Miércoles 31º del TO
Lc 14, 25-33
Queridos hermanos:
Dios, por el amor que nos tiene, busca
siempre nuestro bien y trata de elevarnos de nuestra “realidad carnal” centrada
en nuestro yo, para llevarnos al tú del amor, que es vida, restableciendo en
nuestro corazón su imagen y semejanza herida por el pecado: Amor de Dios y amor
del prójimo. “Haz esto y vivirás”.
Pero el corazón herido del hombre utiliza para sí hasta las cosas más sublimes,
y la única forma de purificar su intención profunda es a través de la negación
de sí mismo, que supone la cruz. Con la cruz acogemos lo que viene de Dios como
causa primera y negamos lo que nos encierra en nosotros mismos. Nuestro yo se
eclipsa ante el Yo del Señor del universo, rechazando toda soberbia, guiados
por el espíritu de Cristo, que se humilló hasta la muerte y una muerte de cruz.
Sólo así es posible al hombre asumir su verdad de criatura.
La vida cristiana debe reproducir en
nosotros la entrega de Cristo a la voluntad del Padre, para lo cual necesitamos
la gracia de su Espíritu, que derrame en nuestro corazón el amor de Dios. Todo
intento de entrega con nuestras solas fuerzas está condenado al fracaso, ya que
además de insignificantes, son un real impedimento. El camino del discípulo a
la purificación del corazón debe realizarse de forma progresiva, comenzando por
las capas más periféricas de su idolatría por las cosas, cuyo paradigma es el
dinero, para pasar después a conquistas más profundas, como la idolatría de las
personas, y después alcanzar al propio yo, negando hasta la propia vida. Aquí
comienza el combate por la humildad, con un progresivo vaciamiento de sí mismo.
Sólo entonces podrá recuperarse centuplicado y purificado cuanto se ha negado mediante
la obediencia, con la experiencia de que “solo Dios basta”. Esto requiere una
clara decisión vital de abandono en la palabra de Cristo, que se hace actuación
concreta en la renuncia de todos los bienes por Él y por el Evangelio. La
misma vida debe ser puesta a los pies del Señor, como un bautismo en el amor de
su nombre.
Tomar la cruz para seguir a Cristo es
aceptar su misión salvadora, poniendo la propia vida al servicio del Reino.
Odiando lo retenido como propio, se ama a Aquel de quien todo se recibe; se ama
su voluntad y su promesa. Se ama, en definitiva, la verdadera vida para poseerla
en propiedad. En el seguimiento de Cristo, las solicitaciones de la carne: los
afectos, el dinero, la propia realización, la familia etc., pueden ser
verdaderos impedimentos a la total disponibilidad de nuestra voluntad y de
nuestro tiempo, que dividen nuestro corazón y dificultan nuestra respuesta,
cada vez que se nos presentan como alternativa a la voluntad de Dios. Entonces,
el que no se odia a sí mismo con todas sus circunstancias, no puede ser
discípulo del Señor.
Nuestro amén eucarístico nos capacita para
el propio “vaciamiento” en nuestro seguimiento de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario