Martes 26º del TO

Martes 26º del TO

Lc 9, 51-56

Queridos hermanos:

El Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, es la respuesta del Padre al rechazo del hombre, para salvarlo de la muerte del pecado, asumiéndolo en la cruz para perdonarlo y destruir la muerte. Misericordia del Padre y mansedumbre del Hijo, en las que Cristo educa a sus discípulos para enviarlos al mundo a perpetuar su misión salvadora.

El Evangelio nos muestra al Señor preparando a sus discípulos antes de enviarlos en misión, en la que no faltarán los rechazos de los hombres. Si el maestro ha sido rechazado, lo serán también sus discípulos. Cuando reciban el Espíritu, entenderán lo que ahora ven en su maestro. No son llamados y enviados a hacer justicia, sino a mostrar la misericordia de Dios que ellos mismos han experimentado. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Si la misión de Cristo es proclamar el “año de gracia” y de misericordia, sus discípulos deben ser empapados en el espíritu de su maestro, para propagarlo hasta los confines de la tierra. Dice el Evangelio que el discípulo, a imagen del Maestro, es llamado a hacerse pequeño y a vivir abandonado a la voluntad de Dios. Cristo sabe muy bien que la voluntad salvadora y amorosa del Padre respecto de los hombres, pasa por su anonadamiento total y comparte con Él este espíritu de amor. Como dice un añadido del Evangelio: “él Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos”. Si hasta su propio pueblo lo va a rechazar entregándolo a sus enemigos, cuánto más unos samaritanos.

Los discípulos son lentos y duros para captar este espíritu de gracia y de misericordia de su maestro y tienen que ser corregidos como aquellos “hijos de Sarvia” (2S 16,10), en espera de la efusión del Espíritu. Cuando sean enviados, serán espectadores de la actuación del Espíritu que habrán recibido como hombres nuevos. Entonces fructificarán las palabras del Señor y sus ejemplos serán su guía en su vida nueva.

Acoger a Cristo es acoger la salvación y rechazarlo es permanecer en la condenación del pecado. Nuestra llamada a la Iglesia es una misión; una incorporación al “año de gracia” al que ha sido enviado Cristo.

Como en el Jordán, el Espíritu se cierne sobre nuestras cabezas para ungirnos y enviarnos a sanar los corazones afligidos y anunciar a los pobres la “buena nueva”, pero para descender, necesita que nuestra respuesta sea como la de la Virgen María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Que así sea.

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Lunes 26º del TO

Lunes 26º del TO

Lc 9, 46-50

Queridos hermanos:

          Que Dios haya elegido el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es sólo cuestión de obediencia, de imitar a Cristo, o de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda o se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse por el otro, como ha hecho Cristo por nosotros. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amor.” Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros, que tenemos tanto por qué abajarnos, decía san Juan de Ávila.

          El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como criaturas ante el creador. El que se hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad y, en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede encontrar vida.

          El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo, que se abandona en sus manos y se entrega por nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.

          Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación, le parece absurda. En cambio, por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma,” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el amor de Dios.

          Que así sea.

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Domingo 26º del TO B

Domingo 26º del TO B 

(Nm 11, 25-29; St 5, 1-6; Mc 9, 38-48)

Queridos hermanos:

Dios quiere la salvación y la Vida del hombre, que en su libertad tiene enemigos que se le oponen y, por su concupiscencia, debilidades que lo limitan y hacen necesaria la ayuda de Dios, que lo ama, y le proporciona auxilio con sus enviados, con las gracias de sus palabras y sus acciones, que el hombre debe acoger y defender, para resistir el combate y el sufrimiento que le proporciona. Empleando el simbolismo del Evangelio, el hombre debe fortalecerse con la sal, capacidad de sufrimiento de la que le provee la cruz, frente al fuego del sufrimiento y los tropiezos que el enemigo, el mundo y la carne le oponen.

El Reino de Dios está donde está el Espíritu, que se hace notorio por las obras que realiza en los que lo reciben. Como ocurre a los ancianos de la primera lectura, no son las estructuras externas las que hacen al profeta, sino la elección libre de Dios con el don de su Espíritu. Para recibir el Espíritu se necesita la fe, como don de Dios que el hombre debe aceptar y defender frente a la seducción del mal, que le pone tropiezos (escándalos), para hacerlo caer en la iniquidad. Es entonces cuando se pierde el Espíritu, que se retira porque no puede convivir con la maldad: “¡Apartaos de mi todos los agentes de iniquidad; jamás os conocí!” (Mt 7, 23).

