Jueves 33º del TO

Jueves 33º del TO

Lc 19, 41-44

Queridos hermanos:

          Como veíamos el otro día en el Evangelio de la expulsión de los vendedores del templo, el día de la “visita” de Jerusalén era el día de su juicio, que debía comenzar por la Casa de Dios. El Señor (Ml 3,1)  no encuentra fruto en él templo ni conversión en Jerusalén; el Señor es rechazado, expulsado de la ciudad, crucificado y la presencia de Dios abandona el templo, rasgándose en dos el velo del Santuario de arriba abajo, desde lo alto (Mt 27, 51). Según una tradición judía, ante la muerte de un hijo, el padre rasgaba sus vestiduras. El templo vacío y sin fruto se secará como la higuera (Mt 21, 18) y quedará en manos de los demonios que lo destruirán junto con la ciudad, como hemos escuchado en el Evangelio: «Tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.»

          Pero el Señor tenía designios de paz para su pueblo, como también hoy cuando se acerca a nosotros con entrañas de misericordia llamándonos a conversión; quizá tendrá que llorar sobre alguno de nosotros porque ve lo que nos espera si no nos convertimos: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz!: Sellaré un pacto en su favor aquel día; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y los haré reposar en seguro. Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos.” Así ocurre a los que acuden a los ídolos: “Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen; no comprenden en su corazón, no se convierten, y no son curados.” Pero como dijo Orígenes, (Lucam hom. 38): Yo no niego que aquella Jerusalén fuese destruida por los pecados de sus habitantes; pero os pregunto si estas lágrimas han sido vertidas también sobre vuestra Jerusalén. Cuando alguno peca después de participar de los misterios de la verdad, se llorará por él; pero no por ningún gentil, sino sólo por aquel que perteneció a Jerusalén y después la abandonó.

          Ahora es el tiempo favorable. ¡Volved a mí, hijos apóstatas! Deje el malo su camino y vuelva al Señor, que ahora es tiempo de misericordia. Ya el segador recibe su salario y recoge fruto para vida eterna. Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros. Veréis lo que haré con vosotros: me daréis gracias a boca llena. Bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos. Yo le doy gracias en mi cautiverio; anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador.

          Que así sea.

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Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO 

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

          Ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige hoy una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

          La palabra de este día nos presenta el sentido de la vida como un tiempo de misión, para recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios que recibimos por la efusión de su Espíritu. El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual, según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el Señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, según el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”.

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio, el pecado como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde los orígenes, como vemos en el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto debe ser amputado, para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena.

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra de no ser conscientes de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando en nosotros la conciencia de nuestras faltas, en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Ya dice san Juan que: “El amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor, con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo.” Es la actividad constante del amor que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

           Que así sea.

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Martes 33º del TO

Martes 33º del TO 

(Lc 19, 1-10)                                                            

Queridos hermanos:

          El Evangelio nos habla de Jericó, figura del mundo, en el que se encuentra el hombre necesitado de salvación, mientras que Jerusalén, es figura del cielo, donde se encuentra la presencia de Dios.

          El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó, se detiene para curar a Bartimeo, como veíamos ayer, mostrando a todos los que le siguen su fe; hoy, se adentra en Jericó, al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el amor no desespera nunca de la salvación de nadie.

          Ayer vimos a un pobre ciego encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios, y hoy, a un hombre rico y de pequeña estatura, acoger la salvación en su casa; hemos visto a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador, alegrar a los ángeles de Dios.      

          Natanael, el “judío en quien no hay engaño,” es visto debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol, pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo son amados y conocidos por su nombre de vivos, mientras que aquel “rico epulón” de la parábola, permanece en el abismo de la muerte y su nombre es ignorado. Sólo queda recuerdo de sus vicios.

          Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret; conoce su pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que está actuando en él le hace correr y subirse al sicómoro, para que Cristo salga a su encuentro, llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo, al sentirse llamado, conocido, y amado por Dios. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con Zaqueo; también la cruz del Salvador, de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta, como la higuera, a los que creen en Él, dice San Beda.  

