.” Buena Nueva para los pobres de espíritu,
perseguidos por causa de la justicia, que claman al Señor día y noche: “Venga tu Reino y su justicia”, como
prioridad absoluta de vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios
manifestada por Cristo y trasmitida por sus enviados, en medio de la
persecución del reino de este mundo, instigada por el diablo, que será
precipitado como un rayo, de su encumbramiento en el corazón de los hombres.
Para hacer volver a sí el corazón de
su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles
en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” Un nuevo nacimiento
del agua y del Espíritu, que lo haga “pequeño” como un niño, para poder
franquear la entrada estrecha de su Reino. La predicación de Cristo comenzará, pues,
diciendo: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado.” Dios,
en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo
de la seducción del reino autónomo, emancipado y progresista, de este mundo y
del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended
de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga
ligera”. Pero la predicación de
Cristo, como semilla sembrada en el corazón de su pueblo, no sólo no ha sido
escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a
crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el
César.» En efecto, también
el enemigo ha ido sembrando su cizaña, que sólo el día de la siega será separada y quemada. La semilla divina sembrada en la humildad de nuestra carne crecerá
por virtud de su potencia y se propagará por su gracia, mostrando la grandeza
de su valor en quienes la posean.
Este
reino que salta con Cristo resucitado a la gloria del Padre, permanece aquí
como puerta abierta, acogiendo en su seno nuevos hijos, a quienes la Iglesia,
guardiana de sus llaves, abre su acceso, como administradora de la justicia y
la misericordia divinas, a lo largo de toda la jornada humana, en la que muchos
últimos adelantan a primeros, mientras es anunciado en el mundo entero el
Evangelio, hasta ser arrebatada toda ella por el Rey en su regreso glorioso, cuando
sus hijos reciban la herencia del Reino preparado para ellos desde la creación
del mundo.
Cuando Cristo fue anunciado como rey
por los magos de Oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey
por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, pero cuando fue presentado
como rey por Pilato, fue coronado de espinas y crucificado, siendo rechazada la
realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo, visible en sus obras, da testimonio de que el amor del Padre es verdad en él: “Las
obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la
muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, mostrando la
falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a
testificar la realeza de Cristo con nuestro amor, más que con palabras: “No amemos de palabra ni de boca sino con
obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad” (1Jn 3, 19).
Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más
aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.
Cristo quiere que su Reino sea acogido
por la fe y no por el interés: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a
tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.”
Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo
de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como
el ladrón crucificado con él: «Jesús,
acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»; que los hombres sean colocados
a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid
benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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