Domingo 1º de Adviento C

 

Domingo 1º de Adviento C 

(Jr 33, 14-16; 1Ts 3, 12-4, 2; Lc 21, 25-28.34-36)

Queridos hermanos:

En el Adviento la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la Parusía del Señor, unida al Espíritu, invocándolo: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

        En efectovienen días,” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia, terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo. Como dice la primera lectura, el Señor viene a implantar la justicia y el derecho en la tierra.

A la agitación de la naturaleza se unirá el testimonio de los fieles que, fortalecidos en la esperanza de las promesas, sobreabundando en el amor, verán confirmarse las palabras del Señor: El retorno de su “Germen justo, el Señor nuestra justicia,” nuestro Señor Jesucristo. “Verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria,” que viene a liberarlos.

El combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará sometida al espíritu; entonces la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de la venida del Señor es obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado y nada le da sosiego en su ausencia mas que el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para él insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido el Señor del triste desamor humano, busca al hombre, lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se le acerca, llenándolo de amor.  

Por el ansia con que deseamos el momento de su venida, podemos saber si amamos al Señor o si nuestra complacencia está en los ídolos de este mundo que pasa; si anhelamos la liberación del Señor o su venida es para nosotros como la de un ladrón, que viene a desposeernos de todo cuanto siendo suyo, hemos querido adueñarnos y atesoramos como propio.

Que este tiempo nos ayude a vivir en esta espera dichosa de su retorno, llena de su ausencia, para que vigilantes y amantes, le acojamos en cuanto llegue y llame.

¡Ven Señor!

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Andrés Apóstol

San Andrés Apóstol

Rm 10, 9-18; Mt 4, 18-22

Queridos hermanos:

         Con san Andrés hacemos presentes hoy a los apóstoles. Encaminado por Juan Bautista al seguimiento de Cristo, Andrés comienza en seguida a “pescar” en su propia casa y comunica lo que ha recibido a su hermano Simón, al que el Señor confiará el timón de su barca y al que llamará Pedro.

          La llamada a los primeros discípulos, en el Evangelio de san Mateo resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y también la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que debe anteponer la llamada a todo. Hemos escuchado a san Pablo decir: “El que invoque al Señor se salvará,” porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor gratuito de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión que se le confía, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe. 

            La fe surge del testimonio que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, revelándonos la Verdad del amor de Dios, en lo profundo de nuestro corazón. Si Dios comienza a ser, a estar, a vivir en nosotros, nosotros somos, estamos, vivimos en él. Nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió y resucitó por nosotros. Nuestra vida se hace así testimonio del Don recibido.  

            La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: “Seréis pescadores de hombres.” Los hombres somos, en efecto, como peces que se sacan del mar de la muerte, con el anzuelo de la cruz de Cristo, habiendo sido sumergidos por el pecado en la muerte. San Agustín dice que con los hombres, con nosotros ha ocurrido así, sucede al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es figura de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos que Cristo en el Evangelio nos invita a tomar cada día y que la Escritura y la Iglesia designan como la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios nos presenta a través de los apóstoles.

         La Eucaristía nos invita a entrar en comunión con la salvación de Cristo, invocando su Nombre, con la fe en la predicación de los apóstoles, con la Palabra y con la entrega de Cristo.

           Que así sea.

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Viernes 34º del TO

Viernes 34º del TO

Lc 21, 29-33)

Queridos hermanos:

          Hoy la liturgia tiene una mirada escatológica, a través de ambas lecturas, que es propia de este tiempo en el que finaliza el año litúrgico. El discurso de Cristo tuvo un alcance inmediato referido a la eclosión del Reino, que llega con Él, pero en los Evangelios aparece en ocasiones amalgamado con la escatología. Lo que ocurre con la visita del Señor y con el juicio, ocurre también con la irrupción del Reino; hay una primera manifestación y una definitiva.

          El Reino irrumpe humildemente con la predicación de Cristo, y sólo con la conmoción que supondrá la destrucción de Jerusalén, dejará su fase embrionaria, para explosionar, alcanzando una primera plenitud en su desarrollo, durante mil años y llegando a hacerse universal. El Apocalipsis anuncia, además, una conmoción cósmica, en la que la figura de este mundo pasará, para dar lugar a los cielos nuevos y la tierra nueva, en los que el Reino eterno de Dios alcanzará una expansión y plenitud definitiva, precedido por las señales que anuncian la cercanía del Señor en su venida gloriosa.

