Domingo 13º del TO B

Domingo 13º del TO B 

(Sb 1, 13-15.2, 23-25; 2Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43)

Queridos hermanos:

De nuevo la palabra nos invita a contemplar la fe que salva. Cristo ha venido a destruir la muerte, fruto de la envidia del diablo, mediante el perdón del pecado con su muerte y resurrección. La consecuencia del pecado que hacía de la vida algo precario, sometiéndola al imperio de la muerte, se transforma ahora por la resurrección de Cristo, alcanzando la eternidad divina a la que fue llamada la criatura humana, en una vida perdurable.

Alcanzar esta nueva creación regenerada, es posible sólo, mediante un encuentro personal con Cristo a través de la fe. No basta saber que Cristo ha resucitado; es necesaria nuestra respuesta a la gracia, tocando a Cristo que se revela gratuitamente a nosotros, con el obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad.

La curación, es pues, una añadidura, a la salvación obtenida por la acogida del hijo de Dios, enviado a salvar, y en ocasiones es también el testimonio del amor de Dios, que aviva gratuitamente en nosotros la fe que salva.

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. El hijo de la viuda de Naín, la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía de la resurrección que les dio su encuentro con Cristo por la fe.

 Postrarse ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de fe, la incredulidad) que impide volverse a Dios y pedirle misericordia.

Dios que ve la fe que actúa en lo secreto del corazón y escucha su clamoroso silencio imperceptible a los hombres, atrae al archisinagogo y a la mujer hacia Cristo diciéndoles: ¡Venid a mí y recibiréis vida! Y mientras las manos de muchos tocaban los vestidos a Jesús de Nazaret, la fe de ellos tocaba el corazón del Cristo de Dios.

Ante Cristo, por la fe, se desvanece la impureza de la mujer y se detiene la hemorragia por la que se escapa su vida. Todos necesitamos de esta fe que nos salva cerrando el flujo por el que nuestros pecados nos van quitando la vida; la fe que nos mueve también a interceder por la curación de todos los pecadores.

Cristo se nos acerca hoy como a la hemorroísa y al archisinagogo y nos invita a no temer, sino a tener fe, en medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la corrupción, debido a la constante dialéctica a que lo somete la muerte. Cristo hace presente la vida, y a través de la Eucaristía nos la da, y vida eterna.

 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 12º del TO

Viernes 12º del TO 

Mt  8, 1-4

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados somos llamados a ser agradecidos.

La lepra, impureza que excluía de la vida de la comunidad, es imagen del pecado, que aparta de la vida de Dios, que une a los fieles en la comunión.

          El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret, profesa su fe en Cristo, postrándose ante él reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, que él se atreve a infringir acercándose a Jesús siendo un leproso.

Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso antes de decirle: queda limpio, primero, porque él puede curar con sólo su palabra y segundo, porque la ley prohíbe tocar a un leproso. Pero sabemos que Jesús, no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Por eso podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Además quiso someterse a la ley en lugar de abolirla, mandando después al leproso curado, para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo, Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, y así lo testifica la curación.

Quizá viendo al leproso se le hizo presente al Señor la palabra de Isaías que él iba a encarnar: “Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado”, y “quiso” ya desde ahora, sanar sus heridas; “resucitar” a aquel hombre de semejante muerte.

La curación, como dice el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad, mientras el leproso había hecho su profesión de fe, que lo salvó, como dice Cromacio de Aquilea. Por eso el Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes, y para que viesen su fidelidad a la Ley, como dice San Jerónimo, y no porque la felicidad eterna del leproso dependiera de su salud física, ni tan sólo, para que cumpliera un precepto de la Ley.

También nosotros, leprosos como somos, necesitamos la curación que ahora sabemos desea el Señor, no tanto de nuestro cuerpo, sino de nuestro corazón incrédulo por el que nos viene la lepra, y a través de nosotros, del de tantos que aún no lo conocen.

 Que así sea.

