La Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

La Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo

Hb 9, 11-15; Jn 19, 28-37.

Queridos hermanos:

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, que en el nuevo calendario queda unida a la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que expía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornando a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.” «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.» Beber la sangre de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso.  

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó a tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

Esta fiesta, nos presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

También el rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, y presenta a Dios la ofrenda, alcanzando para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

          Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.

           Que así sea

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Lunes 13º del TO

Lunes 13º del TO 

Mt 8, 18-22                    

Queridos hermanos:

El Reino de los Cielos requiere cortar con el mundo. Todo se debe posponer para su realización. Ni la familia es un valor absoluto frente a él, cuando aparece la llamada de seguir a Cristo, que supone una precariedad en el desprendimiento, como en las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa. Sólo quien descubre su valor lo sabe apreciar, como decía san Pablo: “Todo lo tuve por basura con tal de ganar a Cristo.

Si el cometido del hombre sobre la tierra es conseguir la salvación mediante su incorporación al Reino de Dios, hacerla presente a los hombres a través del anuncio del Evangelio, es prioritario respecto a cualquier otra realidad de esta vida.

          El amor de Dios es llamada, envío, y misión, que se van perpetuando en el tiempo a través de los discípulos, invitados al seguimiento de Cristo. Toda llamada a la vida, a la fe, al amor y a la bienaventuranza, lleva consigo una misión de testimonio que tiene por raíces el amor recibido y el agradecimiento, pero siendo miembros de un cuerpo, tenemos distintas funciones, que el Espíritu suscita y sustenta por iniciativa divina para la edificación del Reino, del cuerpo, y son prioritarias en la vida del que es llamado.

El seguimiento de Cristo es, por tanto, fruto de la llamada por parte de Dios, a la que el hombre debe responder libremente, anteponiéndola a cualquier otra cosa que pretenda acaparar el sentido de su existencia. La llamada mira a la misión y en consecuencia al fruto, proveyendo la capacidad de responder y la virtud de realizar su cometido, teniendo en cuenta que puede tratarse de objetivos superiores a las solas fuerzas. Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud de sentido de la existencia que, de por sí, constituye ya la primera explicitación de la llamada libre de Dios.

La carne y la sangre tienen también su propia solicitación a través de los afectos y de las demás fuerzas de la naturaleza, que hay que saber distinguir de la llamada de Dios, que está en un plano sobrenatural, al cual es atraído el hombre elegido por Dios para la misión. Es en la misión, donde su existencia alcanza su plena realización, contribuyendo a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Todo proyecto humano debe posponerse al plan de Dios, cuyo alcance trasciende nuestras limitaciones carnales y espacio-temporales, situándolo en una dimensión de eternidad.

Mientras los “muertos” por las consecuencias del pecado, continúan enterrando a sus difuntos, los llamados de nuevo a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren los sepulcros de los muertos y arrancan sus cautivos al infierno.

Nadie puede arrogarse semejante misión, que requiere en primer lugar el haber sido restablecidos de nuevo a la vida, para lo cual se necesita escuchar la voz del Redentor que le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; ¡Tú, ven y sígueme!

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo, y muchos pretextos para postergar su llamada. Seguir a Cristo, poniendo la propia vida a su servicio, supone una renuncia superior a las propias fuerzas, que sólo la gracia particular de la llamada del Señor hace posible, permitiendo al hombre negar los imperativos de la carne que desea realizarse humanamente, a través del éxito, de la estima de los otros, del afecto humano, y del bienestar engañoso que le ofrece el mundo.

Es Dios quien discierne y llama a quien quiere, dándole su gracia, pero es el hombre quien libre y diligentemente debe responder acogiendo la gracia que se le ofrece, sin mirarse a sí mismo, sino a quien lo llama, situándolo con su respuesta en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y de las prioridades de la carne.

La voluntad humana debe dar paso a la de Dios, para acoger la llamada, que es siempre iniciativa divina.

Que así sea.