En la medida en que el Reino alcanza su plenitud, como veíamos ayer, este mundo se disuelve. Lo provisional da paso a lo definitivo, y al parto de los cielos y la tierra nuevos, le acompañarán los dolores del alumbramiento, como cuando se da a luz una nueva vida. En el tiempo de los frutos todo será cosechado: el bien y el mal, pero todo recibirá su paga correspondiente, como en la parábola de la cizaña.

          El abismo del mal se agitará en los cuatro puntos cardinales, sabedor de que le queda poco tiempo. Su fin se acerca, vomitando enfurecido las abominables bestias anunciadas por el profeta Daniel y por el Apocalipsis, cuyos engendros llegan hasta nuestros días.

          Comunismo, fascismo, masonería, satanismo, terrorismo, fundamentalismo, feminismo, ideología de género y otros, son signo de la agitación y efervescencia del mal, ante el advenimiento definitivo del Reino de Dios. Frente a estos monstruos necesitamos discernir.

La cizaña será reducida a cenizas y aniquilada, como la muerte, pero no perecerá ni uno solo de los cabellos de nuestra cabeza; el Señor nos resucitará y nos llevará con él, mientras pasa la figura de este mundo.

La Revelación de Dios en su Palabra nos da las claves para el discernimiento que nos permite vislumbrar en los acontecimientos la irrupción del Reino y la venida de Cristo, que está cerca, a las puertas. Se acerca nuestra liberación y con ella debe afianzarse nuestro testimonio de Jesús y nuestra vigilancia. Todas las falacias de las ideologías colapsarán sobre sus pretendidas certezas y sus seguridades se precipitarán en la más tremenda ruina. La subsistencia exigirá el discernimiento y la perseverancia de la fe.

Ante la Eucaristía, realidad sacramental, este es el horizonte que hoy se nos presenta mientras esperamos, exhalando, como dijo Juan Pablo II (Catequesis del 3-7-1991)El suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia, unido a la Iglesia: ¡Ven, Señor! “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22, 17).                                

¡Maran-atha! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Que así sea.

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Jueves 34º del TO

Jueves 34º del TO

Lc 21, 20-28

Queridos hermanos:

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, invocándolo unida al Espíritu: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra centrada en la venida del Señor está en conexión con la profecía de Malaquías: “Vendrá a su templo el Señor; será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo contaminado con la “abominación de la desolación” será arrasado y con él, Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así será en la última venida del Señor: no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor también debemos apartar el corazón de toda idolatría, no sea que la purificación traiga sobre nosotros la destrucción.

           “Vienen días,” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, llenando de “angustia, terror y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las criaturas y en las vanidades del mundo.  

A la agitación de la naturaleza seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor nuestra justicia,” nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria,” que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto para acoger al Señor y en pie lo recibirá.

Excitar el deseo de su venida es obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado y nada le da sosiego en la separación más que el esperar. Indiferente a cualquier estímulo, cualquier padecer le resulta insignificante. Su gozo es amar y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido del triste desamor, el Amor busca al amado hasta la muerte, negándose para encontrarlo. Lo llama hasta que lo encuentra, salvándolo cuando se acerca, llenando su corazón.

          ¡Ven Señor!

           Que así sea.

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Miércoles 34º del TO

Miércoles 34º del TO

Lc 21, 12-19

Queridos hermanos:

          Dios quiere que todos los hombres se salven, e inspira un testimonio final de los discípulos de Cristo, con su entrega total y con la asistencia de su Espíritu. Deberán sufrir una gran persecución del maligno, desesperado porque ve acercarse su hora fatal. Exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, el mal se volverá contra nosotros y seremos perseguidos a muerte para su propia ruina. Este será el momento de nuestro testimonio de la Verdad y de reinar con Cristo sobre nuestros enemigos, para que sean evangelizados por nuestro perdón gratuito, que reproduce el amor de Dios con nosotros y el tiempo de la misericordia divina, en busca de la salvación de los impíos.

          El Espíritu Santo será nuestra fortaleza frente a los sufrimientos, en los que seremos sostenidos para que “no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas.” Este es el momento del testimonio para el que hemos sido llamados, en el que tendremos que mostrar la fe que profesamos, de ser Dios el único sentido de nuestra vida, hacia el que tiende nuestra “esperanza dichosa,” fruto del amor que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo. Por Él podemos “odiar” esta vida y las cosas del mundo, en favor de cuantos Dios ha amado, derramando por ellos la sangre de su Hijo.