          Santiago, en la segunda lectura, presenta el amor al dinero, como la gran piedra de tropiezo ante la fe, ante el Espíritu y, en definitiva ante el amor de Dios, que suplantado por el dinero en el corazón del hombre, lo cierra a la caridad, privándolo de la salvación de Cristo.

Lo que muestra a la persona verdaderamente, son sus obras y no sus fantasías, intenciones y deseos. Son los frutos de que habla el Señor en el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis.”(Mt 7, 16). En sus obras, la persona implica su mente y su voluntad: su corazón. El Espíritu aporta la capacidad de vencer el mal, en este cuerpo que lleva a la muerte. “Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo” (Rm 7, 24-25). Santa Teresa decía que el hombre está lleno de fantasías, pero realmente, lo que tiene valor en él, es esa pequeña parte que son sus obras. Juan Pablo II, escribió “Persona y acción”, para expresar precisamente esta relación entre la persona y sus obras.

El hombre debe abrir las puertas de su corazón a Cristo y al amor a los hermanos, removiendo los obstáculos que lo apartan de la caridad, aunque le cueste tanto como el sufrimiento de arrancarse un ojo o cortarse una mano. La serpiente acepta ser amputada, con tal de salvar la cabeza, que en el hombre es la fe, garantía de lo perdurable frente a lo perecedero.

Unámonos al don de Cristo diciendo amén a la voluntad de Dios que se hace sacramento de vida eterna en su cuerpo entregado y en su sangre derramada.

         Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 25º del TO

Sábado 25º del TO 

Lc 9, 43b-45

Queridos hermanos:

          Las sagradas escrituras, como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan la acción del Espíritu Santo, que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados, presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor, que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las escrituras.

          A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también los discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor”, que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa y sobre todo a su encarnación en el Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, de cuya vida el libro de la Sabiduría hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio, vemos a Cristo  instruyendo a sus discípulos en este discernimiento que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las Escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento como experiencia de su amor.

          La causa de la falta de discernimiento del pueblo sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, la atribuirá Jesús, a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor.” Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las escrituras que es el amor, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

          Nietzsche, según los escritos que nos han llegado de su pensamiento, se sintió impulsado a combatir ferozmente el cristianismo, reo, en su opinión, de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en: “Así hablaba Zaratustra”, defiende la «voluntad de poder» encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.

          Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que sea amor en el servicio de los hermanos.

          Que sí sea.

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Viernes 25º del TO

Viernes 25º del TO

Lc 9, 18-22

Queridos hermanos:

En esta palabra el Padre revela a Pedro la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, y Cristo le revela su propia misión de siervo, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera…El Hijo del hombre “debe sufrir mucho”.

Jesús de Nazaret, el maestro, tendrá que asumir el rechazo y morir. Se trata de algo terrible, pero que tiene su verdadero sentido en la pregunta que Jesús hace a sus discípulos: “¿Quién es el Hijo del hombre?" Que un hombre sea rechazado y muera, puede ser relativamente intrascendente, pero que éste sea el Cristo de Dios, el Siervo que carga sobre sí las culpas de todos, el Hijo amado en quien el Padre se complace, el Hijo de Dios vivo, tiene una importancia capital, porque manifiesta la voluntad amorosa de Dios, respecto al hombre que se ha separado de Él; que ha entrado en la muerte sin remedio (cf. Ge 2, 17). La misma trascendencia que su muerte, tiene su resurrección, por la que Dios manifiesta que ha aceptado su entrega en favor nuestro. Lázaro, el hijo de la viuda de Naín, y la hija del funcionario, resucitaron sin que su resurrección trascendiera para nada en la totalidad de la historia humana.

Sólo después de ser revelada a los discípulos a través de Pedro la fe en Cristo, el Señor les anunciará su misión. Para llegar a su gloria, el Mesías deberá primero beber del torrente, cuando apure hasta las heces el cáliz del Señor, llevando así a su plenitud “el año de gracia del Señor“. La gracia del Señor no es algo melifluo e intrascendente, sino la razón que lleva al Cristo a asumir en su carne el  día de venganza de nuestro Dios” anunciado por Isaías.

El hombre nuevo se recibe en el seguimiento de Cristo, con lo que tiene de auto negación, de cruz y de inmolación, y es un fruto del Espíritu derramado en el discípulo, por la fe, que es causa de salvación y testimonio de vida eterna. Querer guardarse a sí mismo, es cerrarse a la vida nueva que trae el Evangelio, por causa de la incredulidad. Acoger a Cristo, que es la Vida, es sumergirse en la fuente de su gracia, mediante el Bautismo, para hacerse uno con Él.

