La Sagrada Familia A

 La Sagrada Familia

(Eclo 3, 3-7.14-17; Col 3, 12-21; o bien, 1S 1, 20-22.24-28; 1Jn 3, 1-2.21-24;

A: Mt 2, 13-15.19-23; B: Lc 2, 22-40; C: Lc 2, 41-52).

 Queridos hermanos: 

Celebramos la fiesta de La Sagrada Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a la que es llamada en el Hijo que guarda en su seno.

La Sagrada Familia, que ha sido constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida, muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en ella un modelo de fe, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto, de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.

Dios ha querido que nuestro Redentor fuera verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico. 

Si bien, Dios, preserva la misión de su Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo, requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se les concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.

La santidad de Dios, fue el motivo y la causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues, santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e inmaculados en el amor.” Por eso la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los demás como yo soy santo con vosotros.

La palabra nos ilumina la disposición total de la Sagrada Familia a la misión y sus consecuencias, y por tanto a la voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza, y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con José. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel. : “Familia en misión, Trinidad en misión”.                                                                                                                                             (Juan Pablo II, en 1988).

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 4º de Adviento A

 Domingo 4º de Adviento A  

(Is 7, 10-14; Rm 1, 1-7; Mt 1, 18-24) 

Queridos hermanos: 

Nos preparamos a contemplar el misterio del nacimiento de Cristo, ante el cual, Dios anuncia a Israel una señal de salvación en lo más alto (será Dios) y en lo más profundo (será hombre): el Cristo será Dios y hombre, y su nombre indica su misión salvadora de perdón de los pecados. La humanidad de Cristo es engendrada en el seno de la Virgen María, como lo fue su divinidad en el seno del Padre. Verdadero hijo de Dios en sus dos naturalezas y verdadero hijo de María, engendrado en ella por Dios en su perfecta humanidad.

          En orden a nosotros, Cristo se nos presenta hoy, como Emmanuel, y Jesús; prójimo y salvador nuestro. Dios cercano y misericordioso, evangelio de Dios. Se conmueven el cielo y la tierra por el cumplimiento y la manifestación del misterio escondido del amor de Dios que ahora se manifiesta. Dios se une inseparablemente a nosotros en Cristo; su alianza de amor es eterna, y a ella somos llamados por la fe, mediante el (Kerigma) anuncio del Evangelio.

Toda paternidad procede de Dios de quien toma origen toda vida, y es Él, quien la participa a los hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota el contenido de la “paternidad”, ni puede arrogarse la exclusividad en su significado. En la misión de reconocer, nombrar, nutrir, educar, y proteger a los hijos, la paternidad biológica se completa y llega a ser realmente tal. San José es investido por Dios como padre de Cristo, en todo, salvo en su generación, a través del anuncio del ángel; e imponiendo el nombre a Cristo, proveyendo a lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento de las Escrituras, y rodeándolo de los cuidados necesarios, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada.

Su misión concluirá solamente, cuando el niño Jesús reconozca a Dios como su Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» A partir de este momento, José desaparece definitivamente de la Escritura. Pero antes de que le fuera confiada su misión, José tuvo que pasar la prueba de la fe como Abrahán, como Israel, y como Cristo mismo ante la cruz. José tiene su porción de “Moria” y de “Getsemaní”, en la angustia ante un acontecimiento que no puede resolver con su razón, si no sólo apoyándose en Dios, y ante el que debe decidir; sólo entonces, Dios proveerá el cordero para él, como para Abrahán, y abrirá para él el mar, como para Israel: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»  

A nosotros también se nos confía por la fe en Cristo, una maternidad, una fraternidad, y en cierto sentido, también una paternidad que ejercer en bien de aquellos que nos son encomendados. También nosotros tendremos nuestra prueba purificadora de la fe ante la misión, porque: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.» «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.»

