Jueves 30º del TO

Jueves 30º del TO

Lc 13, 31-35

Queridos hermanos:

A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita hacia su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo, para que lo haga retornar a Él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le agrada vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces, Dios le envía a su Hijo para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes”. Pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado, y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos: un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna, sellada en su sangre para la vida del mundo.

Cristo sabe que, en el cumplimiento de su misión, nada lo puede detener. Sabe también que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre, que Él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del Hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti, Jerusalén, porque tendrás que beber un cáliz amargo, preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que endurece su corazón en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de su deuda!

Al igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio prefieren la ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les estorbe su negocio. Ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos que usan engaños y tienden asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la boca del Señor —y no Herodes— que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.

Seguirá curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso del diablo, astuto y falso. Por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los gentiles, a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.

Sólo Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a los paganos. Pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y Jerusalén quede privada de sus alas protectoras por su incredulidad, su nido será saqueado por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos, quedará desierta cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del Santuario se rasgue en dos, de arriba abajo, con la muerte de Cristo. Los judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes; te estrellarán contra el suelo, a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

También nosotros somos llamados a ser fieles a la misión a la que hemos sido convocados en Cristo, para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su Cuerpo Santo.

           Que así sea. 

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Miércoles 30 del TO

Miércoles 30º del TO

Lc 13, 22-30

Queridos hermanos:

A la pregunta sobre cuántos se salvan, la respuesta del Señor viene a ser: depende de vosotros. Se salvan los que quieren; aquellos que acogen la salvación gratuita de Dios con una vida conforme a su voluntad; aquellos que permanecen en el amor que han recibido gratuitamente del que los ha redimido con su sangre, y perseveran hasta el fin en su gracia; aquellos que, con la fuerza de su Espíritu, combaten, se hacen violencia y convierten su fe en fidelidad.

Leemos en la profecía de Habacuc (2,4): “El justo vivirá por su fidelidad.” La justificación que se alcanza por la fe, si se hace vida, deviene en fidelidad: esa perseverancia en el don recibido, esa respuesta constante al amor que nos precede.

Decía San Juan de la Cruz que al final seremos examinados en el amor. Y la puerta estrecha tiene la forma y la incomodidad de la cruz, en la que se nos ha mostrado verdaderamente el Amor. Amar al que nos ama y al que goza de nuestra simpatía es un amor fácil, natural, carnal, que no necesita ser valorado. Pero el amor del que penden la ley y los profetas es revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo.”

El amor de Dios por nosotros, ingratos y pecadores, es tan insólito que ha necesitado ser anunciado, revelado en Jesucristo y recibido por el don del Espíritu. De este sumo Bien bebe la creación entera. Adherirse a Él en libertad es participar de su bondad, o como solemos decir: ser bueno, hacer el bien.

Hacer el mal, ser malo, por el contrario, implica siempre un rechazo del Bien en sí y de la bondad que hay en las creaturas. Es a través de sus obras como conseguimos captar la verdad de la persona: su bondad o su maldad, tan llenas de intenciones, deseos y propósitos. “Apartaos de mí, agentes de iniquidad.” Nuestras acciones deben estar en concordancia con nuestros buenos deseos y proyectos de bondad para considerarnos en el camino del bien. De lo contrario, nuestra pretendida bondad no sería más que una vana ilusión, que podría llevarnos al más fatídico desengaño.

“Hechos son amores”, dice la sabiduría popular. “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.” Es decir, por la obediencia, el siervo llega a ser amigo: “El que guarda mis mandamientos, ese me ama.”

Por la Eucaristía somos introducidos en la entrega de Cristo, y nos adherimos a ella con nuestro amén, para hacerla vida nuestra en la espera de su venida.

                    Que así sea.

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Santos Simón y Judas, apóstoles

Santos Simón y Judas, apóstoles.

Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-19

Los Santos Apóstoles Simón y Judas

En esta fiesta, conmemoramos a dos apóstoles del Señor: Simón, llamado el Cananeo o Zelota, y Judas de Santiago, también conocido como Tadeo, según lo nombra san Lucas. San Cirilo los denomina Obediencia y Confesión, y añade que fueron constituidos, junto con los demás apóstoles, como doctores de todo el mundo, para liberar a los judíos de la servidumbre de la ley y apartar a los idólatras del error gentil, conduciéndolos al conocimiento de la verdad.

Fueron apóstoles elegidos por el Señor como testigos de la Resurrección. El libro del Apocalipsis los presenta como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén. Hoy celebramos su gloria, que no procede de su nacimiento, ni de su posición social o nacionalidad —pues sabemos que eran simples galileos, rudos como la mayoría de los apóstoles—; tampoco proviene de su elección para el apostolado, ya que también Judas Iscariote fue elegido; ni de su virtud, pues Pedro negó al Señor y Pablo fue perseguidor. Lo que los glorifica en este día es que fueron fieles hasta el fin a la misión que les fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor. Por ello, la tradición los considera mártires.