Elige la vida”, dice la escritura (Dt 30, 15-20), mientras que Cristo en el Evangelio, habla de perderla; la vida a elegir es Dios, que se nos ha hecho accesible en Cristo, que es la Resurrección y la Vida, y por esa vida somos invitados a perder la nuestra: “el que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna.” Cristo es el camino, la verdad y la vida, por eso, seguirlo a él es elegir la vida, y dejarlo por guardarse a sí mismo, es elegir la muerte, ineludible a la naturaleza caída de la condición humana, a la que el hombre viejo es conducido con sus concupiscencias y pecados.

 Que así sea.

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Jueves 25º del TO

Jueves 25º del TO

Lc 9, 7-9

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos presenta la fama de Jesús haciendo prodigios y asombrando a todos con su predicación, sus obras y las de sus discípulos, que parten anunciando el Reino. Hasta al impío Herodes alcanzará su popularidad, pero no por eso se convertirá. Le gustaba oír a Juan Bautista, pero lo mandó decapitar. A Jesús lo tratará de loco, lo despreciará y se burlará de él. Es interesante la actitud del Señor ante este pobre diablo que es Herodes, porque Cristo, que acoge a los pecadores, le llama zorro, y se niega a dirigirle la palabra.

          No había palabra ni señales para quienes acudían a monjes famosos por su santidad, pero no estaban dispuestos a convertirse. Dice la Escritura que el Señor resiste a los soberbios. Como dice el Evangelio, el Señor ni siquiera se confiaba a quienes en ocasiones habían creído, porque conocía lo que había en el corazón de las personas. “De Dios nadie se burla,” llega a decir san Pablo (Ga 6, 7).

          Si los que rechazaron a Juan Bautista no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), cuanto menos Herodes que lo mandó matar. Según san Mateo y san Marcos, a Herodes le gustaba creer que Juan había resucitado, librándose así, en cierta medida, de su remordimiento por la muerte de un profeta.

Dios pasa a través de sus enviados, y ¡ay! del que permanece indiferente o los rechaza: “Quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y quien me rechaza a mí, rechaza a Aquel que me ha enviado; cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.” Rechazar al mensajero es rechazar el mensaje. Algo así quiso expresar Mc Luhan, con aquello de: “El medio es el mensaje.” 

El Padre no envió a un profeta cualquiera a proclamar el Evangelio, sino a su propio Hijo.

Que así sea.

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Miércoles 25º del TO

Miércoles 25º del TO 

Lc 9, 1-6

Queridos hermanos:

          En esta palabra contemplamos el envío de los doce, con el que Cristo los manda a proclamar la Buena Noticia y a curar con poder sobre los demonios, a los lugares a los que él pensaba ir. Los discípulos parten fiados sólo en la providencia del Señor que los acompaña en su misión, como pequeños, sin imponer a nadie su anuncio. Así había hecho Dios enviando a Juan Bautista, para preparar un pueblo bien dispuesto que acogiera a Cristo, como había anunciado el profeta Isaías.

          Ha llegado el tiempo favorable en el que Dios es propicio, haciéndose presente en sus enviados; el día de salvación que anunciará san Pablo; el “Año de gracia del Señor” que anunció Isaías y Cristo proclamó en la sinagoga de Nazaret, y que sigue abierto en el anuncio del Evangelio que nos ha alcanzado a nosotros, y continuará siendo proclamado hasta la venida del Señor, cuando terminado el “tiempo de higos” sobrevenga el del juicio, pase la figura de este mundo e irrumpa con poder el Reino de Dios.

          La urgencia de la misión, predica la provisionalidad de este tiempo y la prioridad del destino definitivo, ante el que todo es secundario e instrumental. La tentación del ser humano destinado a la Bienaventuranza es siempre la instalación, como realización inmanente del ansia inscrita en su ADN que es el Descanso. El problema está en que, abandonarse al descanso en esta vida, lleva consigo corromperse. Lo que da sentido a esta vida terrena con su componente de fatiga y su tensión de plenitud es, la esperanza, como acogida de la promesa, y la misión, como llamada a la redención definitiva en el Reino de Dios.

Así ha recibido Cristo, del Padre, “un cuerpo” para hacer su voluntad redentora, y así Cristo ha llamado y enviado a sus discípulos a proclamar la irrupción de la misericordia, que nos ha alcanzado, lanzándonos a testificarla en esta generación, sobre todo con nuestra vida, porque: “¡El Reino de Dios ha llegado! ¡Convertíos y creed la Buena Noticia!”

          El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia que se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de anunciarlo es enorme, porque lleva en sí la salvación de la humanidad. Los signos que lo anuncian son potentes contra todo mal, incluida la muerte. Acogerlo implica recibir a los que lo anuncian con el testimonio de su vida, porque en ellos se acoge a Cristo y al Padre que lo envía.

