Viernes 32º del TO
(Lc 17, 26-37)
Queridos hermanos:
Una palabra sobre la vigilancia, porque todo lo que ahora nos envuelve con apariencia de consistente, es realmente precario y transitorio si consideramos nuestro destino eterno. Hay momentos y acontecimientos imprevistos en la historia humana y del mundo, que marcan una discontinuidad radical de la existencia, como el diluvio, y la destrucción de Sodoma, las guerras, o las catástrofes naturales, y también en la vida de las personas, con las enfermedades, los accidentes y la muerte misma. Frente a ellos no hay más posibilidades que encontrarse dentro o fuera, y de ello depende la propia subsistencia. La salvación de Noé fue entrar (en el arca) y la de Lot, salir (de Sodoma), pero en ambos casos la salvación consistió en escuchar y adecuarse a la palabra de Dios, que sitúa al hombre, y lo salva.
Así, dice Cristo, que sucederá el día de su
manifestación. Habrá un antes y un después que alcanzará a todo hombre donde
quiera que se encuentre, y su destino
dependerá de su situación en relación con la Palabra de Dios encarnada, que es
Cristo. Será algo evidente: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán
los buitres». Así sucede también a cada uno individualmente ante el
anuncio del Kerigma; según lo acoja o lo rechace, se situará ante la
misericordia o ante el juicio. Todo
en la existencia actual es provisional en espera de que Cristo lo transforme
todo en definitivo, y toda opción sea concluyentemente establecida a favor o en
contra suya. “El que no está conmigo está contra mí”.
La palabra del Evangelio nos presenta
por tanto, una llamada al discernimiento y a la vigilancia, que nos sitúen
consecuentemente junto a Cristo y frente al mundo, mientras el tiempo alcance
su cumplimiento.
Para quien ha conocido al Señor, su
esperanza está llena de inmortalidad, como dice la Escritura refiriéndose a los
justos. El sentido de su vida es la inmolación propia del amor, a semejanza de
la creación misma; el poder perderla por el Señor y por el Reino de los Cielos,
a favor de los hombres, anunciando el Evangelio a tiempo y a destiempo, con
oportunidad o sin ella, dando razón de nuestra esperanza. Esta palabra es una
llamada por tanto, a la vigilancia del corazón para conocer, amar, y servir al
Señor y esperar con ansia su venida en el amor a los hermanos.
Unámonos a la esperanza de la Iglesia
diciendo en la Eucaristía: ¡Maran-athá! Ven Señor, que pase este mundo y que
venga tu reino.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario