Jueves 30º del TO
Lc 13, 31-35
Queridos hermanos:
A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita hacia su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo, para que lo haga retornar a Él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le agrada vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces, Dios le envía a su Hijo para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes”. Pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado, y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos: un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna, sellada en su sangre para la vida del mundo.
Cristo
sabe que, en el cumplimiento de su misión, nada lo puede detener. Sabe también
que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre, que
Él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del Hombre debe ser entregado, pero ¡ay
de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti, Jerusalén, porque tendrás que beber un
cáliz amargo, preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que endurece su corazón
en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de
su deuda!
Al
igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio prefieren la
ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les
estorbe su negocio. Ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos
que usan engaños y tienden asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la
boca del Señor —y no Herodes— que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que
la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.
Seguirá
curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su
muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso del
diablo, astuto y falso. Por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los
gentiles, a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y
apedrea a los que le son enviados.
Sólo
Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a
los paganos. Pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y
Jerusalén quede privada de sus alas protectoras por su incredulidad, su nido
será saqueado por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos, quedará
desierta cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del
Santuario se rasgue en dos, de arriba abajo, con la muerte de Cristo. Los
judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán
masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de
paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en
que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas
partes; te estrellarán contra el suelo, a ti y a tus hijos que estén dentro de
ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de
tu visita».
También
nosotros somos llamados a ser fieles a la misión a la que hemos sido convocados
en Cristo, para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su
Cuerpo Santo.
Que así sea.