          En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para los hombres, y así lo hemos visto en la historia de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero aún con su poder, los planes de Dios no se realizan por encima de nuestra libertad, y de las consecuencias de los pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, la incredulidad de los judíos y nuestros propios pecados, que conducen a Cristo a su pasión y muerte.

          También sus discípulos enviados a encarnar el anuncio del reino, van con un poder otorgado por Cristo, que no exime de responsabilidad a quienes los encuentran; de su rechazo o de su acogida.  Ante el Anuncio todo debe quedar supeditado, y pasar a ocupar su lugar. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno y definitivo; lo material a lo espiritual; lo egoísta al amor.

Que así sea.

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Martes 25º del TO

Martes 25º del TO 

Lc 8, 19-21

Queridos hermanos:

          El Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de los paisanos y de los parientes de Cristo, al que consideran fuera de sí (Mc 3, 21), y al que tratan de despeñar en su ciudad de Nazaret (Lc 4, 29), mientras destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros.  Cristo conoce perfectamente, por experiencia, esta cerrazón, cuando dice que “ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4, 23-24).

          Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Cristo, que fructifica en nosotros, por encima de los lazos familiares de la carne y la sangre. Por la fe se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.  

          ¿Cómo podría enseñar Cristo que por el reino hay que dejar padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima de la cerrazón del afecto carnal, están la universalidad del amor, la misión y los misterios del Padre.

          Los parientes que permanecen fuera del acontecimiento invocando la carne, no son tan dignos de consideración como los “extraños,” que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica maternidad y fraternidad. A estas somos llamados también nosotros, para dar a luz a Cristo y ser con él, hijos de su propio Padre.

          Aquellos en los que la palabra prende y da fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su espíritu. Dice Jesús en el evangelio: “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida (Jn 6, 63).” Como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos.” La vida y la muerte, están en relación con la fe y la incredulidad. “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5).

          Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu a todos los hombres, para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo concebimos por la fe, lo gestamos en la esperanza y lo damos a luz por la caridad.

          Por encima de parentescos y  patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son naturales, mientras los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo. Cristo, afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Él, y fructifica en nosotros. Por la fe se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.

          La carne dice: “dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu en cambio, dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado, y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne.    

          Hoy esta palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar.

          Que así sea.

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Lunes 25º del TO

Lunes 25º del TO

(Lc 8, 16-18)

Queridos hermanos:

          Dios envía su palabra a realizar una misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de su amor, uniéndonos a su misión salvadora, enviándonos: “Como el Padre me envió yo os envío a vosotros.”

          Cristo es la luz del Padre que ha sido encendida como lámpara sobre el candelero de la cruz, para iluminar las tinieblas del mundo. Dice el Señor “atended a lo que escucháis,” porque se puede despreciar el don de Dios que es Cristo y hacer vana la gracia que nos salva. Como dice Abrahán al rico epulón: “Tienen a Moisés y los profetas; que les oigan” (Lc 16, 29).

          “Dios es luz, en el no hay tiniebla alguna,” y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Cristo mismo ha dicho “yo soy la luz,” y esta luz, Dios la ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos iluminados por la fe y podamos recibirla en nuestros corazones, para que también nosotros podamos llevarla al mundo.

          Esta luz que es Cristo, luz de Dios, amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y defendida para que fructifique en nosotros, por eso dice el Evangelio que al que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le ofrecía gratuitamente, hasta lo que tenga se le quitará. El Padre ha encendido en Cristo su luz, para que él la encienda en nosotros y nosotros en el mundo, de manera que huyan las tinieblas y el mundo sea iluminado. Una luz que no ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como la sal que no sala o el talento que se entierra, y está destinada a permanecer eternamente en tinieblas: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

          Para entender ésto, basta recordar nuestra condición personal que implica libertad, y condiciona nuestra capacidad de amar, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que hemos sido elegidos antes de la creación, destinándonos a ser santos en su presencia por el amor, ya que si nos amamos, Dios permanece en nosotros y nosotros en Dios.

          Toda respuesta cristiana a esta llamada es, por tanto, una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que participa toda la creación. Verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su amor, con el que nos amó en Jesucristo. Cuando todo llegue a su fin y sólo permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de Dios eternamente.

          En la Eucaristía nos unimos sacramentalmente a la carne de Cristo que está en comunión con la voluntad de Dios y es vida para el mundo.

          Que así sea.

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Domingo 25º del TO B

Domingo 25º del TO B 

(Sb 2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)

Queridos hermanos:

Las escrituras, como contenido de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados, presentes y futuros. En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la comprensión de las Escrituras.