Que el amor nos mantenga vigilantes con el discernimiento de la fe, a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesianismo hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero más por su seducción hacia un engañoso bienestar y la falsa paz idolátrica. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia, para reconocer en ellas al Señor. Por último, las fuerzas del cosmos serán sacudidas y la salvación estará en perseverar.

          A la asistencia y la fortaleza del Espíritu deberá unirse la perseverancia que lleva a la victoria, posible solamente cuando la fe y el amor sostienen la osadía de la esperanza, con la paciencia, en medio de las tribulaciones. Será necesario renunciarse totalmente, permaneciendo en el don gratuito del amor de Dios y así guardarse para una vida eterna.

          Que así sea.

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Martes 34º del TO

Martes 34º del TO

Lc 21, 5-11

Queridos hermanos:

          En este martes de la última semana del año litúrgico, la profecía de Daniel nos presenta la interpretación del sentido de la historia a la luz del acontecimiento de la irrupción del Reino de Dios, que Dios revela a su pueblo a través del profeta. Lo importante no es si Nabucodonosor ha recibido esta revelación, sino que la ha recibido el pueblo de Dios y todos los pueblos de la tierra: El desvanecerse de los imperios de este mundo y el afianzarse del Reino de Dios, son   procesos simultáneos en el devenir de la historia. Cuando la última de las potencias haya sido pulverizada, “la semilla del Reino” alcanzará la plenitud de su desarrollo.  

          Aunque todos los signos que describe el Evangelio se pueden considerar ya cumplidos antes de la caída de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, dando paso a la irrupción del Reino en Cristo, hoy se continúa proyectando su luz, entorno a su instauración definitiva en la Parusía, hacia la cual tiende toda la esperanza cristiana y también la   creación entera.    

          Hay “preguntas equivocadas” como ésta de hoy, a las que Cristo se niega a responder en el Evangelio: ¿Cuándo sucederá esto, Señor? Es precisamente la incertidumbre del momento, la que debe proveer sabiduría, a la vigilancia incesante que brota del amor. Además, en cada generación, la persecución y la seducción se harán presentes, ya sea externa o internamente y hay que estar preparados.

          El Señor con esta palabra nos recuerda la provisionalidad de las realidades terrenas que debe dar paso a las definitivas con la venida del Señor. Poner el corazón en lo pasajero es, además de una forma de idolatría, una necedad que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, por el contrario, nos ayuda a trascendernos en el Señor, la roca firme, para recibir de él fortaleza ante los acontecimientos y discernimiento ante los falsos mesías y profetas que tratarán de seducir a muchos.

          Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos han surgido y existen en nuestros días, que se arrogan la identidad cristiana. También antes de la destrucción de Jerusalén aparecieron los falsos mesías, respecto a los cuales previno el Señor diciendo: “no les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia sin escandalizaros de sus defectos y de sus excesos; de sus manchas y de sus arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia que llevará consigo la contradicción de mi nombre, viene a decirnos el Señor.

          Qué grande es la bondad del Señor, que antes de que nos sorprenda el mal irremediable, permite males menores, aunque pueden ser grandes, e incluso globales, para prevenirnos y hacernos reaccionar. "Ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo alforja, y el que no tenga, que venda su manto y se compre una espada" (Lc 22, 36). “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.”

          El amor nos mantiene vigilantes con el discernimiento de la fe y de la esperanza y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesianismo hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica, si es que tenemos discernimiento para ver las trampas del “mentiroso y padre de la mentira”. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más, la seducción diabólica hacia un engañoso “estado de bienestar,” de “paz y seguridad,” confiando ilusoriamente en una “calidad de vida sostenible” y en una falsa ideología de pretendido progresismo, que conducen al abismo. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer al Señor en los acontecimientos y para resistir ante el tentador y camaleónico embustero y sus encendidos dardos.

          Que el Señor nos conceda en la Eucaristía, unirnos al esperanzado grito de la Iglesia “¡Maran atha!” ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

          Que así sea.

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Lunes 34º del TO

Lunes 34º del TO       

Lc 21, 1-4

 Queridos hermanos:

          La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, siendo Dios mismo quien se constituye su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe. “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5); la acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados, y haberse ejercitado en toda clase de buenas obras (1Tm 5, 10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere invitarnos hoy la palabra presentándonos a esta viuda.

