Martes 26º del TO

Martes 26º del TO

Lc 9, 51-56

Queridos hermanos:

El Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, es la respuesta del Padre al rechazo del hombre, para salvarlo de la muerte del pecado, asumiéndolo en la cruz para perdonarlo y destruir la muerte. Misericordia del Padre y mansedumbre del Hijo, en las que Cristo educa a sus discípulos para enviarlos al mundo a perpetuar su misión salvadora.

El Evangelio nos muestra al Señor preparando a sus discípulos antes de enviarlos en misión, en la que no faltarán los rechazos de los hombres. Si el maestro ha sido rechazado, lo serán también sus discípulos. Cuando reciban el Espíritu, entenderán lo que ahora ven en su maestro. No son llamados y enviados a hacer justicia, sino a mostrar la misericordia de Dios que ellos mismos han experimentado. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Si la misión de Cristo es proclamar el “año de gracia” y de misericordia, sus discípulos deben ser empapados en el espíritu de su maestro, para propagarlo hasta los confines de la tierra. Dice el Evangelio que el discípulo, a imagen del Maestro, es llamado a hacerse pequeño y a vivir abandonado a la voluntad de Dios. Cristo sabe muy bien que la voluntad salvadora y amorosa del Padre respecto de los hombres, pasa por su anonadamiento total y comparte con Él este espíritu de amor. Como dice un añadido del Evangelio: “él Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos”. Si hasta su propio pueblo lo va a rechazar entregándolo a sus enemigos, cuánto más unos samaritanos.

Los discípulos son lentos y duros para captar este espíritu de gracia y de misericordia de su maestro y tienen que ser corregidos como aquellos “hijos de Sarvia” (2S 16,10), en espera de la efusión del Espíritu. Cuando sean enviados, serán espectadores de la actuación del Espíritu que habrán recibido como hombres nuevos. Entonces fructificarán las palabras del Señor y sus ejemplos serán su guía en su vida nueva.

Acoger a Cristo es acoger la salvación y rechazarlo es permanecer en la condenación del pecado. Nuestra llamada a la Iglesia es una misión; una incorporación al “año de gracia” al que ha sido enviado Cristo.

Como en el Jordán, el Espíritu se cierne sobre nuestras cabezas para ungirnos y enviarnos a sanar los corazones afligidos y anunciar a los pobres la “buena nueva”, pero para descender, necesita que nuestra respuesta sea como la de la Virgen María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Que así sea.

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Lunes 26º del TO

Lunes 26º del TO

Lc 9, 46-50

Queridos hermanos:

          Que Dios haya elegido el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es sólo cuestión de obediencia, de imitar a Cristo, o de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda o se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse por el otro, como ha hecho Cristo por nosotros. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amor.” Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros, que tenemos tanto por qué abajarnos, decía san Juan de Ávila.

          El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como criaturas ante el creador. El que se hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad y, en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede encontrar vida.

          El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo, que se abandona en sus manos y se entrega por nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.

          Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación, le parece absurda. En cambio, por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma,” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el amor de Dios.

          Que así sea.

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Domingo 26º del TO B

Domingo 26º del TO B 

(Nm 11, 25-29; St 5, 1-6; Mc 9, 38-48)

Queridos hermanos:

Dios quiere la salvación y la Vida del hombre, que en su libertad tiene enemigos que se le oponen y, por su concupiscencia, debilidades que lo limitan y hacen necesaria la ayuda de Dios, que lo ama, y le proporciona auxilio con sus enviados, con las gracias de sus palabras y sus acciones, que el hombre debe acoger y defender, para resistir el combate y el sufrimiento que le proporciona. Empleando el simbolismo del Evangelio, el hombre debe fortalecerse con la sal, capacidad de sufrimiento de la que le provee la cruz, frente al fuego del sufrimiento y los tropiezos que el enemigo, el mundo y la carne le oponen.

El Reino de Dios está donde está el Espíritu, que se hace notorio por las obras que realiza en los que lo reciben. Como ocurre a los ancianos de la primera lectura, no son las estructuras externas las que hacen al profeta, sino la elección libre de Dios con el don de su Espíritu. Para recibir el Espíritu se necesita la fe, como don de Dios que el hombre debe aceptar y defender frente a la seducción del mal, que le pone tropiezos (escándalos), para hacerlo caer en la iniquidad. Es entonces cuando se pierde el Espíritu, que se retira porque no puede convivir con la maldad: “¡Apartaos de mi todos los agentes de iniquidad; jamás os conocí!” (Mt 7, 23).