También nosotros somos llamados a la fidelidad y al testimonio del Evangelio, por el don recibido como miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Sin embargo, nuestra gloria no nos será dada por el mundo, sino que la forjaremos con nuestra fidelidad y perseverancia en el servicio de amor hacia aquellos hermanos que el Señor tenga a bien encomendarnos.

El Señor eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con Él y para enviarlos a predicar. De ahí proviene el nombre de apóstol, que significa “enviado”. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles fueron los primeros testigos del Evangelio: de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Primero en Judea, y luego en todo el mundo. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles que ellos habrían de congregar.

Así como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta comprender la unidad de Cristo con el Padre, lo cual equivale a querer penetrar el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando “Dios” a quien Cristo nos enseñó a llamar “Padre nuestro”, como nos recuerda san Pablo. Pero el amor, la misericordia, la bondad, la palabra del Padre nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: “Quien me ve a mí, ve al Padre”; “El Padre está en mí y yo en el Padre”; “Como el Padre me amó, así os he amado yo”; “Yo y el Padre somos uno”. No obstante, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, pues Él mismo dice: “El Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28); “Mi alimento es hacer su voluntad”; “Yo hago siempre lo que a Él le agrada”.

El Evangelio menciona a estos apóstoles únicamente en la designación de los Doce, y lo demás que sabemos de ellos proviene de las escasas tradiciones surgidas en los lugares donde ejercieron su misión. El Señor, en efecto, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. Quien a vosotros escucha, me escucha a mí; y quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado”.

Lo que sí sabemos de los apóstoles es que entregaron sus vidas por la misión, sostenidos por la fuerza del Evangelio y del Espíritu Santo, que suplía su precariedad humana y los hacía testigos del amor recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos fueron los que escribieron, pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando como herencia las Iglesias que fundaron en todo el mundo, de las cuales hemos recibido la fe que nos salva.

Elevemos, pues, nuestra acción de gracias a Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo, que nos dio a los apóstoles, quienes nos han preparado la mesa de su Palabra y de su Cuerpo y Sangre, que nos nutre para la vida eterna.

          Que así sea.

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Lunes 30º del TO

Lunes 30º del TO

Lc 13, 10-17

Queridos hermanos:

El centro de esta palabra no es la mujer enferma de la que el Señor se apiada, ni siquiera la falta de discernimiento que muestra el legalismo de los judíos respecto al sábado. El núcleo está en la cerrazón del jefe de la sinagoga y de los judíos, quienes, despreciando a Dios, se resisten a acoger su iniciativa de misericordia para volverse a Él.

La voluntad amorosa de Dios es la salvación de su pueblo, una salvación que se extiende a todos los hombres y que se hace carne: primero en la elección de Israel, luego en la ley, y finalmente en Cristo, quien viene a perdonar el pecado y a comunicar a los hombres su naturaleza de amor por medio del Espíritu Santo.

La predicación de Cristo, sus milagros y, en definitiva, la entrega de su vida, hacen posible el cumplimiento del plan de salvación de Dios, pero sólo en quien lo acoge. En cambio, los judíos han convertido su relación con Dios en un legalismo de autojustificación y cumplimiento de normas externas que no conducen a Dios. El amor a Dios y al prójimo ha sido sustituido por ritos anquilosados en su materialidad, sin relación alguna con la verdad del corazón. Cristo insistirá constantemente en aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Volvemos, pues, al tema del amor como corazón de la ley, y a la superficialidad inmisericorde de quien está alejado de Dios.

También nosotros necesitamos poner nuestro corazón en Dios, de modo que sea el amor quien dirija nuestra vida, nuestro culto y nuestra relación con Dios y con los hermanos. Si el origen, el medio y la finalidad de nuestra relación con Dios no es el amor, entonces nuestra religión es falsa y vacía.

Como premisa, podemos tomar conciencia de lo despiadado de la tiranía del demonio: dieciocho años de opresión imperturbable sobre una persona, que sin la redención de Cristo podría haber sido interminable. Es significativa la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás. Con él entró el pecado y la muerte, de la cual el mal y la enfermedad no son más que manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una criatura puede ser tan grande, ¡cuánto más será la misericordia de Dios, su Creador, al ver la vejación de su criatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor curativo y de salvación incuestionable, aunque paradójico. El sufrimiento, como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización puramente mundana, y mediante la humildad, abre el camino del corazón humano a la trascendencia. Con todo, nos enfrentamos una vez más al interrogante: ¿por qué Dios permite el sufrimiento? ¿Acaso el sufrimiento puede ser un medio pasajero —muchas veces insustituible— para alcanzar un bien definitivo? ¿No es posible que la mujer del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud, se hubiese perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo, después de su enfermedad, la haya salvado definitivamente? Sin duda. Pero subsiste, además, el sufrimiento como consecuencia de la libertad humana y del pecado.