          Si cabeza de la mujer es su esposo como dice san Pablo, a la Iglesia, teniendo a Cristo, su cabeza, en el cielo, puede atribuírsele justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, que vive abandonada en su Señor confiando plenamente en él. El peligro está en tratar de sustituir en su corazón al Esposo por el “marido” (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir al Señor, por el dinero. Sólo el Señor es necesario para vivir. Ni siquiera la comida es tan necesaria. Santa Catalina de Siena no comía y no se moría por eso. Sólo Dios basta, como dirá santa Teresa.

          La viuda del Evangelio opta por el Señor que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida, mientras otros entregan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; ella da cuanto necesita, mientras ellos parte de sus sobras; si Dios provee para ella todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida, en caso contrario, comenzará a vivir eternamente en el Señor. Es mejor la precariedad que supone el confiar en Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia de bienes. La palabra de Dios hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.

          Sólo en Dios está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría, es saber vivir pendientes de su voluntad abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes, la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, mientras lo reservado para uno mismo se corrompe.

          Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se dé. Ya desde el Antiguo Testamento, la promesa de la vida se hace al amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; con todo el ser.

          Lo importante es confiar en el Señor sirviendo a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente la recompensa, siendo Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de esta viuda está, no en dar mucho o poco, sino en darse por entero; en hacer de la vida, un don.

          Que el don total de sí que Cristo nos ofrece en la Eucaristía encuentre en nosotros la correspondencia de la fe.

          Que así sea.

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Domingo 34º del TO B Jesucristo Rey del Universo

Domingo 34º del TO B Jesucristo Rey del Universo.

(Dn 7, 13-14; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37)

Queridos hermanos :

          Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la que terminamos siempre el año litúrgico, recapitulando todo en Cristo, por quien y para quien todo fue hecho.

          Para conmemorar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en el Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión.

          Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado? En dar testimonio con su vida de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

          Y ¿cómo ha dado ese testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Ese es nuestro Dios y nuestro Rey.

          Dios no ha querido permanecer alejado del pueblo que ha creado, formado y bendecido, sino que ha querido ser su sabiduría, su guía y su defensa; ha querido ser su rey. Por su parte, el pueblo en tiempos de Samuel ha querido asimilarse a los pueblos vecinos y ha pedido un rey. Dios ha dicho entonces a Samuel: «Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos». El pueblo irá comprendiendo a lo largo de su historia, los inconvenientes de seguir los impulsos libertarios, progresistas y cosmopolitas de su corazón, cambiando el yugo del Señor por el de los hombres. Sólo con David el pueblo parece haber alcanzado la grandeza humana del reino, que no deja de ser tan fugaz como la vida misma de una generación.

Siendo así el reino de los hombres, el corazón del pueblo retorna al añorado reinado teocrático alentado por los profetas, motivo central del Nuevo Testamento en boca del Precursor: “El Reino de Dios está cerca”, manifestándose de forma progresiva en el Señor: “El Reino de Dios ha llegado; está en medio, dentro de vosotros.” Buena Nueva para los pobres de espíritu, perseguidos por causa de la justicia, que claman al Señor día y noche: “Venga tu Reino y su justicia”, como prioridad absoluta de vida en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada por Cristo y trasmitida por sus enviados, en medio de la persecución del reino de este mundo, instigada por el diablo, que será precipitado como un rayo, de su encumbramiento en el corazón de los hombres.

          Para hacer volver a sí el corazón de su pueblo, Dios, según la palabra dada al profeta Ezequiel, tendrá que darles en Cristo “un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” Un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu, que lo haga “pequeño” como un niño, para poder franquear la entrada estrecha de su Reino. La predicación de Cristo comenzará, pues, diciendo: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado.” Dios, en Cristo, quiere que el corazón del hombre vuelva a Él para su bien, sacándolo de la seducción del reino autónomo, emancipado y progresista, de este mundo y del yugo de su príncipe el diablo. “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.  Pero la predicación de Cristo, como semilla sembrada en el corazón de su pueblo, no sólo no ha sido escuchada, sino que a la pregunta de Pilato «¿A vuestro rey voy a crucificar?» Replicarán los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César.» En efecto, también el enemigo ha ido sembrando su cizaña, que sólo el día de la siega será separada y quemada. La semilla divina sembrada en la humildad de nuestra carne crecerá por virtud de su potencia y se propagará por su gracia, mostrando la grandeza de su valor en quienes la posean.