A la venida del Mesías sobre las nubes del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba Israel, y también sus discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor,” que Israel no sabe discernir separadamente a su manifestación gloriosa, ni a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado por Isaías, que llevará a cumplimiento “la venganza de nuestro Dios” sobre nuestros enemigos, de cuya vida, el libro de la Sabiduría, en la primera lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio vemos a Cristo instruyendo a sus discípulos en este discernimiento, que será el fruto de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el Señor nos abre las escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento, como experiencia de su amor.

La causa de la falta de discernimiento del pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá Jesús a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de sintonía con el corazón de las escrituras, que es el amor, como se lee en la oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último, mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.

El Nietzsche que conocemos por lo que fue publicado como suyo, se sintió en el deber de combatir ferozmente el cristianismo, reo de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad y de la renuncia, a las que en: Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad de poder», encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.

Nosotros necesitamos hoy que esta palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la libertad, para que siendo amor en servicio a los hermanos, alcance a ser también fidelidad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Mateo apóstol

San Mateo 

Ef 4, 1-7.11-13; Mt 9, 9-13

Queridos hermanos:

Conmemoramos hoy al apóstol y evangelista, que el Señor llama desde una realidad de pecado concreta que es el dinero, por eso, tiene una conexión especial con la misericordia, al estilo de Zaqueo, aunque llamado al ministerio grande de apóstol. También nosotros, alcanzados por la misericordia, somos llamados a la gratitud por un amor gratuito, como el hijo pródigo.

En esta palabra podemos distinguir tres sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan (escándalo farisaico). Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos.

Quizá los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí adolecen es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: Id, pues, a aprender qué significa:  Misericordia quiero, que no sacrificio.” De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación.

Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores, testificando el amor de Dios en nosotros.

La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable, maternal, que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida." También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»

Se trata por tanto de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán, se hace vida más fuerte que la muerte, en la fe y en la esperanza, y pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.

Conocer este amor de Dios, es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos.

 Que así sea.

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Viernes 24º del TO

Viernes 24º del TO

Lc 8, 1-3

Queridos hermanos:

          Hoy contemplamos a Jesús de Nazaret caminando por todas partes, curando, y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios, acompañado de sus apóstoles y de las mujeres que le servían: María Magdalena, Juana, Susana y las demás. Su misión se nos presenta como el ministerio itinerante de una pequeña comunidad, germen de la irrupción del Reino de Dios, y testimonio viviente de la misericordia divina en su existencia; vida nueva que camina propagando el gozo y llenando de luz los caminos en tinieblas y sombras de muerte, por los que caminan cansadas y abatidas, las ovejas sin pastor.

          Asomémonos al mundo de su tiempo: Corrupción en el templo, sectas, disidencia, violencia y terror; desheredados, pobres, enfermos, desesperados, impíos, impuros, pecadores y descartados. Procesiones interminables se movilizan atravesando valles y collados, bosques y desiertos, fuentes y torrentes, olvidados de sí mismos y despreocupados del mañana. La esperanza de una vida nueva está al alcance ahora, y hay que arrebatarla: ¡Quédate con nosotros, Señor!

          La cercanía del Señor es tangible en los acontecimientos que enmarcan su palabra profética, poderosa y pletórica de vida y de esperanza, que actualiza las promesas entrañables dadas a los padres, haciendo brotar como un suspiro, en lo profundo de los corazones hambrientos de misericordia y saciados de miserias. Ciertamente el Señor no ha olvidado a su pueblo, lo ha visitado, y nosotros somos los testigos bienaventurados de su presencia:

          ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios»! ¡Una voz! Tus vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo, “Adiós penar y suspiros” (Is 35,10). El Espíritu entra en resonancia con el corazón humano; el acento divino, en sintonía con nuestra carne, porque con sus propios ojos ven el retorno del Señor a Sión.

          “Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Dios a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 7-10).

          “Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: «Ahí está vuestro Dios.» Ahí viene el Señor Dios con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas” (Is 40, 9-11).

          “En aquel tiempo llamarán a Jerusalén «Trono del Señor» y se incorporarán a ella todas las naciones en el nombre del Señor, en Jerusalén, sin seguir más la dureza de sus perversos corazones. En aquellos días, andará la casa de Judá al par de Israel, y vendrán juntos desde tierras del norte a la tierra que di en herencia a vuestros padres” (Jr 3, 17-18).

          “El que abre camino subirá delante de ellos; abrirán camino, pasarán la puerta, y por ella saldrán; su rey pasará delante de ellos, y el Señor a la cabeza” (Mi 2, 13).

          “¡El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno! Aquel día se dirá a Jerusalén: ¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos! El señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta” (So 3, 15-18).

