Martes 24º del TO
Lc 7, 11-17
Queridos hermanos:
El Señor va anunciando
el reino, suscitando la fe que salva, y para ello realiza signos que llamen a acogerla,
y que hacen inexcusables de su incredulidad a cuantos le siguen y los
contemplan.
El Señor se compadece de la viuda, del dolor de una madre por su hijo, pero sobre todo de la miseria humana, por la que su pueblo y el mundo entero gimen bajo la tiranía del diablo, y la esclavitud del pecado y de la muerte eterna que los atenaza, sin que haya quien los libre.
Por la fe se aferra la
vida, y la muerte queda vencida, porque es derrotado el diablo que la introdujo
en el mundo. La precariedad de la existencia humana, ansía la plenitud de la
vida que es Dios y sólo en Cristo alcanza consistencia y se hace perdurable. He
aquí el enviado de Dios.
Lo que para el mundo es
muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz
del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo
espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que
lo disipe. Tanto el hijo de la viuda de Naín, como la hija del archisinagogo y
el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía
de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo y la fe que brotó en sus
corazones. Este es el testimonio de los signos de Cristo.
No nos basta, por
tanto, que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír
hablar de él, es necesario tener un encuentro personal con él, mediante la fe,
en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de
Dios que se revela.
Postrarse ante él, que
se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso
es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a
la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, y la
incredulidad) que impide volverse a Dios y acoger su misericordia.
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