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Martes 12º del TO

Martes 12º del TO

Mt 7, 6.12-14

Queridos hermanos:

          Parece absurdo que todo lo bueno sea difícil y todo lo malo fácil, si no tenemos en cuenta que, la naturaleza humana ha quedado dañada por el pecado, que ha alejado al hombre de Dios, haciéndolo tender al mal, sea encerrándolo en sí mismo, o simplemente haciéndolo dependiente de las tendencias carnales contrarias a las del espíritu. Las tendencias de la carne predominan por la concupiscencia, y para que el espíritu las venza, hay que combatirlas con el Don de Dios. El hombre necesita ser redimido desde fuera, como dice san Pablo: “Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte.” “El que no nazca de nuevo, no puede entrar en el Reino de Dios.” “El vino nuevo, en odres nuevos." Atención a los “perros” que regresan a su vómito, y a los “puercos”, que regresan a su impureza, como previene Pedro. 

          La vida en Cristo como hemos visto a lo largo del Sermón de la Montaña es una superación de la religión y de la moral, que nace de la vida nueva en el Espíritu, y que no sólo consiste en no hacer el mal, en no pecar, sino en amar, cosa que ya la ley y los profetas proponían como el camino de la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El hombre debe ser liberado del pecado, y el amor de Dios debe ser derramado en su corazón. El amor, en efecto, es donación, muerte de sí, mientras el temor a la muerte es consecuencia del pecado.

En el libro de Tobías ya se decía: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan.” El Evangelio lo dice en positivo. Hay que hacer el bien, y no sólo evitar el mal. Pero esto requiere, como decíamos, una nueva naturaleza que procede de la fe en Cristo: “Vino nuevo, en odres nuevos”, y por eso: “No deis a los perros lo que es santo.” Como se lee en la “Doctrina de los doce Apóstoles”: El que sea santo, que se acerque. El Evangelio dice: “Muchos creyeron en Cristo, pero Jesús no se confiaba a ellos, porque conocía lo que hay en el hombre.”

          Podemos decir que, por el pecado el bien ha sido encerrado bajo llave y que sólo la cruz de Cristo puede abrir sus cerrojos con el mucho padecer, del que habla san Juan de la Cruz, lo cual es poco menos que imposible a quien está sujeto al temor a la muerte, que lo mantiene esclavo del diablo. Al hombre que ha gustado la muerte, le aterroriza su solo recuerdo, y lo incapacita para enfrentarse a ella y romper sus cadenas. Amar, en lo que tiene de auto negación, y de inmolación, es imposible a quien no ha sido liberado de la esclavitud y ha vencido la muerte. “Sin mi, no podéis hacer nada”, dice Jesús.

          Para entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida, es necesaria la iluminación de la cruz que procede de la fe y que franquea el paso al árbol de la vida que está en el centro del Paraíso: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”, dice el Señor.

           Que así sea.

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Natividad de san Juan Bautista

Natividad de San Juan Bautista

Misa de la vigilia (Jr 1, 4-10; 1P 1, 8-12; Lc 1, 5-17).

Misa del día (Is 49, 1-6; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80).

Queridos hermanos:

          Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir, y al último profeta del A.T; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa; al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia “celebra” el nacimiento, a excepción hecha de la Virgen María, pero del que había afirmado Cristo en su testimonio, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.       

Juan viene a inaugurar el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se siente digno de desatar las correas de sus sandalias. Como su nombre indica, el ministerio de Juan Bautista anuncia un tiempo de gracia, en el que “Dios es favorable” para que el hombre vuelva a Él. La conversión, como sabemos, es siempre una gracia de la misericordia divina que acoge al pecador. Ahora, la fidelidad a Dios de los “padres”, puede llegar al corazón de los hijos. Es tiempo de reconciliación de los padres con los hijos y de todos con Dios. Es tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y volver a él con gozo, porque: “Al volver vienen cantando.”

          Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de su acogida del enviado del Padre como su precursor, y en eso consiste la justicia de los justos ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo. No la justicia de los jueces sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para ser testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.» La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Hay que recordar que una misma palabra denomina al siervo, y al cordero. Ambos, toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan en medio de las aguas del Jordán quien es su Elegido: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Ya en tiempos de Noé, sobre las aguas mortales, descendió una paloma, pero regresó sin encontrar a nadie digno sobre quien posarse para dar vida a la nueva humanidad. Ahora, el Espíritu que se cernía sobre las aguas ya en la primera creación, se posa sobre Cristo para que de las aguas de la muerte surja de él la Nueva Creación.

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como precursores, y más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

 Que así sea.  

