Viernes 25º del TO
Lc 9, 18-22
Queridos hermanos:
En
esta palabra el Padre revela a Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la
Iglesia, y Cristo le revela su propia misión de siervo, en cuya entrega se
complace el Padre: “Era necesario que el
Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”.
Jesús
de Nazaret, el maestro, tendrá que asumir el rechazo y morir. Se trata de algo
terrible, pero que tiene su verdadero sentido en la pregunta que Jesús hace a
sus discípulos: “¿Quién es el Hijo del
hombre?" Que un hombre sea rechazado y muera, puede ser relativamente
intrascendente, pero que éste sea el
Cristo de Dios, el Siervo que carga sobre sí las culpas de todos, el Hijo
amado en quien el Padre se complace, el Hijo de Dios vivo, tiene una
importancia capital, porque manifiesta la voluntad amorosa de Dios, respecto al
hombre que se ha separado de Él; que ha entrado en la muerte sin remedio (cf.
Ge 2, 17). La misma trascendencia que su muerte, tiene su resurrección, por la
que Dios manifiesta que ha aceptado su entrega en favor nuestro. Lázaro, el
hijo de la viuda de Naín, y la hija del funcionario, resucitaron sin que su
resurrección trascendiera para nada en la totalidad de la historia humana.
Sólo
después de ser revelada a los discípulos a través de Pedro la fe en Cristo, el
Señor les anunciará su misión. Para llegar a su gloria, el Mesías deberá
primero beber del torrente, cuando
apure hasta las heces el cáliz del Señor, llevando así a su plenitud “el año de gracia del Señor“. La gracia
del Señor no es algo melifluo e intrascendente, sino la razón que lleva al
Cristo a asumir en su carne el “día de venganza de nuestro Dios” anunciado por Isaías.
El
hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto
negación, de cruz y de inmolación, y es un fruto del Espíritu derramado en el
discípulo, por la fe, que es causa de salvación y testimonio de vida eterna.
Querer guardarse a sí mismo, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio,
por causa de la incredulidad. Acoger a Cristo, que es la Vida, es sumergirse en
la fuente de su gracia, mediante el Bautismo, para hacerse uno con Él.
“Elige la vida”, dice la escritura (Dt
30, 15-20), mientras que Cristo en el Evangelio, habla de perderla; la vida a
elegir es Dios, que se nos ha hecho accesible en Cristo, que es la Resurrección
y la Vida, y por esa vida somos invitados a perder la nuestra: “el que pierda su vida por mí, la salvará
para una vida eterna.” Cristo es el camino, la verdad y la vida, por eso,
seguirlo a él es elegir la vida, y dejarlo por guardarse a sí mismo, es elegir
la muerte, ineludible a la naturaleza caída de la condición humana, a la que el
hombre viejo es conducido con sus concupiscencias y pecados.
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