          Este reino que salta con Cristo resucitado a la gloria del Padre, permanece aquí como puerta abierta, acogiendo en su seno nuevos hijos, a quienes la Iglesia, guardiana de sus llaves, abre su acceso, como administradora de la justicia y la misericordia divinas, a lo largo de toda la jornada humana, en la que muchos últimos adelantan a primeros, mientras es anunciado en el mundo entero el Evangelio, hasta ser arrebatada toda ella por el Rey en su regreso glorioso, cuando sus hijos reciban la herencia del Reino preparado para ellos desde la creación del mundo.

          Cuando Cristo fue anunciado como rey por los magos de Oriente, fue perseguido por Herodes; cuando fue aclamado rey por los niños de Jerusalén, fue reprendido por los sacerdotes, pero cuando fue presentado como rey por Pilato, fue coronado de espinas y crucificado, siendo rechazada la realeza de su testimonio de la Verdad del amor de Dios. El amor de Cristo, visible en sus obras, da testimonio de que el amor del Padre es verdad en él: “Las obras que hago dan testimonio de mi” (Jn 10, 25). Sólo su victoria sobre la muerte testificará la veracidad de su testimonio: ¡Dios es amor!, mostrando la falsedad de la insinuación del diablo (Ge 3, 4-5). Nosotros somos llamados a testificar la realeza de Cristo con nuestro amor, más que con palabras: “No amemos de palabra ni de boca sino con obras y según la verdad. En esto conocemos que somos de la verdad” (1Jn 3, 19). Los mártires han testificado a Cristo gritando: ¡Viva Cristo rey!”, pero más aún amando y perdonando a sus asesinos como Cristo mismo.

          Cristo quiere que su Reino sea acogido por la fe y no por el interés: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.” Quiere que reconozcamos su testimonio como Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel»; quiere que entremos en su Reino, como el ladrón crucificado con él: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»; que los hombres sean colocados a la derecha por el Rey para que escuchen la gloriosa sentencia: “Venid benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 33º del TO

Sábado 33º del TO

Lc 20, 27-40

Queridos hermanos:

          Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cual tenemos por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo, en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten, porque “la fe no es de todos”, como decía san Pablo. No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc); el Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena,” en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así podremos alcanzar a ser dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero en el que no existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino solamente los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en comunión con los santos, en una unión virginal con el Señor, que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

          Dios creó a los ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con él en la creación de otros hombres transmitiendo la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llamar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “Muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), y para eso, lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear y seremos como ángeles en los cielos.

          Ahora, mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo, que nos ha amado y consolado gratuitamente. Él nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.

          Por la fe vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida y está operante en nosotros, pero que recibiremos en plenitud en la Resurrección, que la Caridad visibiliza como garantía de la vida nueva recibida de Cristo por la efusión del Espíritu en nuestros corazones y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos.”

          Que así sea.

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Viernes 33º del TO

Viernes 33º del TO 

(Lc 19, 45-48)

Queridos hermanos:

          En el Evangelio de hoy vemos a Jesús visitar el templo muy diversamente a como lo hace en otras ocasiones, mostrando un celo (Sal 69, 10) y una autoridad muy particulares. Esa es la autoridad que perciben los judíos en Jesús y que no quieren reconocerle. El Señor viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad; es el día de su “visita;” se hace presente el juicio empezando por la casa de Dios; se ha agotado el tiempo del templo y de la higuera, como se agotará el tiempo de toda la creación incluida la humanidad misma. Es el Señor quien visita para pedir cuentas y hay que presentar fruto; es el tiempo del juicio; ya no es “tiempo de higos,” de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Jesús anticipa proféticamente su visita al templo y a la higuera, como lo hizo de su “hora” en Caná de Galilea. Sucede con la higuera lo que ocurrirá con el templo, en el que el Señor no encuentra fruto de trato con Dios, sino idolatría del dinero, negocio e interés: El templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el día de su visita”; ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá ya fruto de él.

          Ya el profeta Malaquías lo había anunciado cuando dijo: “Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis; ¿quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata (cf. Ml 3, 1-3). Los saduceos se habían adueñado del culto y del templo, y se aprovechaban obligando a que todas las transacciones para los sacrificios se hicieran con su propia moneda provocando la presencia de los cambistas, el mercado de animales para el sacrificio y el negocio.