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Domingo 12º del TO B

Domingo 12º del TO B

(Jb 38, 1.8-11; 2Co 5, 14-17; Mc 4, 35-41)

Queridos hermanos:

Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismo y de enseñanza en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche es signo de las tinieblas del mal, el mar sinuoso, de la muerte; el viento contrario, de la persecución y la tribulación, provocados por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y ámbito de la vida nueva; el miedo a la muerte, secuela del pecado y signo de “lo viejo”; el temor de Dios “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, figura de su muerte, y el despertar, de su resurrección.

Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche, para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre deberá pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar la muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para llegar al límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder, como decía la primera lectura. En Cristo, la humanidad no se hundirá en el mar, sino que tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.

En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos de por vida, del diablo. ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? Claro que me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros, y aun no seáis capaces de confiar plenamente en Dios abandonándoos en sus manos.

La experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su nombre.

También nosotros necesitamos hacer nuestra, la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas.” 

Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.

             Profesemos juntos nuestra fe.

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Jueves 11º del TO

Jueves 11º del TO 

Mt 6, 7-15

Queridos hermanos:

          En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su  misericordia a través de la oración.

          Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

          Hoy, la palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

          La oración del “Padrenuestro”, habla a Dios desde lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

        Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

          El mundo pide un sustento a las cosas, y a las criaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia, no se corrompe, y alcanza el perdón.

          Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.

           Que así sea.

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Domingo 11º del TO B

Domingo 11º del TO B 

(Ez 17, 22-24; 2Co 5, 6-10; Mc 4, 26-34)

 Queridos hermanos:

           Dios reina eternamente en la gloria que quiso compartir con los ángeles, pero quiso también incorporar a su reinado al ser humano, en el que fusionó espíritu y materia, capacitándolo para relacionarse con él en el amor. De forma íntima y maravillosa incorporó en su propio Hijo la naturaleza humana, y a través de él, a cada corazón humano que lo acoja por la fe, le concedió el don de su Espíritu.

          El Evangelio nos habla de este Reino de Dios, como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de la semilla divina, que depositada en la creatura humana, brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota como germen en Israel mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol, capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en “la tierra” del propio corazón. El que llegue a ser árbol acogedor, y fruto abundante, después de haberse desarrollado como semilla, hierba, tallo y espiga, depende de la fuerza interior de la semilla.

          No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla en la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio, es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se aúnan con la fortaleza en un canto a la esperanza, y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca de un corazón empedernido.

          La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba, puede frustrar la potencialidad del fruto. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montes cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad. 

          Al final del trabajo está el descanso y la abundancia del fruto; y el amor, que está en el origen, es también la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos.

          El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra humanidad, como semilla sembrada en un campo “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar,” que se hace árbol. El hijo del carpintero que se manifiesta Hijo de Dios y que acoge en las ramas de la Iglesia a toda la humanidad.

          Hoy somos invitados a mirar al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía hierba. Salvación y misión, son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia, al amor de nuestra “tierra”. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo y lagar, donde maduran la mies y los racimos; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio de Cristo. Eucaristía.

          El Señor dará el incremento si nos mantenemos en él. “Venga a nosotros tu Reino”.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Antonio de Padua

Jueves 10º del TO. San Antonio de Padua

Mt 5, 20-26

Queridos hermanos:

          El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en él Reino es recibir su Espíritu, por la fe, que es incomparablemente superior a la Ley y a sus obras (a su justicia), porque no está fundamentado en el temor sino en el amor cristiano, que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino. El amor, implica el corazón y es ajeno a toda justicia externa de mero cumplimiento de preceptos. Pero la plenitud del amor humano no es comparable a la del amor de Dios, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del que cree en Cristo, haciéndolo hijo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.  

          Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios, quedan inútiles, porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios. Nuestra deuda con el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

          De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de nuestras culpas pesa sobre nosotros. El que se aparta de la misericordia, se sitúa bajo la ira del juicio. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se soluciona la vida de Dios en nosotros, o pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano contristando el Espíritu que se nos ha dado.

           Que así sea.

