Sábado 32º del TO
Lc 18, 1-8
Queridos hermanos.
Hoy la palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar esto quiere decir, que no hay otra posibilidad alternativa de vida cristiana que permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca, cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque, como nos dice la parábola, en la vida cristiana se realiza un combate que debe durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del hombre”, cuando venga a hacer justicia; mientras tanto, el adversario, no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.
Cuando Israel se acerca a la tierra
prometida y se prepara para conquistarla, la figura de este adversario es
Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra; para vencerlo, Israel
necesita de la oración de Moisés, mientras combate sin desfallecer. En el
Evangelio, la viuda, figura de la Iglesia, necesita de la constancia en la
súplica ante el juez como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el
adversario es invencible por las solas fuerzas, por lo que se requiere el
auxilio de la intercesión poderosa de Dios, mientras dura el tiempo establecido
por él para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un
hombre. Dios, que escucha siempre la oración, hará justicia pronto, aunque nos
haga esperar.
Cristo, al hablar de la necesidad de
orar siempre sin desfallecer, ya nos pone sobre aviso acerca de que el combate
nos acompañará toda la vida; entonces se le quitará todo poder al Adversario. Sólo
entonces, el combate no será ya necesario.
Una tal oración implica una fe en
consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, uniendo
oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre
la tierra? ¿Una fe que haga que sus elegidos estén clamando a Él día y
noche?
El Señor hace esperar a sus elegidos
que claman a él día y noche, como hace esperar al ciego de Jericó, Bartimeo,
porque con su clamor hacen presente a Cristo, testificando con su fe, el amor
de Dios a cuantos les rodean.
La oración garantiza la victoria; la
fe hace posible la oración. En la oración no son necesarias muchas palabras,
pero sí constancia en la actitud del corazón, cercanía y unión amorosa con el
Señor, que descubriendo la propia precariedad, confía plenamente en él. Más
importante que aquello que pedimos, es el hecho de pedirlo; que nuestro corazón
se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento a
Dios, haciéndole presente también nuestras preocupaciones y necesidades, sin
olvidar las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el
encuentro de la sed de Dios (que es su amor), con la sed del hombre, (que es su
necesidad de amor y de amar).
Que así sea.
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