          El Templo, como lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo, resultado del proceso de acercamiento de Dios a su pueblo, para recibir de él un culto grato a sus ojos, que es además la seguridad y la fortaleza de su corazón, acogerá para la oración a todos los pueblos (Is 56,7). Pero el Señor no está dispuesto a compartir su culto con la idolatría del corazón, convirtiéndolo en un ritualismo externo, impío y perverso, sin contenido verdadero alguno. Esta idolatría, “cueva de bandidos” fustigada ya por Jeremías (Jr 7, 11), fue la causa de que quedara antiguamente abandonada su morada en Siló y lo será, de que sea destruido el templo de Jerusalén en tiempos de Jeremías y definitivamente después de Cristo.

          Los sacerdotes y sus escribas no soportan que Jesús fustigue su corrupción; no se detendrán hasta eliminarlo, como hizo siempre Israel persiguiendo a los profetas en lugar de convertirse. Cuestionan su autoridad en lugar de convertirse de su infidelidad, por lo que será abandonado el templo definitivamente, siendo entregado, ya vacío, a la destrucción: “El velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo" (Mc 15, 38). El santo de los santos ya no tenía nada que guardar, ni el velo nada que velar. Lo escuchamos en el Evangelio: “Vuestra casa quedará desierta.” Dios se había preparado ya un nuevo templo en Cristo y en la Iglesia, que es su cuerpo, con piedras vivas. “Casa de oración para todos los pueblos”, según la universalización del culto ya anunciada por Isaías (Is 56, 7).

          El templo y la presencia de Dios pasan de la figura a la realidad en Cristo: Dios está con nosotros; su cuerpo, verdadero templo, hace presente a Dios en el mundo, en la Iglesia, en quien habita el Espíritu Santo por la fe.

          Este verdadero templo se fundamenta por la predicación del Evangelio de Cristo, se edifica por la caridad y los sacramentos y se destruye por el pecado. Cuando se profana por la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo porque “le devora el celo por su casa”: “Quién resistirá el día de su venida”, como dijo Malaquías.

          De la misma manera, en el nuevo templo del corazón del hombre, se hará presente el celo del Señor por su casa, para purificarlo de toda idolatría y poder hacer en él su morada.

          Que así sea

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Jueves 33º del TO

Jueves 33º del TO

Lc 19, 41-44

Queridos hermanos:

          Como veíamos el otro día en el Evangelio de la expulsión de los vendedores del templo, el día de la “visita” de Jerusalén era el día de su juicio, que debía comenzar por la Casa de Dios. El Señor (Ml 3,1)  no encuentra fruto en el templo ni conversión en Jerusalén; el Señor es rechazado, expulsado de la ciudad, crucificado y la presencia de Dios abandona el templo, rasgándose en dos el velo del Santuario de arriba abajo, desde lo alto (Mt 27, 51). Según una tradición judía, ante la muerte de un hijo, el padre rasgaba sus vestiduras. El templo vacío y sin fruto se secará como la higuera (Mt 21, 18) y quedará en manos de los demonios que lo destruirán junto con la ciudad, como hemos escuchado en el Evangelio: «Tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.»

          Pero el Señor tenía designios de paz para su pueblo, como también hoy cuando se acerca a nosotros con entrañas de misericordia llamándonos a conversión; quizá tendrá que llorar sobre alguno de nosotros porque ve lo que nos espera si no nos convertimos: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz!: Sellaré un pacto en su favor aquel día; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y los haré reposar en seguro. Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos.” Así ocurre a los que acuden a los ídolos: “Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen; no comprenden en su corazón, no se convierten, y no son curados.” Pero como dijo Orígenes, (Lucam hom. 38): Yo no niego que aquella Jerusalén fuese destruida por los pecados de sus habitantes; pero os pregunto si estas lágrimas han sido vertidas también sobre vuestra Jerusalén. Cuando alguno peca después de participar de los misterios de la verdad, se llorará por él; pero no por ningún gentil, sino sólo por aquel que perteneció a Jerusalén y después la abandonó.

          Ahora es el tiempo favorable. ¡Volved a mí, hijos apóstatas! Deje el malo su camino y vuelva al Señor, que ahora es tiempo de misericordia. Ya el segador recibe su salario y recoge fruto para vida eterna. Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros. Veréis lo que haré con vosotros: me daréis gracias a boca llena. Bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos. Yo le doy gracias en mi cautiverio; anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador.

          Que así sea.