          También como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente (puesto en pie) profesión de su fe, mostrándola con sus obras, como dice Santiago (St 2, 18): “Daré -dice- la mitad de mis bienes a los pobres” y restituiré cuatro veces lo defraudado. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación de Zaqueo, ha entrado en su casa.

          Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre incrédula que les dificulta el acudir a él; uno gritando y el otro corriendo y subiéndose al árbol. La multitud que no cree, en este caso, murmura de Cristo y en el otro, trata de hacer callar al ciego.

          El pecador es buscado con compasión y paciencia, siendo encontrado por la misericordia de Dios, para la que no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.

          El Evangelio de hoy nos muestra que Dios no se contenta con esperar que volvamos a él, sino que él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos a él, para salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.

          Así nos busca hoy a nosotros el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer así nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y celebrar Pascua con él.

 

          Que así sea

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Lunes 33º del TO

Lunes 33º del TO 

(Lc 18, 35-43)

Queridos hermanos:

El Evangelio de hoy nos presenta al “ciego de Jericó,” nuestro viejo compañero en el camino de la fe. San Marcos le llama Bartimeo, que invoca a Jesús como Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. Aparece sentado, incapaz de caminar, y el Camino mismo viene a su encuentro impulsándolo a seguirlo.

Es digno de considerarse cómo un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre en el correr de los siglos, precisamente por haber tenido la gracia de discernir en Jesús de Nazaret al Cristo de Dios, siendo su fe un ejemplo para la Iglesia y para todos nosotros. El Evangelio nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad, para edificación nuestra.

Este ciego, que es además pobre y mendigo, ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia, que desconocemos, a un discernimiento del que carecen los sacerdotes, escribas y fariseos de su tiempo, que incluso el mismo Pedro, ha tenido que recibir directamente del Padre celestial: “Jesús de Nazaret es el Mesías; el Hijo de Dios vivo”, a quien las Escrituras señalan como: “Hijo de David,” siendo de todos conocido, que, en su venida, daría la vista a los ciegos.

He aquí un ciego que ve; un pobre mendigo que ha encontrado el “tesoro escondido” y quiere registrarlo en propiedad; un ignorante que conoce la verdad de la Vida y en este momento que la tiene a su alcance, la proclama instruyendo a los doctos. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén. He aquí a un ciego, que con su oración hace detenerse al “Sol” en Jericó, como en otro tiempo Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un pobre que enriquece a los potentados.

Ha llegado el momento de proclamar su fe, como dice san Cirilo: ¡Jesús!, ¡Hijo de David! (Mesías), ¡rabbuni! (mi maestro y mi Señor).

No en balde Jesús le deja seguir gritando con insistencia, como a los niños de Jerusalén y como a sus elegidos que están clamando a él día y noche. Está profetizando, proclamando el Evangelio con todo su ser, un pobre mendigo ciego. A este ciego, le hace esperar, porque con sus clamores está salvando al mundo, proclamando la fe que trae la salvación: “Todo el pueblo al verlo, alabó a Dios.” Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí!, y Jesús viene a responderle: ¿Qué quieres que haga por ti, si ya has alcanzado "el Reino de Dios y su justicia?", ¿qué quieres "por añadidura?" Todo se te puede dar. "Recobra la vista" ya que así lo deseas, pero es "tu fe" la que "te ha salvado."

Ha llegado también el momento de "dejar" la seguridad que le ofrece "su manto," según nos narra el Evangelio de Marcos, de seguir al Señor a la Jerusalén de arriba; a Cristo, que es el Camino a la casa del Padre. Superada la etapa de la “humildad,” gritando al Señor; ha superado también la etapa de la “simplicidad” proclamando su fe y, por fin, ha llegado el momento de entrar en la “alabanza” de los elegidos: “Y le seguía glorificando a Dios.”

A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía a nosotros ciegos y pobres; ignorantes y mendigos, si es que hacemos propia la fe de Bartimeo.

         Que así sea.

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Domingo 33º del TO

Domingo 33º del TO B 

(Dn 12, 1-3; Hb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32).

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, con la preparación cósmica del acontecimiento, decisivo para toda la creación.

Todas las generaciones de la Iglesia han pensado que la venida del Señor era inminente, y podemos creer que se equivocaron porque seguimos esperando, pero no es así. Es el Espíritu quien suscita en la Iglesia esta tensión, generación tras generación, para ayudarla a vivir sin poner su seguridad en este mundo que pasa y poner su confianza en el Señor. Lo importante no es que el Señor venga ahora o que tengamos que esperar todavía, sino el mantener esta tensión y esta esperanza propias del amor, que iluminen las tinieblas de este mundo.

Con el nacimiento de los cielos y tierra nuevos, la apariencia de este mundo terminará, se desvanecerán las seguridades mundanas y la angustia se apoderará de los que se apoyan en ellas. “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). En cambio, la esperanza de los creyentes se fortalecerá y se acrecentará su gozo, ante la cercanía del cumplimiento de la promesa. ¡Viene el Señor!

El plan de Dios llegará a su fin y aparecerá un pueblo santificado, que tomará posesión del Reino de Dios. La purificación final será angustiosa, pero cargada de esperanza en medio de los dolores del alumbramiento. Que se alegren los oprimidos por la injusticia, los atribulados por el dolor y todos los que aman al Señor, porque vendrá para hacer justicia y los llevará con Él para siempre; ya no habrá más luto, ni llanto, ni dolor, cuando se colmen las ansias de su corazón.

Sabemos que hay distintas venidas del Señor precedidas de una preparación, con señales anunciadoras, pero lo importante es que viene el Señor. Para el discernimiento de estas señales precursoras se necesita la vigilancia del amor, que se abre a la misión del testimonio de la misericordia, alcanzando la salvación. El fuego del Espíritu impulsa a los fieles a no permanecer inactivos aguardando la venida del Señor, impulsando en ellos el testimonio de Jesús, (Ap 12, 17) enseñando a todos la luz de la justicia, que los hará brillar como astros por toda la eternidad (Dn 12, 3).

Cada generación está llamada a enfrentar este acontecimiento en la medida que le corresponde; “Pero cuando El Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? Velad y orad para que no caigáis en tentación.

          Cristo se entregó para vencer al diablo, que será sometido definitivamente en su advenimiento. “Cuando todos sus enemigos sean puestos bajo sus pies”, como dice la Carta a los Hebreos; entonces “sus elegidos”, los justos, serán reunidos junto a Él para siempre. Es cierto que Cristo vino a llamar a los pecadores (cf. Mt 9, 13), porque sólo los que hayan sido justificados serán “elegidos,” como dice san Pablo: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. ¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios. Y tales, fuisteis algunos de vosotros. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Co 6, 9-11); a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó” (Rm 8, 30).

          Este es un tiempo de espera para la conversión de los pecadores, y tiempo de oración para “sus elegidos, que están clamando a él día y noche” como en la parábola de la viuda importuna (Lc 18, 1-8). Tiempo de misericordia y de paciencia de Dios, “año de gracia del Señor” que quiere que todos los hombres se salven, tiempo de paciencia, en la esperanza de la promesa, para los justos, a los que se “hará justicia pronto”, cuando venga el Señor. Tengamos presente que tan grande como la misericordia del Señor es su justicia, que habrá un juicio sin misericordia, según las palabras de Santiago, para quien, no habiendo acogido el don gratuito de la misericordia, no practicó la misericordia.

          Este final es, en realidad, el comienzo de la vida dichosa, ante la cual todo es preparatorio e insignificante, porque pasará la figura de este mundo. 

          Que la Eucaristía que ahora nos congrega en torno a la entrega de Cristo, nos una y nos disponga para acogerlo en el don total de su Parusía.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 32º del TO

Sábado 32º del TO

Lc 18, 1-8

Queridos hermanos.

