Lunes 32º del TO
(Lc 17, 1-6)
Frente al testimonio del amor cristiano:
“Mirad como se aman”. El escándalo del desamor, de la falta de perdón,
por el contrario, destruye la misión y por tanto a la Iglesia; es siempre un
tropiezo a la fe y a los signos que la suscitan. La negativa a perdonar,
escandaliza como el pecado mismo. Es un contrasigno: “Mirad, como no se aman”.
Por eso es tan fuerte la sentencia contra el que escandaliza, porque mata la
vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su
fe.
La naturaleza caída del hombre, es débil
y su fe necesita ser fortalecida y ayudada por los signos del testimonio que da
el amor. Con facilidad aparecen las ofensas, por eso, el amor, no consiste
tanto en la ausencia de las ofensas sino en el perdón sin límites (siete veces
al día) que las borra.
Entre hermanos, el arrepentimiento condiciona
para el perdón. En el arrepentirse está ya la gracia de Dios que no puede ser
rechazada sin rechazar a Dios mismo, que muestra con ella su misericordia. Si
ambos, ofensor y ofendido han sido amados por Cristo y perdonados gratuitamente
por Dios sin límite alguno, cómo no perdonar. Con todo, como dice el Evangelio,
el pecado debe ser reprendido para llamar al arrepentimiento, alcanzando así la
gracia. La reprensión es por tanto amor que busca el bien, como lo es el
perdón. La reprensión es al pecado, como el perdón al arrepentimiento. Al
pecado reprensión y al arrepentimiento perdón.
Ante la ofensa del enemigo, en cambio,
el perdón es incondicional. El arrepentimiento no puede ser exigido en ausencia
de la fe, pero ésta si puede ser suscitada por el amor gratuito del perdón. A
un corazón sin maldad, la fe, le lleva a buscar la reconciliación por sus
propias ofensas y a perdonar las ofensas del hermano. Cuando el corazón se
endurece en la maldad, ni se arrepiente, ni pide perdón, ni perdona. Si no hay
amor, la fe está muerta; hay en su lugar: incredulidad y desconfianza de Dios,
mientras que todo es posible para el que cree, como decía el Evangelio con lo del árbol que se trasplanta en el
mar.
Los apóstoles relacionan un perdón tan
radical, con grados de fe, pero para el Señor, la incapacidad para perdonar no
es signo de poca fe, sino de ausencia de ella, y por tanto, también de caridad:
de incredulidad. La respuesta de Jesucristo a sus discípulos sería: ¿Por qué no
tenéis fe? Se lo dirá más veces: “¿aún no tenéis fe?”; ¿Dónde está vuestra
fe?”
A nosotros podría decirnos: ¿no te he
dado mi perdón, mi palabra, los sacramentos, en una palabra mi Espíritu? A
Cristo no le gusta lo de auméntanos la fe, cuando lo que ve es incredulidad. No
le gusta, porque la fe no puede crecer en quien no está dispuesto a recibirla y
mantenerla con fidelidad; a apoyarse en él; en quien no está dispuesto a
humillarse, a combatir contra el pecado y a guardar su palabra.
Esta palabra nos llama a convertirnos y
creer, de modo que al decir ¡amén! en la Eucaristía, apoyemos nuestra vida en
Cristo para amar a los hermanos.
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