          Santiago, en la segunda lectura, presenta el amor al dinero, como la gran piedra de tropiezo ante la fe, ante el Espíritu y, en definitiva ante el amor de Dios, que suplantado por el dinero en el corazón del hombre, lo cierra a la caridad, privándolo de la salvación de Cristo.

Lo que muestra a la persona verdaderamente, son sus obras y no sus fantasías, intenciones y deseos. Son los frutos de que habla el Señor en el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis.”(Mt 7, 16). En sus obras, la persona implica su mente y su voluntad: su corazón. El Espíritu aporta la capacidad de vencer el mal, en este cuerpo que lleva a la muerte. “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo” (Rm 7, 24-25). Santa Teresa decía que el hombre está lleno de fantasías, pero realmente, lo que tiene valor en él, es esa pequeña parte que son sus obras. Juan Pablo II, escribió “Persona y acción”, para expresar precisamente esta relación entre la persona y sus obras.

El hombre debe abrir las puertas de su corazón a Cristo y al amor a los hermanos, removiendo los obstáculos que lo apartan de la caridad, aunque le cueste tanto como el sufrimiento de arrancarse un ojo o cortarse una mano. La serpiente acepta ser amputada, con tal de salvar la cabeza, que en el hombre es la fe, garantía de lo perdurable frente a lo perecedero.

Unámonos al don de Cristo diciendo amén a la voluntad de Dios que se hace sacramento de vida eterna en su cuerpo entregado y en su sangre derramada.

         Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 25º del TO

Sábado 25º del TO 

Lc 9, 43b-45

Queridos hermanos:

          Las sagradas escrituras, como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan la acción del Espíritu Santo, que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados, presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor, que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las escrituras.

          A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación en el Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento como experiencia de su amor.

          La causa de la falta de discernimiento del pueblo sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, la atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor.” Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las escrituras que es el amor, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

          Nietzsche, según los escritos que nos han llegado de su pensamiento, se sintió impulsado a combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en: “Así hablaba Zaratustra”, defiende la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.

          Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

          Que sí sea.

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Viernes 25º del TO

Viernes 25º del TO

Lc 9, 18-22

Queridos hermanos:

En esta palabra el Padre revela a Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, y Cristo le revela su propia misión de siervo, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”.

Jesús de Nazaret, el maestro, tendrá que asumir el rechazo y morir. Se trata de algo terrible, pero que tiene su verdadero sentido en la pregunta que Jesús hace a sus discípulos: “¿Quién es el Hijo del hombre?" Que un hombre sea rechazado y muera, puede ser relativamente intrascendente, pero que éste sea el Cristo de Dios, el Siervo que carga sobre sí las culpas de todos, el Hijo amado en quien el Padre se complace, el Hijo de Dios vivo, tiene una importancia capital, porque manifiesta la voluntad amorosa de Dios, respecto al hombre que se ha separado de Él; que ha entrado en la muerte sin remedio (cf. Ge 2, 17). La misma trascendencia que su muerte, tiene su resurrección, por la que Dios manifiesta que ha aceptado su entrega en favor nuestro. Lázaro, el hijo de la viuda de Naín, y la hija del funcionario, resucitaron sin que su resurrección trascendiera para nada en la totalidad de la historia humana.

Sólo después de ser revelada a los discípulos a través de Pedro la fe en Cristo, el Señor les anunciará su misión. Para llegar a su gloria, el Mesías deberá primero beber del torrente, cuando apure hasta las heces el cáliz del Señor, llevando así a su plenitud “el año de gracia del Señor“. La gracia del Señor no es algo melifluo e intrascendente, sino la razón que lleva al Cristo a asumir en su carne el  día de venganza de nuestro Dios” anunciado por Isaías.

El hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz y de inmolación, y es un fruto del Espíritu derramado en el discípulo, por la fe, que es causa de salvación y testimonio de vida eterna. Querer guardarse a sí mismo, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, por causa de la incredulidad. Acoger a Cristo, que es la Vida, es sumergirse en la fuente de su gracia, mediante el Bautismo, para hacerse uno con Él.

Elige la vida”, dice la escritura (Dt 30, 15-20), mientras que Cristo en el Evangelio, habla de perderla; la vida a elegir es Dios, que se nos ha hecho accesible en Cristo, que es la Resurrección y la Vida, y por esa vida somos invitados a perder la nuestra: “el que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna.” Cristo es el camino, la verdad y la vida, por eso, seguirlo a él es elegir la vida, y dejarlo por guardarse a sí mismo, es elegir la muerte, ineludible a la naturaleza caída de la condición humana, a la que el hombre viejo es conducido con sus concupiscencias y pecados.

 Que así sea.

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Jueves 25º del TO

Jueves 25º del TO

Lc 9, 7-9

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos presenta la fama de Jesús haciendo prodigios y asombrando a todos con su predicación, sus obras y las de sus discípulos, que parten anunciando el Reino. Hasta al impío Herodes alcanzará su popularidad, pero no por eso se convertirá. Le gustaba oír a Juan Bautista, pero lo mandó decapitar. A Jesús lo tratará de loco, lo despreciará y se burlará de él. Es interesante la actitud del Señor ante este pobre diablo que es Herodes, porque Cristo, que acoge a los pecadores, le llama zorro, y se niega a dirigirle la palabra.

          No había palabra ni señales para quienes acudían a monjes famosos por su santidad, pero no estaban dispuestos a convertirse. Dice la Escritura que el Señor resiste a los soberbios. Como dice el Evangelio, el Señor ni siquiera se confiaba a quienes en ocasiones habían creído, porque conocía lo que había en el corazón de las personas. “De Dios nadie se burla,” llega a decir san Pablo (Ga 6, 7).

          Si los que rechazaron a Juan Bautista no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), cuanto menos Herodes que lo mandó matar. Según san Mateo y san Marcos, a Herodes le gustaba creer que Juan había resucitado, librándose así, en cierta medida, de su remordimiento por la muerte de un profeta.

Dios pasa a través de sus enviados, y ¡ay! del que permanece indiferente o los rechaza: “Quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y quien me rechaza a mí, rechaza a Aquel que me ha enviado; cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.” Rechazar al mensajero es rechazar el mensaje. Algo así quiso expresar Mc Luhan, con aquello de: “El medio es el mensaje.” 

El Padre no envió a un profeta cualquiera a proclamar el Evangelio, sino a su propio Hijo.

Que así sea.

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Domingo 25º del TO B

Domingo 25º del TO B 

(Sb 2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)

Queridos hermanos:

Las escrituras, como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados, presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.

A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también sus discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor,” que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa, ni a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, que llevará a cumplimiento “la venganza de nuestro Dios” sobre nuestros enemigos, de cuya vida, el libro de la Sabiduría, en la primera lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio vemos a Cristo instruyendo a sus discípulos en este discernimiento, que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento, como experiencia de su amor.

La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las escrituras, que es el amor, como se lee en la oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

El Nietzsche que conocemos por lo que fue publicado como suyo, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en: Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder», encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.

Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que siendo amor en servicio a los hermanos, alcance a ser también fidelidad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Mateo apóstol

San Mateo 

Ef 4, 1-7.11-13; Mt 9, 9-13

Queridos hermanos:

Conmemoramos hoy al apóstol y evangelista, que el Señor llama desde una realidad de pecado concreta que es el dinero, por eso, tiene una conexión especial con la misericordia, al estilo de Zaqueo, aunque llamado al ministerio grande de apóstol. También nosotros, alcanzados por la misericordia, somos llamados a la gratitud por un amor gratuito, como el hijo pródigo.

En esta palabra podemos distinguir tres sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan (escándalo farisaico). Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos.

Quizá los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí adolecen es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: Id, pues, a aprender qué significa:  Misericordia quiero, que no sacrificio.” De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación.

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores, testificando el amor de Dios en nosotros.

La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable, maternal, que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida." También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»

Se trata por tanto de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán, se hace vida más fuerte que la muerte, en la fe y en la esperanza, y pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.