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Domingo 13º del TO B

Domingo 13º del TO B 

(Sb 1, 13-15.2, 23-25; 2Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43)

Queridos hermanos:

De nuevo la palabra nos invita a contemplar la fe que salva. Cristo ha venido a destruir la muerte, fruto de la envidia del diablo, mediante el perdón del pecado con su muerte y resurrección. La consecuencia del pecado que hacía de la vida algo precario, sometiéndola al imperio de la muerte, se transforma ahora por la resurrección de Cristo, alcanzando la eternidad divina a la que fue llamada la criatura humana, en una vida perdurable.

Alcanzar esta nueva creación regenerada, es posible sólo, mediante un encuentro personal con Cristo a través de la fe. No basta saber que Cristo ha resucitado; es necesaria nuestra respuesta a la gracia, tocando a Cristo que se revela gratuitamente a nosotros, con el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad.

La curación, es pues, una añadidura, a la salvación obtenida por la acogida del hijo de Dios, enviado a salvar, y en ocasiones es también el testimonio del amor de Dios, que aviva gratuitamente en nosotros la fe que salva.

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. El hijo de la viuda de Naín, la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo por la fe.

 Postrarse ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, la incredulidad) que impide volverse a Dios y pedirle misericordia.

Dios que ve la fe que actúa en lo secreto del corazón y escucha su clamoroso silencio imperceptible a los hombres, atrae al archisinagogo y a la mujer hacia Cristo diciéndoles: ¡Venid a mí y recibiréis vida! Y mientras las manos de muchos tocaban los vestidos a Jesús de Nazaret, la fe de ellos tocaba el corazón del Cristo de Dios.

Ante Cristo, por la fe, se desvanece la impureza de la mujer y se detiene la hemorragia por la que se escapa su vida. Todos necesitamos de esta fe que nos salva cerrando el flujo por el que nuestros pecados nos van quitando la vida; la fe que nos mueve también a interceder por la curación de todos los pecadores.

Cristo se nos acerca hoy como a la hemorroísa y al archisinagogo y nos invita a no temer, sino a tener fe, en medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, debido a la constante dialéctica a que lo somete la muerte. Cristo hace presente la vida, y a través de la Eucaristía nos la da, y vida eterna.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

Misa de la vigilia: Hch 3, 1-10; Ga 1, 11-20; Jn 21, 15-19.

Misa del día: Hch 12, 1-11; 2Tm 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19.

Queridos hermanos:

          Celebramos hoy a estos dos grandes apóstoles que la tradición ha unido por su martirio en Roma. Ambos son instrumentos de elección para fundar y extender la Iglesia hasta los confines del orbe. San León Magno dice que Dios los puso como los dos ojos del cuerpo, juntos y unidos en Cristo, que es la cabeza.

          La institución y el carisma, se complementan y se necesitan mutuamente, como el sacerdocio y la profecía, presentes a través de toda la Historia de la Salvación. Cristo es sacerdote y profeta para el mundo, como lo fue también para Israel, y por él, también la Iglesia que es su cuerpo místico, comparte su misión. Pedro y Pablo nos hacen visible de forma muy especial este doble aspecto de la misión de Cristo y de la Iglesia. Al interior de la Iglesia, de la que Cristo es cabeza, Dios suscita la jerarquía para gobernarla y santificarla y los carismas para renovarla. Esta fiesta, por tanto, viene a iluminar nuestra llamada en función del mundo, y también al interior de la Iglesia, a través de estos dos grandes apóstoles.

          Ambos conocieron el amor y el perdón de Cristo como nosotros: uno al negarlo y el otro al perseguirlo, y ambos le amaron también hasta la entrega de su vida.

          Ambos encontraron la Verdad que es Cristo; predicaron lo que habían conocido; vivieron lo que predicaron y murieron por la Verdad que habían recibido, amando a Cristo. Sus vidas son todo un programa para nosotros, llamados a conocerle por la fe, vivir por él, anunciarle, y perder por él nuestra vida.    