En el Evangelio podemos descubrir cómo sólo el Espíritu Santo permite ver la realidad con su óptica de misericordia: “Misericordia quiero”. Pero si falta, no puede captarse más que la materialidad de la apariencia. Mientras la letra de la Ley mata, su corazón es el amor, y la caridad edifica. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia, porque su corazón, cerrado a Dios, se cierra también a la caridad. Quien no se conmueve ante el sufrimiento y la perdición ajena, tampoco lo hará ante la misericordia. Sólo un amor que madura es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal, podemos decir: “El amor tiene razones que la razón no comprende”. El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. La Escritura lo expresa claramente: “Quien ama, cumple la Ley”.

La respuesta de Jesús viene a ser: ¡En sábado se puede amar!

Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios descansa del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de su amor. “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”, dirá Jesús. El Padre descansó de crear, pero no deja de amar, gobernar y renovar cada día la creación. El trabajo del amor nunca se detiene. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “Haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”. También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si como el salmo proclamamos: “Por la mañana anunciamos, Señor, tu misericordia”, testificándola con nuestra vida.

Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa. Una cosa es trabajar para sostener el cuerpo, y otra muy distinta, inmolarlo por amor y para amar.

            Que así sea.         

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Domingo 30º del TO C

Domingo 30 del TO C

Eclo 35, 12-22; 2Tm 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14

Queridos hermanos:

El pasado domingo, la Palabra nos hablaba de la oración constante y sin desfallecer; hoy nos presenta otras de sus cualidades necesarias: la humildad y la misericordia. Acudir a la misericordia de Dios con nuestra propia misericordia y con humildad son condiciones necesarias para ser escuchados nosotros, a quienes Él ha mostrado su amor.

Al publicano, y a cualquier pecador que acude al Señor creyendo en su misericordia, le basta la humildad de reconocerse pecador para ser justificado por el Señor, porque: “El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado”.

La justicia verdadera está en el corazón, y Dios la conoce porque procede de Él. Es Él quien justifica al hombre concebido en la culpa, al pecador que lo invoca con el corazón contrito y humillado. El justo no desprecia a nadie, porque sabe que su justicia viene de Dios, y la humildad es su compañera. Lo primero que hace el justo es acusarse a sí mismo. Siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios, misericordia y esperanza en el cumplimiento de su promesa. Siente la necesidad de la unión con Dios, y lo busca a través de la oración.

El fariseo de la parábola tiene ciertas virtudes por las que dar gracias a Dios, pero, olvidando su condición pecadora y el origen de sus gracias, se glorifica a sí mismo, robando su gloria a Dios. “Será humillado”. Además, el valor de sus virtudes queda reducido a su componente carnal por su falta de misericordia. En efecto, al proceder de la misericordia gratuita de Dios, nuestra justicia se acompaña de la humildad y de la misericordia recibida. De ahí que justicia, humildad y misericordia vayan siempre unidas, de tal forma que, al faltar una, las otras desaparezcan. Dejar de recordar los propios pecados y el “Egipto” del que fue liberado lleva al hombre a alejarse del amor y de la gratitud, y a precipitarse en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra quien juzga.

Para san Pablo, la justicia es fruto de la fe que procede de Dios, y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe que obra por la caridad y deviene en fidelidad. “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4). “Permaneced en mi amor”. Por eso, el humilde —que es además justo y misericordioso— glorifica a Dios por los dones recibidos, sin despreciar a los pecadores, e intercediendo por ellos.

Para que un publicano vaya al templo y rece a Dios, le son necesarias dos gracias: la primera le permite creer en la misericordia divina que justifica al malvado, y la segunda, humillarse. Como dice la Escritura: “Creyó Abraham en Dios, y le fue reputado como justicia”. “El que se humille será ensalzado”.

Reconozcámonos, pues, humildemente agraciados, y unámonos a la misericordia de Dios, que se hace don para nosotros en el cuerpo y la sangre de Cristo, y en nosotros, don para los demás, aun en sus pecados.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 29º del TO

Sábado 29º del TO

Lc 13, 1-9

Queridos hermanos:

El Señor aprovecha la ocasión para deshacer una antigua concepción que sostenía la exclusiva retribución del bien y del mal en esta vida, concepción que ya el libro de Job comienza a relativizar. Ante la pregunta acerca de quién pecó para que aquel hombre hubiera nacido ciego, el Señor responde que ni él ni sus padres pecaron. La apertura del pensamiento ante la revelación progresiva de una vida trascendente a este mundo lleva implícita, como consecuencia, la apertura a la concepción de una retribución de ultratumba a las acciones humanas. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; pero no unos años más o menos, sino eternamente.