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Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO 

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

          Ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige hoy una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

          La palabra de este día nos presenta el sentido de la vida como un tiempo de misión, para recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios que recibimos por la efusión de su Espíritu. El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual, según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el Señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, según el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”.

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio, el pecado como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde los orígenes, como vemos en el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto debe ser amputado, para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena.

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra de no ser conscientes de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando en nosotros la conciencia de nuestras faltas, en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Ya dice san Juan que: “El amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor, con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo.” Es la actividad constante del amor que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

           Que así sea.

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Martes 33º del TO

Martes 33º del TO 

(Lc 19, 1-10)                                                            

Queridos hermanos:

          El Evangelio nos habla de Jericó, figura del mundo, en el que se encuentra el hombre necesitado de salvación, mientras que Jerusalén, es figura del cielo, donde se encuentra la presencia de Dios.

          El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó, se detiene para curar a Bartimeo, como veíamos ayer, mostrando a todos los que le siguen su fe; hoy, se adentra en Jericó, al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el amor no desespera nunca de la salvación de nadie.

          Ayer vimos a un pobre ciego encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios, y hoy, a un hombre rico y de pequeña estatura, acoger la salvación en su casa; hemos visto a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador, alegrar a los ángeles de Dios.      

          Natanael, el “judío en quien no hay engaño,” es visto debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol, pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo son amados y conocidos por su nombre de vivos, mientras que aquel “rico epulón” de la parábola, permanece en el abismo de la muerte y su nombre es ignorado. Sólo queda recuerdo de sus vicios.

          Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret; conoce su pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que está actuando en él le hace correr y subirse al sicómoro, para que Cristo salga a su encuentro, llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo, al sentirse llamado, conocido, y amado por Dios. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con Zaqueo; también la cruz del Salvador, de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta, como la higuera, a los que creen en Él, dice San Beda.  

          También como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente (puesto en pie) profesión de su fe, mostrándola con sus obras, como dice Santiago (St 2, 18): “Daré -dice- la mitad de mis bienes a los pobres” y restituiré cuatro veces lo defraudado. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación de Zaqueo, ha entrado en su casa.

          Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre incrédula que les dificulta el acudir a él; uno gritando y el otro corriendo y subiéndose al árbol. La multitud que no cree, en este caso, murmura de Cristo y en el otro, trata de hacer callar al ciego.

          El pecador es buscado con compasión y paciencia, siendo encontrado por la misericordia de Dios, para la que no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.

          El Evangelio de hoy nos muestra que Dios no se contenta con esperar que volvamos a él, sino que él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos a él, para salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.

          Así nos busca hoy a nosotros el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer así nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y celebrar Pascua con él.

 

          Que así sea

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Lunes 33º del TO

Lunes 33º del TO 

(Lc 18, 35-43)

Queridos hermanos:

El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó,” nuestro viejo compañero en el camino de la fe. San Marcos le llama Bartimeo, que invoca a Jesús como Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. Aparece sentado, incapaz de caminar, y el Camino mismo viene a su encuentro impulsándolo a seguirlo.

Es digno de considerarse cómo un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos, precisamente por haber tenido la gracia de discernir en Jesús de Nazaret al Cristo de Dios, siendo su fe un ejemplo para la Iglesia y para todos nosotros. El Evangelio nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad, para edificación nuestra.

Este ciego, que es además pobre y mendigo, ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, a un discernimiento del que carecen los sacerdotes, escribas y fariseos de su tiempo, que incluso el mismo Pedro, ha tenido que recibir directamente del Padre celestial: “Jesús de Nazaret es el Mesías; el Hijo de Dios vivo”, a quien las Escrituras señalan como: “Hijo de David,” siendo de todos conocido, que, en su venida, daría la vista a los ciegos.

He aquí un ciego que ve; un pobre mendigo que ha encontrado el “tesoro escondido” y quiere registrarlo en propiedad; un ignorante que conoce la verdad de la Vida y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama instruyendo a los doctos. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén. He aquí a un ciego, que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como en otro tiempo Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un pobre que enriquece a los potentados.

Ha llegado el momento de proclamar su fe, como dice san Cirilo: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor).

