Jueves 23º del TO
Lc 6, 27-38
Queridos hermanos:
El Señor nos invita hoy
a vivir de acuerdo a lo que hemos recibido. Nosotros hemos sido amados con esta
perfección divina cuando éramos pecadores y enemigos de Dios, y si hemos
acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario,
podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal
penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal. Alguien
dijo: No daña todo lo que duele, pero lo que daña, duele profundamente.
En el libro del
Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los
malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y también san Pablo dice:
“Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni
ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1Co 6, 9-10). Pero añade: “Y tales fuisteis algunos de
vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido
llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida,
con nuestra justicia: “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados,
habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de
nuestro Dios.”
Dice San Agustín
comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos
para recibir el auxilio del Señor, son las sagradas escrituras. En esta palabra
podemos decir que hemos alcanzado su cima más alta, hasta llegar al cielo del
amor de Dios. Por este amor, podemos llegar a odiar la propia vida y a amar a
quien nos odia.
Este amor es
sobrenatural; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san
Pablo, que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor
espiritual, es necesario odiar la propia carne, como dice el Señor en el
Evangelio: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a
su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida,
no puede ser discípulo mío.»
En Cristo hemos sido
amados así, y de Él podemos recibir su Espíritu que nos hace hijos de su
Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos.
Aquello de: “sed santos porque yo, Yahvé,
vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), ahora se transforma en: “Sed perfectos
porque es perfecto vuestro Padre celestial"; porque habéis recibido su
naturaleza, y sois sus hijos.
Ya que ningún mérito
hemos tenido para ser amados así, merezcamos amando a quienes no lo merecen,
para que puedan amar y merecer también ellos.
La
perfección del amor de Dios está en que ama también a malvados y pecadores,
haciendo salir su sol sobre buenos y malos, y mandando la lluvia también sobre
los pecadores. Esta es la perfección a la que llama a sus discípulos dándoles
su Espíritu Santo que los hace hijos: “Amad a vuestros enemigos, haced el
bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os
calumnian.” Este es el espíritu que vemos en David, un hombre según el
corazón de Dios. El amor de los discípulos no puede ser igual al de escribas y
fariseos, publicanos y pecadores, después de haber sido amados así por Cristo,
y recibido su espíritu.
Desde
el hombre terreno y carnal al celestial, hay un camino que recorrer, que se inicia
con la fe, y se culmina con la fidelidad a Cristo.
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