 

          Que así sea.

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Jueves 24º del TO

Jueves 24º del TO 

Lc 7, 36-50

Queridos hermanos:

          Como dice san Juan, Dios es Amor, y nosotros procedemos de ese amor, que nos ha concebido, creado, redimido perdonando nuestros pecados, predestinado a la comunión con Él en su gloria eterna, y ha hecho que su amor fuera derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo, y así pudiéramos amar.

          Abrahán creyó en Dios y ésto le fue reputado como justicia, pero sólo después de veinticinco años, recibió el hijo de la promesa, y una vez probada su fidelidad, recibió la bendición de Dios. Así también nuestro amor deberá permanecer fiel al del Señor, para alcanzar la vida de la promesa. Ya lo decía Habacuc (2, 4): “Mi justo vivirá por su fidelidad.” Cristo mismo, lo dice en el Evangelio: “Permaneced en mi amor; el que persevere hasta el fin se salvará.”

          El conocimiento de este Amor, con el perdón, hace nacer en nosotros nuestro amor, como en la mujer del Evangelio. A mayor conocimiento de nuestros pecados, mayor conocimiento del amor recibido en el perdón. El Señor nos amó primero perdonando nuestros pecados, y a ese amor respondemos amándolo. Si tenemos conciencia de la inmensidad de nuestros pecados, será grande nuestro amor, pero si nos creemos justos, nuestro amor y nuestro agradecimiento serán débiles. Así ocurre con la pecadora y con el publicano que fue justificado. El Señor ha venido a buscar y curar a los pecadores, mientras los satisfechos, llenos de sí mismos, ignoran al Señor. “Ay de vosotros los hartos” dirá Jesús.

          Dice el Señor por medio del profeta Oseas: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.” Conocer a Dios es haber experimentado su amor, que se muestra de forma profundamente existencial en el perdón, por cuanto todos somos pecadores. No se es menos pecador por el hecho de creerse justo, lo cual no hace sino manifestar ignorancia de la Ley y desconocimiento profundo de uno mismo, que lleva a auto justificarse; un tal, difícilmente pedirá ser perdonado; tendrá poca experiencia del amor, y en conclusión amará poco.

El fariseo del Evangelio está cerca de esta realidad. Del mismo modo, cuando una persona ama, podemos decir que ha conocido el amor, y por tanto, que su condición pecadora ha sido redimida por el perdón. La intensidad de su amor, nos da a conocer la del amor que ha recibido; la intensidad del perdón de que ha sido objeto. Es el caso de la pecadora del Evangelio.  

 Este amor misericordioso de Dios, se alcanza por la fe en Cristo, que justifica al pecador, habiéndolo iluminado la Palabra. A esta iluminación quiere llevar Cristo al fariseo del Evangelio, que en su pretendida justicia, juzga y desprecia a la pecadora, y está imposibilitado para convertirse y acoger la misericordia que podría salvarlo, en Cristo. Como les decía Cristo a los fariseos: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado” (Jn 9, 41).

El amor procede de Dios, que ama y perdona en Cristo, y suscita amor cuando es acogido por la fe, recibiendo el Espíritu Santo, que lo derrama en nuestro corazón, y así el hombre responde al Amor con su amor. El amor de Dios, retorna a Él después de salvar al hombre y hacerlo hijo en el Hijo.

Hoy somos nosotros confrontados con esta palabra y también invitados a gustar de su promesa de vida eterna en la Eucaristía, porque "el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día."

Que así sea.

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Miércoles 24º del TO

Miércoles 24º del TO

Lc 7, 31-35

Queridos hermanos:

          Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo, y nihilismo, son reflejos de la muerte espiritual, cercanos a la necedad, y contrarios al espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría. Todo ello en medio del combate, primeramente contra la debilidad e impotencia de la carne y también contra la fuerza del mal, pero permaneciendo aliados con el poder de Dios. La inmadurez en la fe y en el amor, sólo puede producir en nosotros la aniquilación. Dice san Pablo: Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. La vida adulta participa de ambas realidades, de las que el inmaduro se sustrae por su carencia de amor, viviendo la vida a un nivel instintivo y sentimental, a pesar de haber sido profundamente amado por Dios.

Dios nos ama y nos ha creado para que vivamos en su amor colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra felicidad, pero al apartarnos de Él, nos sobrevienen todos los males que nos aquejan.

Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición de nuestro extravío manifestándonos su amor, pero tenemos el peligro de la indiferencia para acoger la llamada a la conversión, o para entrar en el gozo de la misericordia, como aquella generación incrédula y perversa, que se contentaba con la seguridad de una pretendida justicia, procedente de saberse raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón. Generación inmadura, caprichosa e insoportable, incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios ni de entristecerse por sus pecados, prefiriendo la mediocridad egoísta de una vida carnal, al gozo y a los combates del espíritu.