No en balde Jesús le deja seguir gritando con insistencia, como a los niños de Jerusalén y como a sus elegidos que están clamando a él día y noche. Está profetizando, proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, le hace esperar, porque con sus clamores está salvando al mundo, proclamando la fe que trae la salvación: “Todo el pueblo al verlo, alabó a Dios.” Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!, y Jesús viene a responderle: ¿Qué quieres que haga por ti, si ya has alcanzado "el Reino de Dios y su justicia?", ¿qué quieres "por añadidura?" Todo se te puede dar. "Recobra la vista" ya que así lo deseas, pero es "tu fe" la que "te ha salvado."

Ha llegado también el momento de "dejar" la seguridad que le ofrece "su manto," según nos narra el Evangelio de Marcos, de seguir al Señor a la Jerusalén de arriba; a Cristo, que es el Camino a la casa del Padre. Superada la etapa de la “humildad,” gritando al Señor; ha superado también la etapa de la “simplicidad” proclamando su fe y, por fin, ha llegado el momento de entrar en la “alabanza” de los elegidos: “Y le seguía glorificando a Dios.”

A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres; ignorantes y mendigos, si es que hacemos propia la fe de Bartimeo.

         Que así sea.

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Domingo 33º del TO

Domingo 33º del TO B 

(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32).

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, con la preparación cósmica del acontecimiento, decisivo para toda la creación.

Todas las generaciones de la Iglesia han pensado que la venida del Señor era inminente, y podemos creer que se equivocaron porque seguimos esperando, pero no es así. Es el Espíritu quien suscita en la Iglesia esta tensión, generación tras generación, para ayudarla a vivir sin poner su seguridad en este mundo que pasa y poner su confianza en el Señor. Lo importante no es que el Señor venga ahora o que tengamos que esperar todavía, sino el mantener esta tensión y esta esperanza propias del amor, que iluminen las tinieblas de este mundo.

Con el nacimiento de los cielos y tierra nuevos, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas y la angustia se apoderará de los que se apoyan en ellas. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo, ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!

El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado, que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa, pero cargada de esperanza en medio de los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con Él para siempre; ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, cuando se colmen las ansias de su corazón.

Sabemos que hay distintas venidas del Señor precedidas de una preparación, con señales anunciadoras, pero lo importante es que viene el Señor. Para el discernimiento de estas señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia, alcanzando la salvación. El fuego del Espíritu impulsa a los fieles a no permanecer inactivos aguardando la venida del Señor, impulsando en ellos el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).

Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “Pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.

          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento. “Cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a Él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los que hayan sido justificados serán “elegidos,” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales, fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).

          Este es un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que quiere que todos los hombres se salven, tiempo de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor. Tengamos presente que tan grande como la misericordia del Señor es su justicia, que habrá un juicio sin misericordia, según las palabras de Santiago, para quien, no habiendo acogido el don gratuito de la misericordia, no practicó la misericordia.

          Este final es, en realidad, el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo. 

          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 32º del TO

Sábado 32º del TO

Lc 18, 1-8

Queridos hermanos.

          Hoy la palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar esto quiere decir, que no hay otra posibilidad alternativa de vida cristiana que permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca, cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque, como nos dice la parábola, en la vida cristiana se realiza un combate que debe durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del hombre”, cuando venga a hacer justicia; mientras tanto, el adversario, no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

          Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se prepara para conquistarla, la figura de este adversario es Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra; para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés, mientras combate sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda, figura de la Iglesia, necesita de la constancia en la súplica ante el juez como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión poderosa de Dios, mientras dura el tiempo establecido por él para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Dios, que escucha siempre la oración, hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

          Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, ya nos pone sobre aviso acerca de que el combate nos acompañará toda la vida; entonces se le quitará todo poder al Adversario. Sólo entonces, el combate no será ya necesario.

          Una tal oración implica una fe en consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? ¿Una fe que haga que sus elegidos estén clamando a Él día y noche?

          El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a él día y noche, como hace esperar al ciego de Jericó, Bartimeo, porque con su clamor hacen presente a Cristo, testificando con su fe, el amor de Dios a cuantos les rodean.

          La oración garantiza la victoria; la fe hace posible la oración. En la oración no son necesarias muchas palabras, pero sí constancia en la actitud del corazón, cercanía y unión amorosa con el Señor, que descubriendo la propia precariedad, confía plenamente en él. Más importante que aquello que pedimos, es el hecho de pedirlo; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento a Dios, haciéndole presente también nuestras preocupaciones y necesidades, sin olvidar las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios (que es su amor), con la sed del hombre, (que es su necesidad de amor y de amar).

          Que así sea.

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