Mientras contemplamos hoy el nacimiento de Cristo, celebramos ya su salvación y su entrega por nosotros en el memorial de la Pascua que es la Eucaristía. Anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida gloriosa. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 3º de Adviento

 Viernes 3º de Adviento

(Is 56, 1-3ª.6-8; Jn 5, 33-36) 

Queridos hermanos: 

          La palabra de hoy nos amaestra con la consideración de la importancia del testimonio, cuyo origen es la Verdad de Dios, su Palabra, que como la lluvia baja del cielo, y no regresa a él de vacío, sino después de haber empapado y fecundado la tierra, haciéndola germinar, para dar semilla al sembrador y pan al que come.

          El Espíritu da testimonio a Juan, acerca de Cristo, posándose y quedándose sobre él como una paloma. Juan recibe el testimonio del Espíritu, que le lleva a testificar a Cristo como enviado del Padre, y el Padre testifica al Hijo como su elegido, en quien se complace, y a quien debemos escuchar, enviando sobre él, al Espíritu. Cristo, a su vez, da testimonio del Padre, que le concede hacer las obras que realiza, y ambos, con su amor, hacen presente al Espíritu.

          Se acerca la salvación de Dios, y Dios se hace propicio a quienes lo invocan, sean del pueblo que sean, y lo invoquen desde cualquier lugar, desde los cuatro vientos y hasta los confines de la tierra. Ya no se requiere un lugar específico para adorar al Padre, porque los verdaderos adoradores que el Padre quiere, lo adorarán en Espíritu y en Verdad, en su corazón, y con la cualidad interior con la que se rinde el verdadero culto a Dios, que es el amor:

          El nuevo templo será pues, el corazón humano, en el que Cristo, con su presencia, y por la fe, ha edificado su morada para el Padre y para el Hijo. En este amor reconocerán todos a los discípulos de Cristo, que por la presencia en ellos del Espíritu, son uno, con la unidad del Padre y del Hijo.  Es con este amor, con el que los discípulos testifican el amor del Padre, la redención y la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, para que el mundo crea y se salve. 

          Que así sea.

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Jueves 3º de Adviento

 Jueves 3º de Adviento

Is 54, 1-10; Lc 7, 24-30 

Queridos hermanos: 

          El Evangelio nos presenta el testimonio que da Cristo, de Juan Bautista: Más que un profeta; el mayor entre los nacidos de mujer; Elías. El amigo del novio. La voz, que no ha dado testimonio de sí mismo, sino de Cristo.

Diciendo estas cosas de Juan, en realidad, Cristo, quiere hacernos comprender la grandeza de la obra que quiere realizar en nosotros, haciéndonos hijos del Reino, y por eso añade que: “El menor en el Reino de los cielos es mayor que Juan”, porque por la fe y el bautismo, al creyente se le aplican los méritos de Cristo, y recibiendo el Espíritu Santo, es constituido hijo de Dios. Mientras tanto, Juan tendrá que esperar con todos los justos, hasta que con su muerte, Cristo, abra los cielos, dándoles acceso al Reino de Dios, y pueda también Juan, entrar en él, superando así su grandeza anterior, anunciada por el ángel a Zacarías:

 “Isabel, tu mujer, te dará un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y  convertirá al Señor su Dios a muchos de los hijos de Israel e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, mediante la conversión, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.”

Es Dios quien llama a su pueblo a la unión amorosa con él y le conduce al desierto lo mismo que a Moisés, a Elías, y a Juan Bautista. El camino del Señor, queda preparado en aquel que acogiendo a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, y sometiéndose a su bautismo, acepta la conversión. Juan Bautista, da testimonio de Cristo por última vez. Sus palabras, expresan su pequeñez en relación a Cristo. De quien primero había dicho no considerarse digno de desatar sus sandalias, ahora reconoce, que si a él siendo terreno Dios le inspira promesas de vida, en Cristo vive Dios mismo; él, es el Cielo, en cuyas manos Dios ha puesto todo.

La gracia que lleva en sí esta Palabra, abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. Creerla, es entrar en comunión con Dios, en su amistad, y recibir su Espíritu de vida eterna. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Rechazando a Juan, aquellos saduceos, escribas y fariseos, frustraron el plan de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque, de hecho, es a Dios a quien rechazaron en su enviado. Resistirse a aceptar su testimonio, es frustrar la voluntad salvadora de Dios, que gratuitamente se ofrece a quienes por el pecado, estaban bajo su ira (Jn 3, 36).  