Conocer este amor de Dios, es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos.

 Que así sea.

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Miércoles 24º del TO

Miércoles 24º del TO

Lc 7, 31-35

Queridos hermanos:

          Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo, y nihilismo, son reflejos de la muerte espiritual, cercanos a la necedad, y contrarios al espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría. Todo ello en medio del combate, primeramente contra la debilidad e impotencia de la carne y también contra la fuerza del mal, pero permaneciendo aliados con el poder de Dios. La inmadurez en la fe y en el amor, sólo puede producir en nosotros la aniquilación. Dice san Pablo: Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. La vida adulta participa de ambas realidades, de las que el inmaduro se sustrae por su carencia de amor, viviendo la vida a un nivel instintivo y sentimental, a pesar de haber sido profundamente amado por Dios.

Dios nos ama y nos ha creado para que vivamos en su amor colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra felicidad, pero al apartarnos de Él, nos sobrevienen todos los males que nos aquejan.

Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición de nuestro extravío manifestándonos su amor, pero tenemos el peligro de la indiferencia para acoger la llamada a la conversión, o para entrar en el gozo de la misericordia, como aquella generación incrédula y perversa, que se contentaba con la seguridad de una pretendida justicia, procedente de saberse raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón. Generación inmadura, caprichosa e insoportable, incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios ni de entristecerse por sus pecados, prefiriendo la mediocridad egoísta de una vida carnal, al gozo y a los combates del espíritu.

También nosotros, necesitamos discernir que fuera del camino del Señor sólo alcanzaremos la nada y las tinieblas perdurables, si dejando de lado a Dios, nos aferramos a la mediocridad de la carne, considerando despreciable la infinita grandeza de la bondad divina.

En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza y por tanto a la salvación, no hay nada más nefasto que la apatía y la tibieza: “Ojalá fueras frio o caliente, pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca. ¿Qué más he podido hacer por ti que no haya hecho? Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Respóndeme. Yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud.”  Eso nos dirá el Señor y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y perversión.

Acojamos, pues, su gracia, porque es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque es grande en perdonar a quienes de todo corazón se vuelven a él.

Que así sea.

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Lunes 24º del TO

Lunes 24º del TO

Lc 7, 1-10

Queridos hermanos:

          Esta palabra, a través de la fe del centurión, nos presenta la llamada universal a la salvación, mediante el don gratuito de la fe, que trasciende los límites de Israel, en busca de quienes se abren a la gracia. El mismo Jesús se admira de la fe de los paganos que contrasta con la incredulidad de su pueblo y que le hace exclamar: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

          Jesús escucha las súplicas de los ancianos agradecidos por la caridad del centurión, y va en busca de la fe de cuantos le siguen y le han escuchado y que ahora caminan con él al encuentro de la fe del centurión, como dice Eusebio de Cesarea ( Catena aurea en español 9701). Por eso no se resiste a la petición de aquel hombre yendo en su busca, en lugar de curar a aquel enfermo desde lejos con su palabra. Se pone en marcha con la gente, excitando así sus expectativas para ayudarles a creer.

El centurión no se acercó físicamente a Jesús en sus dos intervenciones del Evangelio, pero como dice San Agustín, es la fe la que acerca verdaderamente al Señor, lo toca como en el caso de la hemorroísa, y obtiene de él sus prodigiosos dones.

La fe del centurión va acompañada de su caridad, que lo precede, y de su humildad ante el Señor, que lo acompaña, tratándose en su caso de un hombre con poder de mando, y por eso el Señor no duda en alabarlo para enseñanza de quienes le seguían entonces, y de cuantos lo haríamos después. Además se admira, como en otros pasajes, se goza y exulta, al contemplar la magnanimidad que su Padre muestra con los hombres a quienes concede su gracia y el gran don de la fe.

          El siervo enfermo que se ha ganado con sus servicios la estima de su amo, recibe por su medio la curación, y sobre todo el testimonio de la fe que le alcanzará la salvación. También podría tratarse del caso contrario: que hubiese sido la fe del buen siervo, la que hubiera suscitado la fe de su amo, y en consecuencia su caridad, que ahora le obtenían del Señor su propia curación. No hay que maravillarse de los insondables caminos de la gracia y la bondad divinas: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.”