          Como dice san Pablo: "Nuestros padres bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pedro por inspiración de Dios, va a recibir el "primado," en la proclamación de la fe en Jesús de Nazaret. Fe, sobre la que se va a cimentar la Iglesia: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” Además, recibirá de Cristo la promesa del gobierno de la Iglesia misma, que recibirá cuando haya profesado su amor a Cristo, ratificado por tres veces.

          Pablo recibirá del Señor la fe, la misión, y las gracias necesarias para el combate, que le conducirán a la meta de la vida eterna, derramando su sangre como sacrificio, a través del camino de los gentiles.

          Nosotros podemos celebrar con estos santos la misericordia del Señor, que no mira la condición de las personas, y que vence las miserias humanas, por grandes que sean, de quienes acogen su gracia y su perdón, arrebatándolos para la regeneración de los hombres.

          El amor no desespera nunca de la salvación de nadie, porque las aguas impetuosas de la muerte, no lo pueden vencer. La negrura del pecado, se desvanece al sumergirse en la claridad inmensa del Amor. Donde abundó el pecado, sobreabundaron la gracia y la misericordia infinitas del Señor.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 12º del TO

Viernes 12º del TO 

Mt  8, 1-4

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados somos llamados a ser agradecidos.

La lepra, impureza que excluía de la vida de la comunidad, es imagen del pecado, que aparta de la vida de Dios, que une a los fieles en la comunión.

          El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, profesa su fe en Cristo, postrándose ante él reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, que él se atreve a infringir acercándose a Jesús siendo un leproso.

Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso antes de decirle: queda limpio, primero, porque él puede curar con sólo su palabra y segundo, porque la ley prohíbe tocar a un leproso. Pero sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Por eso podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Además quiso someterse a la ley en lugar de abolirla, mandando después al leproso curado, para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo, Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, y así lo testifica la curación.

Quizá viendo al leproso se le hizo presente al Señor la palabra de Isaías que él iba a encarnar: “Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado”, y “quiso” ya desde ahora, sanar sus heridas; “resucitar” a aquel hombre de semejante muerte.

La curación, como dice el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad, mientras el leproso había hecho su profesión de fe, que lo salvó, como dice Cromacio de Aquilea. Por eso el Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes, y para que viesen su fidelidad a la Ley, como dice San Jerónimo, y no porque la felicidad eterna del leproso dependiera de su salud física, ni tan sólo, para que cumpliera un precepto de la Ley.

También nosotros, leprosos como somos, necesitamos la curación que ahora sabemos desea el Señor, no tanto de nuestro cuerpo, sino de nuestro corazón incrédulo por el que nos viene la lepra, y a través de nosotros, del de tantos que aún no lo conocen.

 Que así sea.

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Jueves 12º del TO

Jueves 12º del TO

Mt 7, 21-29

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre, según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos opuestos: de vida y de muerte, ante los cuales el hombre debe optar. El hombre puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz y obedezca a su palabra. A este adherirse a los caminos de Dios, siguiéndolos, responde lo que llamamos fe. No basta con creer que Dios existe y que es verdad lo que dice.

          El Señor nos llama a una vida eterna y por eso necesitamos poner unos cimientos sólidos a su edificación, de manera que estén apoyados sobre la roca firme que es Cristo, la voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las contrariedades. Isaías habla de una ciudad que es fuerte, porque la habita un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Es lo que dice el Evangelio: en el Reino entrará un pueblo que pone en práctica las palabras del Señor y no, unos oyentes olvidadizos. No los que dicen Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad de Dios que siempre es amor.

          Para entrar en su Reino es necesaria la justificación que se obtiene por la fe en Cristo, mediante la cual entramos al régimen de la gracia. Dios, en efecto, no sólo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe reconocemos a Cristo como el Señor que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas, para obrar según su voluntad, en la justicia. No son las obras de la ley de Moisés, sino las de la justicia que procede de la fe, las que nos abrirán las puertas del Reino.

          Así, por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia está vacía y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso. La obediencia a Dios consiste en escuchar a quien nos quiere bien y ha puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro. La obediencia es el amor que da contenido a nuestra respuesta; al amor con el que Dios nos justifica borrando nuestros pecados. Amor, con amor se paga como se suele decir.