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Miércoles 10º del TO

Miércoles 10º del TO 

Mt 5, 17-19

Queridos hermanos:

Dios, que es amor, ha querido guiar a su pueblo por caminos de vida, le ha rescatado de la esclavitud de Egipto y le ha entregado la ley: “Haz esto y vivirás”. Ante la imposibilidad de cumplirla, Dios, por medio de Jeremías, ha anunciado una nueva alianza, que escribiría la ley en el corazón de los fieles. Cristo ha venido a realizar esta Nueva Alianza y la ha sellado con su sangre, haciéndola eterna. Ahora, la ley ya no es externa, sino inscrita en el corazón del creyente por el amor que derrama en él, el Espíritu.

La ley, por tanto, es santa, y se compendia en el amor: Amor a Dios y amor al prójimo. Cristo la ha cumplido, la ha llevado a plenitud, y nos ha entregado su Espíritu, para que también nosotros podamos cumplirla en el amor, pues el que ama ha cumplido la ley entera. “El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 8-10). Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente (Rm 10, 4). Cristo, unificará la ley y sus preceptos diciendo: “Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Ama y haz lo que quieras dirá san Agustín parafraseando a Tácito.

          La perfección de la ley necesita de la perfección del Espíritu para llevarla a su cumplimiento, porque la perfección de la ley es el amor y el amor es el Espíritu, que es quien lo derrama en el corazón del creyente. Cristo, encarnación de Dios, posee este Espíritu y puede darlo a quienes por la fe se unen a él: “Quien se une a Cristo, se hace un espíritu con él”, como dice san Pablo.

          Cuando nuestra fe se reduce al conocimiento de Dios recibido en la infancia, la acción del Espíritu en nosotros es débil y en consecuencia lo es también nuestro amor. Fácilmente sucumbimos a la tentación. Sólo cuando nuestra fe se va fortaleciendo, crecen en nosotros la acción del Espíritu, el amor, y el conocimiento de Dios.

             A esto nos invita y nos ayuda la Eucaristía.

              

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Lunes 10º del TO

Lunes 10º del TO 

Mt 5, 1-12

Queridos hermanos:

Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado, y se nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

Ante Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta.

La palabra nos hace contemplar el reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes, y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.

Este Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia para poder arrebatarlo.

Dice el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y, adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre. 

Esta pertenencia al reino, al discípulo lo caracteriza por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía a su condición de criatura. Por eso nadie puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.

Ahora nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis. San Pablo recordará a los Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. En los albores del Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor.”

En efecto, decía el Papa Benedicto: El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él.

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo.»

Ellos, que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

           Que así sea.

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Domingo 10º del TO B

Domingo 10º del TO B

Ge 3, 9-15; 2Co 4, 13-5, 1; Mc 3, 20-35

Queridos hermanos:

          En esta palabra aparece el primer pecado, que por eso denominamos original, y un segundo pecado, que consiste en la cerrazón blasfema y pertinaz ante el perdón gratuito que Dios mismo nos ofrece en Cristo su Hijo. También nos habla esta palabra de dos espíritus opuestos entre sí, que buscan al hombre: uno maligno, mentiroso y homicida desde el principio, que busca nuestro mal, que divide y esclaviza, y el otro, Santo y veraz, que nos ama, crea la comunión y la paz, y que procede de Dios.

Nosotros somos invitados a discernir entre ellos, rechazando al primero y adhiriéndonos al segundo, que en Cristo nos trae el perdón de nuestros pecados para introducirnos en el reino de Dios. “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios.” Para este discernimiento necesitamos responder a la pregunta que Dios, dirigió a Adán, y nos dirige a nosotros, viniendo misericordiosamente a nuestro encuentro: ¿Dónde estás? ¿A dónde te ha conducido tu pecado enajenándote de ti mismo?

Después de situarnos frente a nosotros mismos, ya que el hombre al pecar, intentando ocultarse de Dios, de quien nadie puede ocultarse, de quien se oculta realmente es de sí mismo, Dios, después de ponernos frente a nuestra infidelidad y frente a las consecuencias de nuestro extravío, es decir, frente a nuestra responsabilidad, nos anuncia la sentencia sobre el diablo, su derrota, que será realizada por el linaje de la mujer, a la que sedujo con engaño.

El llamado “protoevangelio”, sentenció al imperio del mal, relativizando con ello su aparente victoria contra Dios, llevada a cabo a costa del hombre.