          También nosotros somos hoy iluminados por la fe del centurión que nos llama, y somos convocados de oriente y occidente a la mesa del Señor, con los patriarcas, por medio de la fe de los hijos que se nos ofrece con el Evangelio y nos mueve a la caridad.

          Que así sea.

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Domingo 24º del TO B

Domingo 24º del TO B

(Is 50, 5-10; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35)

Queridos hermanos:

          Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del pueblo y también de sus discípulos. El Señor trata de hacérselo comprender sin conseguirlo, y Pedro tendrá que ser corregido públicamente, por comportarse como la burra de Balaam, que sin comprender lo que dice, en un momento profetiza inspirado por Dios, y al momento siguiente habla inspirado por Satanás. Como viene a decir la Epístola de Santiago, el profeta no lo es sólo por las palabras que Dios le inspira, sino por el testimonio de su vida. De nada sirven las palabras, si se contradicen con las obras.

          Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor del amor y la misericordia divina.  

          El Padre revela a través de Pedro, la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, y también a Cristo, en su misión de Siervo, de la que habla la primera lectura, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera.” El Hijo del hombre debe sufrir mucho.

          Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, y que la profecía de Zacarías anuncia como fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único,” que en el Evangelio se revela como “Hijo del Dios vivo.” De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia,” en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.

          La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en la cruz de Cristo Jesús.

          Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a Él mediante la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 23º del TO

Lunes 23º del TO 

Lc 6, 6-11

Queridos hermanos:

          El evangelio de hoy nos sitúa junto a Jesús y frente a un hombre con la mano derecha seca, que nos transporta al salmo 137, 5: ¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la diestra!  

          Para el salmista desterrado físicamente, es más importante llevar a Jerusalén en el corazón, es decir, al Templo, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo, que la plena capacidad de valerse por sí mismo que le da su mano diestra: su honor, su poder, su fuerza frente al enemigo y su prosperidad.

          El olvido de Jerusalén en la Escritura, es el olvido del Señor: “Escapados de la espada, andad, no os paréis, recordad desde lejos a Yahvé, y que Jerusalén os venga en mientes” (Jr 51,50). Auténtico destierro y lejanía del templo profanado por la idolatría, es el olvido de Jerusalén. El desterrado que mantiene en su corazón el recuerdo del Señor, en su lejanía, ofrece al Señor un culto espiritual. Su humillación es reconocimiento de la santidad y la justicia del Señor.

          Un hombre con la mano derecha seca, es como un signo que hace presente a Israel, la maldición que representa el olvido del Señor, la impiedad del corazón que hace de él un desterrado aunque siga físicamente en la tierra. Un desterrado, no obstante, es alguien que ha escapado de la espada en el día fatal gracias a la misericordia divina y debe al Señor el culto de su gratitud, que mantenga vivo en su corazón el recuerdo del Señor en tierra extraña (Jr 51, 50). Avivar este recuerdo es como caminar hacia Jerusalén. ¿Acaso no es esa la función del sábado en medio de la aridez de las ocupaciones cotidianas que, de hecho, alejan nuestro espíritu de la presencia del Señor?

          Jesús, viendo al hombre de la mano seca, tiene ante sí la miseria del pueblo que honra a Dios con sus labios pero su corazón está lejos de él, como había dicho Isaías. A este pueblo ha venido a llamar el Señor sacándolo de la idolatría de vivir “como si Dios no existiera”, habiendo visto sus prodigios en favor suyo, para llevarlo al verdadero culto a Dios, Padre, Espíritu y Verdad, infundiendo en su corazón el amor y el recuerdo entrañable del Señor y su misericordia.

          El Señor, apiadándose de aquel enfermo, llama a aquel pueblo a comprender que su presencia en medio de ellos, pone en evidencia las entrañas de misericordia con las que quiere atraerlo a su amor. “¡Ojalá me escuchara mi pueblo y caminase Israel por mis caminos! En un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios” (Sal 81, 14-15).

          Que así sea.