          El corazón debe pues, estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

          Con frecuencia nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la voluntad de Dios que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la palabra de Dios en nosotros es débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

            Como decíamos ayer, las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios, son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en: “Persona y acción,” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores,” como dice la sabiduría popular.

          La Eucaristía viene en ayuda de nuestra debilidad como alimento sólido en medio de la travesía del desierto de nuestra vida; como alianza frente al enemigo y como refugio en medio de las inclemencias de la vida.

           Que así sea.

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Miércoles 12º del TO

Miércoles 12º del TO

Mt 7, 15-20

Queridos hermanos:

          Si profeta es el que habla en nombre de Dios, el falso profeta, aunque pretenda hablar en su nombre, en definitiva lo hace en nombre del diablo, mentiroso y padre de la mentira que le inspira la falsedad, por la maldad, con la que ha llenado su corazón. Del corazón, como dice la Escritura, salen las intenciones malas y todas las perversidades que contaminan al hombre, y que el Evangelio de hoy denomina “sus frutos”. San Lucas añade: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.”

          Hemos escuchado que los falsos profetas se disfrazan de ovejas; su disfraz son su hipocresía y sus palabras, que aun apareciendo en ocasiones como buenas, tratan de engañar a quienes se dejen seducir por ellas. Por eso, en estos casos, dirá Jesús: “Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen.”

          La persona está llena de fantasías, ilusiones y deseos, pero su verdad se manifiesta en sus actos conscientes y libres, que la definen y la construyen. Los que se dejan guiar por el espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.

            El corazón debe estar sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los sentimientos o los deseos.

            Con frecuencia nuestro corazón está lleno de sí mismo: de nuestros miedos y nuestra desconfianza, que se plasma en la incredulidad, y con dificultad se abre a la voluntad de Dios que, es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian. Por eso la incidencia de la palabra de Dios en nosotros, es con frecuencia débil, al no encontrar resonancia en el abismo de nuestro corazón.

            Las obras de justicia con las que respondemos a la voluntad amorosa de Dios, son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II en: “Persona y acción,” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como decía santa Teresa. “Hechos son amores,” como dice la sabiduría popular.

               Que así sea.

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Martes 12º del TO

Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14

Queridos hermanos:

          Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos." Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro. 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere, como decíamos, una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor.

           Que así sea.

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Natividad de san Juan Bautista

Natividad de San Juan Bautista

Misa de la vigilia (Jr 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17).

Misa del día (Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80).

Queridos hermanos:

          Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir, y al último profeta del A.T; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa; al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia “celebra” el nacimiento, a excepción hecha de la Virgen María, pero del que había afirmado Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.       

Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para que el hombre vuelva a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los “padres”, puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando.”

          Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de su acogida del enviado del Padre como su precursor, y en eso consiste la justicia de los justos ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo. No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para ser testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.» La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que una misma palabra denomina al siervo, y al cordero. Ambos, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan en medio de las aguas del Jordán quien es su Elegido: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las aguas mortales, descendió una paloma, pero regresó sin encontrar a nadie digno sobre quien posarse para dar vida a la nueva humanidad. Ahora, el Espíritu que se cernía sobre las aguas ya en la primera creación, se posa sobre Cristo para que de las aguas de la muerte surja de él la Nueva Creación.

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

 Que así sea.  

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Domingo 12º del TO B

Domingo 12º del TO B

(Jb 38, 1.8-11; 2Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41)

Queridos hermanos:

Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismo y de enseñanza en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche es signo de las tinieblas del mal, el mar sinuoso, de la muerte; el viento contrario, de la persecución y la tribulación, provocados por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y ámbito de la vida nueva; el miedo a la muerte, secuela del pecado y signo de “lo viejo”; el temor de Dios “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, figura de su muerte, y el despertar, de su resurrección.

Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche, para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre deberá pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar la muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para llegar al límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder, como decía la primera lectura. En Cristo, la humanidad no se hundirá en el mar, sino que tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.