También nosotros, necesitamos discernir que fuera del camino del Señor sólo alcanzaremos la nada y las tinieblas perdurables, si dejando de lado a Dios, nos aferramos a la mediocridad de la carne, considerando despreciable la infinita grandeza de la bondad divina.

En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza y por tanto a la salvación, no hay nada más nefasto que la apatía y la tibieza: “Ojalá fueras frio o caliente, pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca. ¿Qué más he podido hacer por ti que no haya hecho? Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Respóndeme. Yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud.”  Eso nos dirá el Señor y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y perversión.

Acojamos, pues, su gracia, porque es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque es grande en perdonar a quienes de todo corazón se vuelven a él.

Que así sea.

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Martes 24º del TO

Martes 24º del TO

Lc 7, 11-17

Queridos hermanos:

El Señor va anunciando el reino, suscitando la fe que salva, y para ello realiza signos que llamen a acogerla, y que hacen inexcusables de su incredulidad a cuantos le siguen y los contemplan.

El Señor se compadece de la viuda, del dolor de una madre por su hijo, pero sobre todo de la miseria humana, por la que su pueblo y el mundo entero gimen bajo la tiranía del diablo, y la esclavitud del pecado y de la muerte eterna que los atenaza, sin que haya quien los libre.

Por la fe se aferra la vida, y la muerte queda vencida, porque es derrotado el diablo que la introdujo en el mundo. La precariedad de la existencia humana, ansía la plenitud de la vida que es Dios y sólo en Cristo alcanza consistencia y se hace perdurable. He aquí el enviado de Dios.

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. Tanto el hijo de la viuda de Naín, como la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo y la fe que brotó en sus corazones. Este es el testimonio de los signos de Cristo.

No nos basta, por tanto, que Cristo haya resucitado y recibido todo poder, ni es suficiente oír hablar de él, es necesario tener un encuentro personal con él, mediante la fe, en lo profundo del corazón, que ilumine la mente y mueva la voluntad al amor de Dios que se revela.

Postrarse ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, y la incredulidad) que impide volverse a Dios y acoger su misericordia.

 Que así sea.

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Lunes 24º del TO

Lunes 24º del TO

Lc 7, 1-10

Queridos hermanos:

          Esta palabra, a través de la fe del centurión, nos presenta la llamada universal a la salvación, mediante el don gratuito de la fe, que trasciende los límites de Israel, en busca de quienes se abren a la gracia. El mismo Jesús se admira de la fe de los paganos que contrasta con la incredulidad de su pueblo y que le hace exclamar: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

          Jesús escucha las súplicas de los ancianos agradecidos por la caridad del centurión, y va en busca de la fe de cuantos le siguen y le han escuchado y que ahora caminan con él al encuentro de la fe del centurión, como dice Eusebio de Cesarea ( Catena aurea en español 9701). Por eso no se resiste a la petición de aquel hombre yendo en su busca, en lugar de curar a aquel enfermo desde lejos con su palabra. Se pone en marcha con la gente, excitando así sus expectativas para ayudarles a creer.

El centurión no se acercó físicamente a Jesús en sus dos intervenciones del Evangelio, pero como dice San Agustín, es la fe la que acerca verdaderamente al Señor, lo toca como en el caso de la hemorroísa, y obtiene de él sus prodigiosos dones.

La fe del centurión va acompañada de su caridad, que lo precede, y de su humildad ante el Señor, que lo acompaña, tratándose en su caso de un hombre con poder de mando, y por eso el Señor no duda en alabarlo para enseñanza de quienes le seguían entonces, y de cuantos lo haríamos después. Además se admira, como en otros pasajes, se goza y exulta, al contemplar la magnanimidad que su Padre muestra con los hombres a quienes concede su gracia y el gran don de la fe.

          El siervo enfermo que se ha ganado con sus servicios la estima de su amo, recibe por su medio la curación, y sobre todo el testimonio de la fe que le alcanzará la salvación. También podría tratarse del caso contrario: que hubiese sido la fe del buen siervo, la que hubiera suscitado la fe de su amo, y en consecuencia su caridad, que ahora le obtenían del Señor su propia curación. No hay que maravillarse de los insondables caminos de la gracia y la bondad divinas: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.”

          También nosotros somos hoy iluminados por la fe del centurión que nos llama, y somos convocados de oriente y occidente a la mesa del Señor, con los patriarcas, por medio de la fe de los hijos que se nos ofrece con el Evangelio y nos mueve a la caridad.

          Que así sea.