Tanto la catástrofe de los galileos como el desplome de la torre de Siloé son tan imprevisibles como el momento de nuestra muerte, que —según dice el Señor— no depende del pecado de quienes la padecen. Si Dios castigara nuestros pecados con desastres o con la muerte, hace mucho que el mundo ya no existiría. Nuestro verdadero problema no son los avatares de esta vida, sino todo aquello que ponga en riesgo nuestro destino eterno: la conversión o el empecinamiento en nuestros pecados.

La higuera de la parábola se juega su supervivencia por el fruto. En nuestro caso, aprovechar la acción de la gracia mediante la conversión nos alcanza un fruto para la vida eterna. En eso sí debe intervenir nuestra voluntad. Por tanto, esta palabra es una llamada a la sabiduría y a la vigilancia.

En el libro del Éxodo encontramos tres afirmaciones: Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “se ha fijado” en sus sufrimientos. Tres momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, como las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado, al que revela su nombre y le confiere su poder. El enviado será Cristo, cuya figura fue Moisés. Si el pueblo en Egipto no cree en la palabra de Dios que Moisés, su enviado, le anuncia, y rechaza apoyarse en “Yo Soy”, ignorando su promesa, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando por el desierto, y allí perecerá.

Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos —cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios—, Jesús les hará caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos, o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la conversión: la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo en quienes le acogen creyendo en Él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor, enviando a su propio Hijo, es rechazada, ¿qué otra posibilidad queda de escapar de la “muerte sin remedio”? (cf. Gn 2, 17).

San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros, que hemos llegado a la plenitud de los tiempos”; que nos encontramos en el tiempo oportuno, en el día de salvación, que es el “Año de gracia del Señor”. Hoy la Iglesia proclama estas cosas con la esperanza de que produzcan frutos de conversión, y no tenga que ser cortada nuestra higuera cuando, terminado el “tiempo de higos”, venga el “tiempo de juicio” con la visita del Señor.

Que nuestro ¡amén! a Cristo, que se nos ofrece hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios, abriéndonos a las necesidades de nuestros semejantes.

           Que así sea.

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Viernes 29º del TO

Viernes 29º del TO

Lc 12, 54-59

Queridos hermanos:

Incluso humanamente, esta es una palabra sabia. En cierta ocasión, decía un notario: “Es mejor un mal arreglo que un buen juicio.” ¡Cuánto más frente a Dios, ante quien, siendo todos culpables, se nos ofrece el mejor de los arreglos por medio del perdón!

El tiempo de Cristo es tiempo de paciencia y de misericordia, que la Escritura, por boca del profeta Isaías, denomina “el año de gracia del Señor.” Es un tiempo que debemos discernir y acoger, antes de que llegue el inexorable “tiempo del juicio,” pues la justicia divina no es inferior a su misericordia. Dice Santiago: “Habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia.” Y podríamos añadir, con toda certeza: también para quien no la acogió, puesto que le fue ofrecida por Cristo, o anunciada por medio de sus discípulos, que deben proclamarla a toda la creación.

El Señor obra signos ya anunciados por los profetas en las Escrituras, que se cumplen con la misma fidelidad con la que los fenómenos de la naturaleza obedecen la ley del Creador: “Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre” (Jn 15, 24). Estos signos revelan al Mesías y anuncian la inminencia del juicio, que, en Cristo, se anticipa como perdón y misericordia. Pretextar ignorancia después de verlos es hipocresía, que esconde desprecio por las Escrituras y mala voluntad para la conversión ante los signos de Cristo. Y para quienes rechazan la misericordia, sólo queda el juicio y la implacable sentencia de la justicia, ante la cual somos todos reos de culpa. Pero, aun siendo grande nuestra culpa, la expiación de Cristo en nuestro favor sobreabunda sobre nuestra maldad: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia,” como dice san Pablo.

“Bochorno y tempestad” vendrán sobre quienes no se acojan a la gracia que Cristo nos ofrece gratuitamente. Tendrán ojos y no verán, oídos y no escucharán; no tendrán discernimiento para convertirse. Ante la ley, y ante el amor y la misericordia que Dios nos ha mostrado en la cruz de Cristo, ¿quién osará presumir de su propia justicia? Pedir perdón es tener sabiduría; perdonar es haber alcanzado la salvación.

Para quienes hemos sido ya objeto de la misericordia divina, este es un tiempo de vigilancia. La gracia recibida demanda en nosotros correspondencia respecto a nuestros adversarios, pues: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará.” Para este testimonio hemos sido alcanzados gratuitamente por la misericordia divina, en favor del mundo.

Acojamos, por tanto, la gracia de Cristo que se nos da en la Eucaristía, y acudamos al banquete de la misericordia para ser saciados por Cristo y recibir en Él vida eterna con nuestro ¡Amén!

      Que así sea.

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