          No es el espíritu del mal el que domina sobre el pecado y la muerte, sino el Espíritu de Dios. No es el pecador quien sabe lo que es realmente el pecado, sino el santo, como dice Ives de Montcheuil. El dedo de Dios se hace visible en Cristo, y el reino de Satán se desmorona. ¿Cómo confundir al defensor con el acusador, al que une, con el que divide, al que salva, con el que conduce a la muerte eterna? La cerrazón y la obstinación en rechazar al Espíritu Santo, cuando se hace pertinaz blasfemia, ciertamente excluye de la salvación: “Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.” San Pablo dirá que: “Acumula sobre su cabeza la cólera de Dios para el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios.” 

          Aquellos que blasfeman contra el Espíritu Santo o contra la divinidad de Cristo diciendo: “Expulsa los demonios en el nombre de Beelzebul, príncipe de los demonios”, ciertamente no podrán obtener perdón ni en este ni en el otro mundo. Hay que tener en cuenta que Cristo no dijo que uno que “blasfema y después se arrepiente” no puede ser perdonado, sino uno que blasfema y persevera en la blasfemia; porque una adecuada penitencia lava todos los pecados.

                       Atanasio, Fragm. En Mateo.

El Espíritu Santo conduce hasta Cristo a quienes se dejan guiar por él; ellos por ser discípulos, son hijos de Dios y hermanos, hermanas y madres de Cristo, haciendo la voluntad del Padre. Mayor es la condición de María por ser discípula de Cristo y concebirlo en la fe, que por haberlo concebido en su seno: “Dichosa tú que has creído.” Claro está, que en María, también esta concepción lo fue por la fe: “Hágase en mí según tu palabra.”

En nuestro caso, si concebimos a Cristo en nosotros por la fe y lo damos después a luz por las obras de la fe, amando a nuestros enemigos, también podemos considerarnos madres de Cristo, sin dejar de ser sus hermanos, por ser hijos de Dios: “Amad a vuestros enemigos y seréis hijos de vuestro Padre celestial.”

 Profesemos juntos nuestra fe.

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El Sagrado Corazón de Jesús B

El Sagrado Corazón de Jesús B

(Os 11, 1. 3-4.8-9; Ef 3, 8-12.14-19; Jn 19, 31-37)

Queridos hermanos:

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.

          Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes siguiente a la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano. Pio XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

          Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que nos lleva a contemplar el amor de Cristo por nosotros, que le ha llevado a la cruz, padeciendo la pasión, y derramando su sangre, y de cuyo costado traspasado por la lanza del soldado, han manado sangre y agua, como hemos escuchado en el Evangelio, que para los Padres prefiguran los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo, que fundan la Iglesia y la mantienen en medio de las dificultades de la vida cristiana.

          La clave con la que han sido escritas todas las Escrituras, con la que ha sido hecha la creación entera, la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo, es el amor. Pero el amor no es una cosa sentimental y meliflua; el amor de Dios se nos ha manifestado como entrega, en la cruz de Cristo: Con esta clave, si leemos, por ejemplo, en la Escritura: “Jesús comenzó a sentir pavor y angustia y dijo: Ahora mi alma está angustiada; Mi alma está triste hasta el punto de morir,” el texto se transforma y nos dice: Te amo, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por ti. Pero si esta clave del amor de Dios está dentro del corazón del que lee, el texto se transforma de nuevo para él de esta manera: Dios me ama, hasta el punto de morir de tristeza y de angustia por mí.

          Así, al contemplar el corazón de Jesús a través de la Palabra, es el Señor quien habla a nuestro corazón, y nos llama a estar arraigados en este amor como ha dicho san Pablo en la segunda lectura y para eso necesitamos de la Eucaristía, que nos haga un espíritu con él.

          Que así sea.

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Jueves 9º del TO

Jueves 9º del TO

Mc 12, 28b-34

Queridos hermanos:

          En el Deuteronomio, Dios promete vida larga, abundante y feliz, para quien le ame con todo su ser. Amar, es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. En efecto dice san Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.” Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, pero el pecado pervirtió en nosotros el amor, encerrándonos, e incapacitándonos para amar a alguien que no sea nosotros mismos. Ya decía san Agustín, que no hay quien no ame, pero el problema está en cuál sea el objeto y la ecuanimidad de su amor: Ni amar más, ni menos, de lo que cada persona o cosa deba ser amada.

