San Andrés Apóstol
Rm 10, 9-18; Mt
4, 18-22
Queridos hermanos:
Con san Andrés, hacemos presentes hoy a los apóstoles. Encaminado por Juan Bautista al seguimiento de Cristo, Andrés comienza en seguida a “pescar” en su propia casa y comunica lo que ha recibido a su hermano Simón, al que el Señor confiará el timón de su barca y lo llamará Pedro.
La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de
la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles.
Jesús había dicho a sus primeros discípulos: “seréis pescadores de hombres”. Los hombres, somos en efecto, como
peces que se sacan del mar de la muerte en la que fuimos sumergidos por el
pecado, con el anzuelo de la cruz de Cristo. San Agustín dice que con los
hombres, y en nuestro caso ha ocurrido así, sucede al revés que con los peces.
Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que
en la Escritura es figura de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor
nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y
sufrimientos, que Cristo en el Evangelio nos invita a tomar cada día y que la
Escritura y la Iglesia designan como la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente
al anuncio de la salvación, que Dios nos presenta a través de los apóstoles.
La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san
Mateo, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable
e inexcusable del discípulo, que debe anteponerla a todo. Hemos escuchado a san
Pablo decir: “el que invoque al Señor se
salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que
nos anuncia el amor gratuito de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta
la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en
quien acoge el mensaje de la fe.
La fe, surge del testimonio que el Espíritu Santo da a
nuestro espíritu, revelándonos la Verdad del amor de Dios, en lo profundo de
nuestro corazón. Si Dios comienza a ser en nosotros, nosotros somos en él, y
nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no
vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucitó
por nosotros. Nuestra vida se hace así testimonio del Don recibido.
La Eucaristía, nos invita a entrar en comunión con la salvación
de Cristo invocando su Nombre, con la fe en la predicación de los apóstoles,
con la Palabra, y con la entrega de Cristo.
Que así sea.
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