Lunes 25º del TO
(Lc 8, 16-18)
Queridos hermanos:
Dios envía su palabra a realizar una misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de su amor, uniéndonos a su misión salvadora, enviándonos: “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros.”
Cristo es la luz del Padre que ha sido
encendida como lámpara sobre el candelero de la cruz, para iluminar las
tinieblas del mundo. Dice el Señor “atended
a lo que escucháis,” porque se puede despreciar el don de Dios que es Cristo y
hacer vana la gracia que nos salva. Como dice Abrahán al rico epulón: “Tienen a Moisés y los profetas; que les
oigan” (Lc 16, 29).
“Dios es
luz, en el no hay tiniebla alguna,”
y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo. Cristo mismo ha dicho “yo soy la luz,” y esta luz, Dios la
ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos
iluminados por la fe y podamos recibirla en nuestros corazones, para que
también nosotros podamos llevarla al mundo.
Esta luz que es Cristo, luz de Dios,
amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y
defendida para que fructifique en nosotros, por eso dice el Evangelio que al
que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le
ofrecía gratuitamente, hasta lo que tenga se le quitará. El Padre ha encendido
en Cristo su luz, para que él la encienda en nosotros y nosotros en el mundo,
de manera que huyan las tinieblas y el mundo sea iluminado. Una luz que no
ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como
la sal que no sala o el talento que se entierra, y está destinada a permanecer
eternamente en tinieblas: “Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”
Para entender ésto, basta recordar
nuestra condición personal que implica libertad, y condiciona nuestra capacidad
de amar, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que
hemos sido elegidos antes de la creación, destinándonos a ser santos en su
presencia por el amor, ya que si nos amamos, Dios permanece en nosotros y
nosotros en Dios.
Toda respuesta cristiana a esta
llamada es, por tanto, una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que
participa toda la creación. Verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su
amor, con el que nos amó en Jesucristo. Cuando todo llegue a su fin y sólo
permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de
Dios eternamente.
En
la Eucaristía nos unimos sacramentalmente a la carne de Cristo que está en
comunión con la voluntad de Dios y es vida para el mundo.
Que así sea.
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