          Hoy la palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar esto quiere decir, que no hay otra posibilidad alternativa de vida cristiana que permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca, cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque, como nos dice la parábola, en la vida cristiana se realiza un combate que debe durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del hombre”, cuando venga a hacer justicia; mientras tanto, el adversario, no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

          Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se prepara para conquistarla, la figura de este adversario es Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra; para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés, mientras combate sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda, figura de la Iglesia, necesita de la constancia en la súplica ante el juez como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión poderosa de Dios, mientras dura el tiempo establecido por él para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Dios, que escucha siempre la oración, hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

          Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, ya nos pone sobre aviso acerca de que el combate nos acompañará toda la vida; entonces se le quitará todo poder al Adversario. Sólo entonces, el combate no será ya necesario.

          Una tal oración implica una fe en consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? ¿Una fe que haga que sus elegidos estén clamando a Él día y noche?

          El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a él día y noche, como hace esperar al ciego de Jericó, Bartimeo, porque con su clamor hacen presente a Cristo, testificando con su fe, el amor de Dios a cuantos les rodean.

          La oración garantiza la victoria; la fe hace posible la oración. En la oración no son necesarias muchas palabras, pero sí constancia en la actitud del corazón, cercanía y unión amorosa con el Señor, que descubriendo la propia precariedad, confía plenamente en él. Más importante que aquello que pedimos, es el hecho de pedirlo; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento a Dios, haciéndole presente también nuestras preocupaciones y necesidades, sin olvidar las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios (que es su amor), con la sed del hombre, (que es su necesidad de amor y de amar).

          Que así sea.

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Viernes 32º del TO

Viernes 32º del TO 

(Lc 17, 26-37)

Queridos hermanos:

          Una palabra sobre la vigilancia, porque todo lo que ahora nos envuelve con apariencia de consistente, es realmente precario y transitorio si consideramos nuestro destino eterno. Hay momentos y acontecimientos imprevistos en la historia humana y del mundo, que marcan una discontinuidad radical de la existencia, como el diluvio, la destrucción de Sodoma, las guerras, las catástrofes naturales, la vida de las personas, las enfermedades, los accidentes y la muerte misma. Frente a ellos no hay más posibilidades que encontrarse dentro o fuera, dependiendo de ello la propia subsistencia. La salvación de Noé fue entrar en el arca y la de Lot salir de Sodoma, pero en ambos casos la salvación vino en escuchar y adecuarse a la palabra de Dios, que sitúa al hombre para salvarlo.

 Así dice Cristo que sucederá el día de su manifestación. Habrá un antes y un después que alcanzará a todo hombre dondequiera que se encuentre, dependiendo su destino de su situación en relación con la Palabra de Dios encarnada, que es Cristo. Será algo evidente: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán los buitres.» Así sucede también a cada uno individualmente ante el anuncio del Kerigma; según lo acoja o lo rechace, se sitúa ante la misericordia o ante el juicio. Todo en la existencia actual es provisional, en espera de que Cristo lo transforme todo en definitivo; toda opción del hombre se establece a favor, o en contra suya. “El que no está conmigo está contra mí.”

La palabra del Evangelio nos presenta una llamada al discernimiento y a la vigilancia, que nos sitúen consecuentemente junto a Cristo y frente al mundo, mientras el tiempo llega a su cumplimiento.

Para quien ha conocido al Señor, su esperanza está llena de inmortalidad, como dice la Escritura refiriéndose a los justos. El sentido de su vida es la inmolación propia del amor, a semejanza de la creación misma; el poder perder la vida por el Señor y por el Reino de los Cielos, a favor de los hombres, anunciando el Evangelio a tiempo y a destiempo, con oportunidad o sin ella, dando así razón de nuestra esperanza. Esta palabra es una llamada a la vigilancia del corazón, para conocer, amar, y servir al Señor esperando con ansia su venida, en el amor a los hermanos.

Unámonos a la esperanza de la Iglesia diciendo en la Eucaristía: ¡Maran-athá! Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu reino.

Que así sea.

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