En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos de por vida, del diablo. ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? Claro que me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros, y aun no seáis capaces de confiar plenamente en Dios abandonándoos en sus manos.

La experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su nombre.

También nosotros necesitamos hacer nuestra, la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas.” 

Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.

             Profesemos juntos nuestra fe.

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Sábado 11º del TO

Sábado 11º del TO 

Mt 6, 24-34

Queridos hermanos:

          Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, el amor de Dios queda obnubilado en nuestro corazón, y si Dios se eclipsa en nuestra vida, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar dinero. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón y mueve nuestro entendimiento y nuestra voluntad de forma insaciable, por ser nuestro corazón humano un abismo que sólo Dios puede colmar. Por eso: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja más que unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de normas, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios;” e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos: “Conversio a Deo, aversio ad creaturam” diría santo Tomás, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la parábola Dios le da la oportunidad de atesorar entrega, limosna, pero prefiere atesorar riqueza.

Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios, es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.”

En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Que así sea.

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Viernes 11º del TO

Viernes 11º del TO

Mt 6, 19-23

Queridos hermanos:

Cuanto dice el Evangelio acerca de la luz, podemos referirlo a la inteligencia, a la sabiduría, o a la escala de valores que rige nuestros actos. Si lo que impulsa nuestra vida es la necedad del amor al dinero, que miserable vida nos espera. Sabemos que la luz en la Escritura se refiere al amor de Dios, y el dinero a Mammón el ídolo por antonomasia, literalmente dios de fundición; al diablo. Hemos dicho muchas veces que nuestro corazón tiende a atesorar, porque ha sido hecho para ser saciado, y nada puede llenar el vacío de Dios, de su ausencia, a consecuencia del pecado.

Por la experiencia de muerte que todos tenemos como consecuencia de la caída, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia y a buscar seguridad en las cosas, y en consecuencia a atesorar bienes. El problema está, en que el atesorar implica inexorablemente el corazón, moviendo sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Por eso, como decía san Agustín, no hay nadie que no ame, el problema está en cuál sea el objeto de su amor. El Evangelio no dice que no hay que atesorar, sino que nuestro tesoro esté en Dios, que nuestra luz sea su amor, que nuestra riqueza sea nuestra caridad y nuestros ahorros nuestras limosnas.

La lámpara de nuestro espíritu recibe luz de nuestro corazón, que ilumina nuestros pensamientos, palabras, y sobre todo mueve nuestras acciones, en las que se concretiza el amor, como dice el refrán: Hechos son amores.

A Dios hay que amarlo con todo el corazón, pero dice la Escritura que nuestro corazón está donde se encuentra nuestro tesoro. Por eso, el que ama el dinero tiene en él su corazón y a Dios no le deja sino unos ritos vacíos y unos cultos sin contenido; cumplimiento de preceptos, pero no amor. Pero Dios ha dicho por el profeta Oseas: “Yo quiero amor y no sacrificios”; e Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.”

Todo en este mundo es precario, pero no Dios. Por eso enriquecerse y atesorar, sólo tienen sentido en orden a Dios, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, se cambia la maldición del amor al dinero, por la bendición del amor a Dios y a los hermanos: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios, equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como cruz purificadora. Al llamado joven rico de la Escritura, Dios le da la oportunidad de atesorar entrega, limosnas, pero prefiere riquezas.

Los dones de Dios, en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímera que es la existencia. En efecto, el hombre tiene una existencia natural, física y temporal, sostenida por el cuerpo, que requiere unos cuidados, porque tiene unas necesidades, pero está llamado a una vida de dimensión sobrenatural y eterna, mediante su incorporación al Reino de Dios, al cual está finalizada su existencia. Encontrar y alcanzar esta meta, requiere prioritariamente de nuestra intención y nuestra dedicación, pues: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?

Buscar el Reino de Dios es poner a Dios como nuestro Señor y depositar nuestro cuidado en sus manos providentes que sostienen la creación entera, confiando en él. “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” En el Señor está la verdadera seguridad. “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Que así sea.