          El Levítico parte de esta realidad, y nos muestra el camino del prójimo, como mediación para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley, y recorrerlo, puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino: “no estás lejos del Reino de Dios”.

          Sin embargo, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo, dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención, de la “nueva creación”, por la que es regenerado en su corazón, un amor como aquel, con el que Cristo se ha entregado a nosotros “contra sí mismo”: “Como yo os he amado”. Este será pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo; el mandamiento de Cristo, en el que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe en él: “Que os améis los unos a los otros “como yo os he amado”, contra vosotros mismos. Con el amor que Cristo ha derramado gratuitamente en nuestro corazón con el don de su Espíritu.

          Una vez más, como dice el Evangelio de Juan, el amor cristiano no consiste en cómo nosotros hayamos amado a Cristo, sino en cómo Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos sus palabras: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. El amor cristiano, por tanto, no es otro, ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados por la fe en Cristo, porque como dijo el profeta Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios.” En esto consistirá el verdadero culto que quiere Dios: Padre, Espíritu y Verdad: El amor.

          Que así sea.

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Miércoles 9º del TO

Miércoles 9º del TO

Mc 12, 18-27

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál tenemos ya por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo, en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos” como decía san Pablo, ni todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios, como dice el Evangelio. El Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos por lo tanto, ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena,” para el combate contra el Maligno y la misión del testimonio que supone la vida de fe, para alcanzar a ser dignos de la Resurrección y tener parte en el mundo venidero. Entonces no existirá la muerte como nos ha dicho el Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor como ángeles en el cielo.

Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en la comunión de los santos, en una unión virginal con el Señor, que se nos entregará en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza dichosa, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo en su amor.

Gran error el de los saduceos por no entender las Escrituras y el poder de Dios, porque para entender las Escrituras es necesario el Espíritu que las inspiró, que se recibe por la fe, con la sumisión a Dios. Él, nos revela su amor, vencedor de la muerte y el pecado, siendo el creador de todas las cosas por su Verbo. Hay resurrección, porque quien dio vida a todo, de la nada, puede darla igualmente a los que han muerto. Para Dios, en efecto, todos viven. La muerte no puede privar al autor de la vida de sus criaturas, aunque a ellas las prive de su cuerpo por un tiempo, en espera de la resurrección.

En la vida nueva de la resurrección no habrá ya muerte, ni procreación, y la comunión entre el hombre y la mujer, será distinta y superior a la unión conyugal.

 Que así sea.

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Martes 9º del TO

Martes 9º del TO

Mc 12, 13-17         

Queridos hermanos:

          Cristo realizó muchas obras asistenciales en su tiempo, como resucitar muertos, sanar enfermos, expulsar demonios, dar de comer a multitudes, etc., pero solo una trascendió el tiempo, para vida eterna: sanar el corazón humano suscitando la fe en él, y perdonar el pecado, ofreciéndose a sí mismo en la cruz.

          Una vez más, fariseos y herodianos tienden una trampa a Jesús, pero sabiendo que les ha vencido otras veces, tratan de desarmarle con la adulación. No hay cosa que pueda debilitar más el discernimiento, la vigilancia y la entereza de un hombre que la adulación. Nada más peligroso que el enemigo que se disfraza de amigo y consigue engañar a su oponente: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios». Después del engaño viene la trampa. ¿Cómo descubrir al lobo con piel de cordero que nos conduce al precipicio? ¿Cómo resistirse a la estima de los hombres sin haber sido saciados por Dios?

          El error de sus adversarios está precisamente en sus corazones terrenos que consideran lo mundano como único horizonte y lo material como único valor. Su error es su incredulidad, que les impide descubrir en Cristo al que escudriña los corazones, y al que conoce que la verdad y el valor del hombre se encuentran en su imagen divina y no en los bienes terrenos que pueda poseer. Su tremendo error está en buscar su justificación en perder a Jesús y no en creer en él.