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Domingo 24º del TO B

Domingo 24º del TO B

(Is 50, 5-10; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35)

Queridos hermanos:

          Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero antes se presenta primeramente a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del pueblo y también de sus discípulos. El Señor trata de hacérselo comprender sin conseguirlo, y Pedro tendrá que ser corregido públicamente, por comportarse como la burra de Balaam, que sin comprender lo que dice, en un momento profetiza inspirado por Dios, y al momento siguiente habla inspirado por Satanás. Como viene a decir la Epístola de Santiago, el profeta no lo es sólo por las palabras que Dios le inspira, sino por el testimonio de su vida. De nada sirven las palabras, si se contradicen con las obras.

          Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor del amor y la misericordia divina.  

          El Padre revela a través de Pedro, la fe que fundamentará y sostendrá a la Iglesia, y también a Cristo, en su misión de Siervo, de la que habla la primera lectura, en cuya entrega se complace el Padre: “Era necesario que el Cristo padeciera.” El Hijo del hombre debe sufrir mucho.

          Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que viene a salvar lavando los pecados, y que la profecía de Zacarías anuncia como fuente que brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo, en el que será traspasado el “hijo único,” que en el Evangelio se revela como “Hijo del Dios vivo.” De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia,” en el que la Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.

          La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención que Dios mismo asume en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en la cruz de Cristo Jesús.

          Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo crucificado, para comunicar vida eterna, a cuantos se incorporan a Él mediante la fe revelada a Pedro, que obra por la Caridad, como dice Santiago en la segunda lectura.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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La Exaltación de la Santa Cruz

La Exaltación de la Santa Cruz 

(Nm 21, 4-9 o Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17).

Queridos hermanos:

          La antigua fiesta de la “cruz de mayo” con profundo arraigo popular, fue trasladada al 14 de septiembre, como “Exaltación de la Santa Cruz”, quizá para despojarla de un entorno demasiado folclórico en su religiosidad, y resaltar así, la profundidad de su misterio de amor salvador.

Celebramos, pues, el misterio de nuestra redención a través de la pasión y muerte de Cristo, que muestra el amor de Dios en grado sumo, entregándose por nuestros pecados. En el Génesis leemos: “Si coméis moriréis sin remedio”. La muerte os envolverá irremisiblemente. Pero lo irremediable para el hombre, no lo es para Dios, que no puede ser vencido ni por el diablo, ni por el pecado, ni por la muerte. Cristo es la respuesta amorosa de Dios a la maldición que somete al hombre al dominio de la muerte, por el pecado. Pero Dios no hizo la muerte, ni puede morir, y Cristo tendrá que asumir una carne mortal, haciéndose, como dice san Pablo, “pecado” por nosotros, para destruir la muerte, perdonando el pecado, y liberar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud del diablo. “Era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en su gloria.”

Cuando el pueblo de Israel pecó en el desierto, la muerte le salió al encuentro por medio de las serpientes. Pero Dios, a través de “la serpiente de bronce” les dio la oportunidad de salvarse por la fe en su palabra. Cristo tendrá que ser levantado, como Moisés levantó la serpiente en el desierto, y suscitar así la fe, en quienes hemos sido también mordidos por la serpiente.  

Ahora, por la fe en Cristo, levantado como la serpiente de bronce en el desierto, el hombre es devuelto al Paraíso, del que fue expulsado por envidia del diablo, al pecar. Dios establece con él, una alianza nueva y eterna en la sangre de su Hijo, a quien entregó por todos nosotros, y nos introduce en la vida eterna, en orden a las buenas obras del amor y de la fe, que mediante un nuevo culto en “espíritu y verdad”, lo glorifican proclamando su misericordia.

Mientras el Padre entregaba a su Hijo por amor a los pecadores, nosotros por mano de los judíos y los paganos, lo condenábamos a muerte. Él, quiso pagar con su perdón el pecado de sus asesinos, desde Adán, aplicando su justicia a los injustos y dándoles su Espíritu victorioso del pecado, para introducirlos en la vida de la Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.

          Hay un sufrimiento unido al amor, que tiene plenitud de sentido, y que es fecundo, con fruto abundante. Dar a luz una nueva vida lleva consigo un trabajo; Cristo tiene que sufrir los dolores del alumbramiento del Reino, y los apóstoles, primicias de los discípulos, tendrán que pasar con Él, por el valle del llanto, y serán también sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debe beber el Mesías (Sal 110, 7), para ser abrevados después en el torrente de sus delicias; porque en él está la fuente de la vida y en su luz vemos la luz (cf. Sal 36,9), y para levantar la cabeza con Él, en el gozo eterno de la Resurrección.

          Que así sea.

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