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Jueves 11º del TO

Jueves 11º del TO 

Mt 6, 7-15

Queridos hermanos:

          En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su  misericordia a través de la oración.

          Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

          Hoy, la palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

          La oración del “Padrenuestro”, habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

        Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

          El mundo pide un sustento a las cosas, y a las criaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia, no se corrompe, y alcanza el perdón.

          Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.

           Que así sea.

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Miércoles 11º del TO

Miércoles 11º del TO 

2Co  9, 6-11; ó  2R 2, 1.6-14; Mt 6, 1-6.16-18.

Queridos hermanos:

          A la limosna, la oración y el ayuno, el Señor los llama “vuestra justicia.” La palabra nos invita a mirar el interior de nuestro corazón para disponerlo a la relación de amor con el Señor en la humildad, purificándolo de la omnipresente vanagloria y de todo afecto desordenado, de uno mismo y de las criaturas, y disponiéndolo a la comunión con los hermanos a través de la misericordia. Lo importante no son las penitencias en sí, ni nuestra pureza, sino la unión con el Señor a la que nos dispone “nuestra justicia;” lo importante es que nuestro encuentro con el Señor sea profundo y no superficial y vano. Por eso la preparación tiene el triple camino del que habla el Evangelio: Entrar en nuestro interior dominando la carne, ayudados por el ayuno, y así, disponer el corazón en la doble dimensión del amor: a Dios, mediante la oración y a los hermanos, mediante la limosna.

La ceniza con la que iniciamos cada año la preparación cuaresmal, resume en un signo la actitud de humildad, que reconociendo la propia precariedad se abre a la misericordia de Dios acogiendo el Evangelio.

La palabra de hoy, nos presenta los caminos de la conversión al amor de Dios y de los hermanos, que comienzan negándonos a nosotros mismos, para vaciarnos de nuestro yo.

Nuestra vida se proyecta a la bienaventuranza celeste, consumación de nuestra gozosa esperanza de comunión. Los israelitas en Egipto celebraron el paso del Señor y con él hicieron Pascua de la esclavitud a la libertad; comenzaba para ellos el desasimiento de los ídolos para preparar sus esponsales con Dios. Su alianza con el Señor los constituía en pueblo de su propiedad y estrechaba los lazos que los unían entre sí en una fe común.

Cristo realizó su Pascua al Padre a través de la cruz, arrastrando consigo un pueblo sacado de la esclavitud del pecado, y unido por la comunión en un solo Espíritu, y nosotros somos llamados a unirnos a él en su pueblo, mientras caminamos a nuestra Pascua definitiva, de pascua en pascua, en la celebración de la Eucaristía.

             Que así sea.

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Martes 11º del TO

Martes 11º del TO 

(Mt 5, 43-48)

Queridos hermanos:

El Señor nos invita hoy a vivir de acuerdo a lo que hemos recibido. Nosotros hemos sido amados con esta perfección divina cuando éramos pecadores y enemigos de Dios, y si hemos acogido su amor en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario podremos vencerlo con el bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón, engendrará allí sus hijos para nuestro mal.

Alguien dijo: No daña todo lo que duele, pero lo que daña, duele profundamente. En el libro del Eclesiástico leemos: “el Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen.” Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios,” pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don de este amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva vida en el amor, que responde a la misericordia recibida, con nuestra justicia: “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

Dice San Agustín comentando el salmo 121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor, son las Sagradas Escrituras. En esta palabra del amor a los enemigos, podemos decir que hemos alcanzado la cima más alta de esos montes, hasta llegar al cielo del amor de Dios. Por este amor, hay que llegar a odiar la propia vida y a amar a quien nos odia.

Este amor es sobrenatural, divino; la carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo, que carne y espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor celestial, es necesario odiar la propia carne como dice el Señor en el Evangelio:  «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»

En Cristo hemos sido amados así, y de él podemos recibir su Espíritu, que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo,” ahora se cambia en: “sed perfectos porque es perfecto vuestro padre celestial;" porque habéis recibido la perfección, con la naturaleza divina de vuestro Padre.