          Cristo sitúa el problema del hombre en el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por insignificantes, los planteamientos inmanentes: políticos, sociales, o económicos de la condición humana, a los que se pretenda reducir el problema del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a salvar al hombre restaurando en él su destino eterno, su imagen de Dios, su semejanza, y no a resolver los problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya su razón, sus leyes y sus instituciones: “Lo de César al César”. “A quien honor, honor, a quien impuestos, impuestos.” Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que debería preocuparos. Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para hacerme caer, mientras vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido enviado: Vuestra salvación integral y definitiva. De nada sirve cambiar las estructuras de pecado, si no se cambia antes el corazón del hombre que es quien las crea. Como Cristo, también la Iglesia realiza muchas buenas obras, pero su misión es sobre todas ellas, evangelizar y sanar el corazón del hombre, de donde salen las intenciones malas que lo hacen impuro.

          De nada sirve solucionar nuestra vida terrena si no hemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.” También a nosotros nos llama hoy el Señor en la Eucaristía, a centrar nuestra vida en él: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” Donde quiera que vaya, allí llevará sus conquistas, sea a la muerte, o a la vida.

          No puede negarse el progreso en la comprensión que tiene el ser humano de sí mismo y de su entorno, pero resulta insignificante, frente al que le ha sido concedido por la revelación divina, tanto de su valor, como de su dignidad, y sobre todo de su trascendencia. Esta comprensión “plena” condiciona incomparablemente su existencia, frente a cualquier otra que pueda haber alcanzado. Como ha dicho el Concilio: “Sólo el Verbo encarnado, enseña al hombre lo que es el hombre” (cf. GS, 22).

          Que así sea.

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Lunes 9º del TO

Lunes 9º del TO 

(2P 1, 1-7; Mc 12, 1-12)

Queridos hermanos:

Esta parábola viene a decir que tanto amó Dios al mundo que plantó una viña para alegrar eternamente su corazón con su vino, y destaca por un lado la maldad de los siervos puestos al cuidado de la viña, en cuanto se apropian de sus frutos, y en cuanto rechazan al dueño en sus enviados y de forma especial en su hijo querido, y por otro lado, resalta la bondad del dueño más allá de toda medida.

Israel, y en especial sus jefes y sus ancianos, han sido puestos por Dios al cuidado de un pueblo, que debe rendir sus frutos, en función del mundo, como pueblo sacerdotal, luz de las gentes, que para eso ha sido enriquecido con dones de amor, a través de una historia maravillosa. Ya desde la elección de Abrahán como primera piedra de la construcción, le ha sido anunciada la misión de que en él “serían bendecidas todas las naciones” pero cuando se esperaba de él amor, porque amor, con amor se paga, se ha rebelado negándose a servir.

El problema de esta parábola no es su comprensión, sino la acogida de la llamada a conversión que implica el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, para ellos, más aún, el ser el Hijo de Dios.

Por parte de los viñadores, la cuestión está en hacer de los instrumentos para el servicio, armas para la opresión; el cambiar la obediencia y el agradecimiento en rebeldía. En términos cultuales, diríamos, en “clericalizar” su ministerio, en pervertir la misión, apropiándose de los dones de Dios y de sus frutos.

Por otra parte, la parábola destaca hasta qué punto el fruto de la viña es importante para Dios, que no duda en entregar la vida de su propio Hijo, para tratar de hacer entrar en razón a sus siervos. Paciencia, y benignidad que sobrepasan toda expectativa y capacidad humana, pues que se trata de Dios. El amor del patrón, no excluye a miembros abyectos como los viñadores de la parábola, dándoles continuas oportunidades de conversión. Sin duda ese es el punto paradójico de la parábola, cuya interpretación está velada a los corazones de aquellos impíos sumos sacerdotes, y a aquellos incrédulos escribas y ancianos del pueblo.

Cristo, viene a cerrar la clave de bóveda del Templo de Dios, de su revelación, y es desechado por los constructores indignos.

Hemos dicho muchas veces que nuestra llamada a ser cristianos no se puede separar de la misión, que como piedras vivas recibimos para la edificación del templo consagrado al Señor, “casa de oración para todas las gentes.” Como sarmientos debemos dar fruto, pero como viñadores debemos rendirlos al Señor de la Viña. De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles, que sólo por gracia hemos sido llamados, y estar atentos para no apropiarnos sus dones.

Que esta palabra nos ayude sobre todo a contemplar la incomparable misericordia del Señor, que nos llama una vez más a su viña, cuya belleza brilla en María, en la Iglesia, imagen y madre nuestra; viña fecunda cuyo vino debe alegrar el corazón de los hombres.

Que así sea.

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