Miércoles 22º del TO
Lc 4, 38-44
El Señor se ha acercado a nosotros, postrados en el lecho de nuestra impotencia e impedidos por la fiebre, y nos ha tomado de la mano, levantándonos para el servicio de la comunidad. Sus manos clavadas han dado vida a las nuestras consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados para permanecer en pie y testificar la Verdad que se nos ha manifestado. La fe y la esperanza de la hemorroísa tocaron a Cristo para alcanzar su curación, y hoy la caridad de Cristo toma la mano de la enferma para restablecerla. Él, que iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los que estaban sometidos al dominio del mal.
Como
la suegra de Pedro, también los que acogen el testimonio de los enviados, son
constituidos anunciadores de lo que han recibido, incorporándose al servicio de
la comunidad en el amor: La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del
Padre y la comunión del Espíritu Santo, van así impregnando los tejidos de la
humanidad, que se encamina a la realización definitiva de su vocación universal
al Amor.
Como dice Job, la vida es una misión y
un servicio. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio,
un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como
la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en un
progresar en el “conocimiento” de Dios a través de nuestra entrega al prójimo,
porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en racimo comunitario.
Saliendo del ámbito de nuestro yo, de la posesión, y encontrando a los demás
que nos entornan, mediante nuestra entrega, vamos progresando en nuestra
ascensión amorosa, hasta alcanzar al Yo, Señor del universo, que se nos ha
manifestado en Cristo.
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