Ya que ningún mérito hemos tenido para ser amados así, merezcamos, amando a quienes no lo merecen, para que puedan amar y merecer también ellos.

 Que así sea.

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Lunes 11º del TO

 Lunes 11º del TO

(2Co 6, 1-10; Mt 5, 38-42)

Queridos hermanos:

Hoy el Evangelio nos presenta dentro del Sermón de la Montaña, las actitudes del “hombre nuevo”, que hacen presente ante todo a Cristo, don de Dios por la fe. Es él, quien no se ha resistido a nuestro mal; quien a nuestras ofensas ha puesto la otra mejilla; quien se ha dejado despojar por nosotros; quien ha sufrido nuestras injusticias sin reclamar para nosotros más que el perdón. Efectivamente, él es esta fuente de la que mana siempre agua dulce, y que al mal responde con el bien, como dice san Pablo en la Carta a los Romanos: No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien.”

          Si la Ley ponía límite a la venganza con “el talión,” Cristo anula totalmente la venganza con el amor a los enemigos y con la confianza en la justicia de Dios, que en él, pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu del Señor que está sobre él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor de Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado y que los constituirá en hijos. Por eso la moral cristiana, más que sublime, es celeste; más que exigente, es radicalmente gratuita.

          La gracia es además libre, y por tanto implica responsabilidad. Quien la recibe debe responder con la misma medida del don recibido: “Con la medida con que midáis se os medirá.” Amor, con amor se paga, dice la sabiduría popular. Recordemos la parábola del siervo sin entrañas que habiendo sido perdonado no perdonó a su vez. Dice Jesús: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco mi Padre os perdonará. Al que se le dio mucho, se le pedirá más.”

Por tanto, la palabra viene a decirnos: “sed perfectos” en vuestro amor de hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás, como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir peldaños en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta palabra es Dios mismo, su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No siendo solamente discípulos, sino hijos, para testificarlo a los hombres, como don gratuito que les está destinado.

          Cada cual en el punto en que lo encuentra hoy la Palabra, es invitado a elevar al Padre de nuestro Señor Jesucristo, el canto de nuestra acción de gracias por su Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida eterna, y podamos comunicarla al mundo entero.

            “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.”

           Que así sea.

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Domingo 11º del TO B

Domingo 11º del TO B 

(Ez 17, 22-24; 2Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34)

 Queridos hermanos:

           Dios reina eternamente en la gloria que quiso compartir con los ángeles, pero quiso también incorporar a su reinado al ser humano, en el que fusionó espíritu y materia, capacitándolo para relacionarse con él en el amor. De forma íntima y maravillosa incorporó en su propio Hijo la naturaleza humana, y a través de él, a cada corazón humano que lo acoja por la fe, le concedió el don de su Espíritu.

          El Evangelio nos habla de este Reino de Dios, como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de la semilla divina, que depositada en la creatura humana, brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota como germen en Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol, capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en “la tierra” del propio corazón. El que llegue a ser árbol acogedor, y fruto abundante, después de haberse desarrollado como semilla, hierba, tallo y espiga, depende de la fuerza interior de la semilla.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla en la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se aúnan con la fortaleza en un canto a la esperanza, y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca de un corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montes cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

          Al final del trabajo está el descanso y la abundancia del fruto; y el amor, que está en el origen, es también la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra humanidad, como semilla sembrada en un campo “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar,” que se hace árbol. El hijo del carpintero que se manifiesta Hijo de Dios y que acoge en las ramas de la Iglesia a toda la humanidad.

          Hoy somos invitados a mirar al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía hierba. Salvación y misión, son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia, al amor de nuestra “tierra”. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo y lagar, donde maduran la mies y los racimos; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio de Cristo. Eucaristía.

          El Señor dará el incremento si nos mantenemos en él. “Venga a nosotros tu Reino”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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