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Domingo 23º del TO B

Domingo 23º del TO B 

(Is 35, 4-7; St 2, 1-5; Mc 7, 31-37)

Queridos hermanos:

 Jesús es el enviado de Dios; Dios mismo, que se hace nuestro prójimo y viene a salvar destruyendo la acción del mal en el hombre y en la creación entera, como anuncia la primera lectura. Como signo de esta restauración, la naturaleza es sanada. Lo mismo que en la primera creación “todo era bueno,” en la nueva creación “todo lo hace bien,” como dice el Evangelio. El mal con el que la creación ha sido herida por nuestros pecados, ha sido sentenciado, y sus días están contados; no tiene ya futuro sobre la tierra porque ha llegado la misericordia de Dios a recrearlo todo de nuevo con su salvación.

Con todo, Cristo no quiere ser confundido con un Mesías temporal que viene a solucionar los problemas de este mundo instaurando un “estado de bienestar” intramundano, e impone el silencio a quienes favorece con los signos de su mesianismo espiritual como en tantas otras curaciones, para llevar al hombre a la trascendencia de la fe.

          Sabemos que las promesas anunciadas por el profeta Isaías en la primera lectura, no se agotan en una restauración física, con una vigencia tan breve como esta vida. Si Dios es luz, amor y palabra creadora y omnipotente, hay una ceguera y una sordera mucho más terribles que las del cuerpo, porque impiden que nuestro espíritu se abra a la virtud divina que implica eternidad de amor. ¡Effetá!, es pues, un evangelio de misericordia omnipotente, que brota de la iniciativa amorosa de Dios.

          El corazón, seno del encuentro vital con el Señor, tiene unas puertas que lo acogen a través de los sentidos, ya sea como Palabra, como luz, como belleza, como don, y fructifica en nosotros como fe, como alabanza y caridad que se dona agradecida en comunión de amor. Todos los límites, barreras y obstáculos, se desvanecen ante el “dedo” de Dios, que cimbra el ser compartido de la creación entera: ¡Effetá!; la salvación llama a nuestra puerta. “Con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se proclama para alcanzar la salvación.” Dice san Pablo que la fe viene por el oído, y necesitamos escuchar, para poder con la boca proclamar, testificar, y alcanzar la salvación. Cristo, tocando al enfermo, entra por los sentidos del sordo para sanarlo; mete el dedo en sus oídos, como puso barro con su saliva en los ojos del ciego.

          Necesitamos que nuestros oídos se abran a la Palabra y quizá, como al sordo del Evangelio, que alguien nos presente a Cristo, y que venza nuestra incapacidad de escuchar, introduciendo su dedo en nuestro oído enfermo; el dedo de Dios que grabó sus preceptos de vida en las tablas de piedra para Moisés. Necesitamos que Dios nos conceda un encuentro personal con Cristo, separándonos de la gente, para curarnos, centrando nuestra atención en él, e intercediendo por nosotros con gemidos inefables ante el Padre. Hay ocasiones extremas en las que la oración, requiere pasar a la acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro; y que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, abriendo el techo encima del Señor, y que el evangelista interpreta diciendo: “la fe de ellos”. Así ha hecho Cristo por nosotros.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 22º del TO

Sábado 22º del TO 

Lc 6, 1-5

Queridos hermanos:

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios que es amor, y busca la edificación del hombre en el amor, y la contemplación de la gratuidad y la bondad divinas, despegándolo del interés. Para discernir en casos de conflicto respecto a la ley, es necesario el discernimiento acerca de los preceptos, que sólo es posible cuando el amor madura en el corazón. Sólo así es posible juzgar rectamente, para ver a través de los hechos, sin distorsión, el amor: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.” A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero, que no sacrificios.”

El discernimiento es capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio, distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, y progresa con el amor: “La ciencia infla, mientras la caridad edifica (cf. 1Co 8, 1). Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu, en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de “ama y haz lo que quieras.”  Quien tiene amor tiene discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado y le permite tocar al leproso. Las curaciones en general mueven los corazones a la bendición y glorificación de Dios, y ese si es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo, para que después le siga el espíritu y por último también el cuerpo.

Esta palabra, a través de un problema de discernimiento, nos habla del corazón de la ley que es el amor, con el que Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y relaciones con sus semejantes. 

  El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eterno; nuestra riqueza aquí en la tierra, y nuestra meta celeste.

Que así sea.

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