Jueves 32º del TO
Lc 17, 20-25
Queridos hermanos:
Todos en el “mundo” viven para sí en su propia precariedad existencial, que les urge a llenar su vacío personal en un constante comercio por la propia subsistencia, no sólo física, sino sobre todo espiritual, en busca del sentido que les permita ser en sí mismos y para los demás. Afecto, prestigio y autoestima, se parapetan en el dinero como divisa de cambio en el mercado de las relaciones interpersonales que gobiernan la tierra, mientras el cielo permanece inaccesible al hombre separado del amor, que es Dios, como consecuencia del pecado.
Dios,
en su autosuficiencia amorosa, rompe el solipsismo de su propia
Bienaventuranza, para incorporar a quienes ha llamado al ser, predestinándolos
a la comunión con él, en la que solamente pueden ser saciados. Esta realidad, posible
solo en Cristo, es lo que el Evangelio denomina el Reino de Dios. Se trata de
una vida nueva injertada en el corazón humano por la fe en Jesucristo, a la que
el Señor llama primeramente a su pueblo, en función de la humanidad entera.
El
Reino de los cielos llega como el Día del Señor, sin dejarse sentir; siendo perceptible
solamente a quien tiene un corazón bien dispuesto. Su presencia es inapreciable
hasta que alcanza su desarrollo y su plenitud. Cada día tiene la gracia necesaria
para descubrirlo. Llega en el secreto del corazón que lo acoge por la fe, como
experiencia de la presencia de Dios y de su salvación en el “Hijo del hombre.”
Sólo en Cristo podemos encontrar y acoger el reino mediante la predicación de su
gloria y de su cruz.
El
reino será perseguido en sus discípulos, como lo ha sido en Cristo mismo, hasta
que llegue el “Día del Hijo del hombre.” Entonces se manifestará el Señor,
poniendo al descubierto a los falsos profetas. La venida de Cristo será
evidente a todos. El reino que hoy aparece velado en la cruz de Cristo resplandecerá
aquel día en la gloria de su manifestación.
Dios
desea abrirnos la puerta del reino, pero la llave está en el corazón libre de
cada uno. Es ahora cuando irrumpe calladamente, sin dejarse sentir, sin
imponerse, cuando se escucha su anuncio, en medio de la precariedad.
Nosotros,
alcanzados por el Señor, somos enviados a la regeneración del mundo entero en
Cristo Jesús, en quien hemos sido amados por el Padre y en quien estamos siendo
salvados por su misericordia.
Que
nuestro público amén en la Eucaristía, manifieste nuestra adhesión al Señor realizada
en lo secreto del corazón.
¡Ven
Señor!
Que así sea.
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