Ahora, reconciliados con Dios, en Cristo, nos unimos a él en la eucaristía, agradeciéndole el don de la fe.

 

Que así sea.

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Miércoles 3º de Adviento

 Miércoles 3º de Adviento 

Is 45, 6-8.18.21-25; Lc 7, 19-23 

Queridos hermanos: 

Cristo define su misión como el anuncio de la Buena Noticia y la proclamación del “año de gracia” del Señor. Viene a encarnar lo más profundo de la esencia divina; las entrañas de su misericordia. Juan, en cambio, debe preparar su acogida llamando a la conversión y a la penitencia con la severidad de la ley, y comprendiendo que su vida y su misión están llegando a su fin, se asegura de que sus discípulos acudan a Cristo, y escuchando de su boca la Buena Nueva del Reino, y contemplando sus obras, reconozcan al Enviado del Señor, se adhieran a él y sean incorporados a la comunidad del Mesías.

 Cristo les invita a discernir si sus obras responden con las expectativas mesiánicas de las Escrituras, que no son sólo una justicia humana, el juicio y la venganza de los opresores que el pueblo espera, sino también el “año de gracia del Señor” y el tiempo de la misericordia.

También nosotros nos formamos proyecciones sobre Dios, en virtud de nuestra concepción de cosas que nos sobrepasan, y    pretendemos que Dios responda a nuestras expectativas ajustándose a nuestros conceptos. En consecuencia, Dios nos sorprende siempre y nos llama a convertirnos a él y a seguir sus caminos que aventajan a los nuestros como el cielo a la tierra, aunque a veces no nos gusten. En ocasiones pensamos que le seguimos, y en realidad, lo que seguimos son nuestras propias ideas y proyecciones, y no estamos dispuestos a abrir nuestra mentalidad al Señor. Jesús dirá: “Dichoso el que no se escandalice de mí.”

Feuerbach tenía parte de razón al hablar de un dios proyección humana, que compartían muchos de sus contemporáneos, y que manifestaba su total desconocimiento del Dios revelado en Jesucristo, aferrable sólo por el testimonio de la fe.

Sólo en la cruz de Cristo brillará la justicia de Dios sobre el pecado, su juicio de misericordia sobre los pecadores, y su victoria sobre el Enemigo, que se nos entrega en el sacramento de nuestra fe, comunicándonos vida eterna. 

Que así sea

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Martes 3º de Adviento

 Martes 3ª de Adviento 

(Sof 3, 1-2. 9-13; Mt 21, 28-32) 

Queridos hermanos: 

Todos somos pecadores, y la justicia remite siempre a la misericordia que brilla en la cruz de Cristo, siendo justo quien la acoge y pecador quien la rechaza.

Es sorprendente la insistencia del Señor en llamarnos a conversión, y seguir contando con nosotros, mientras nosotros descalificamos inmediatamente a quienes nos desprecian. El Señor insiste porque su amor es desinteresado y no se deja vencer por nuestros pecados. Lo que nosotros llamamos amor, en el fondo es un trueque que debe darnos beneficios, y no vence el mal, por lo que tiene poco de amor.

Siempre, ante la misericordia del Señor se dan estas dos posturas de la parábola: Quien se convierte y quien la rechaza. Se trata en el fondo de la óptica del corazón; de la luz depositada en él, o del cristal con el que se miran las cosas y que sólo Dios conoce y puede juzgar. Cuando esta luz es el amor, refleja sólo amor. En caso contrario todo es exigencia y cumplimiento vacío.

Ahí está nuestra dificultad para convertirnos al Señor: nuestro desamor. Nuestro corazón debe ser sanado de la perversión que lo ha herido y lo mantiene sujeto al diablo, que negando falsamente el amor de Dios en nosotros, nos convierte en víctimas con “derecho” al odio, la venganza y la auto justificación.

Esta es la dificultad del hijo segundo, a quien el padre llama “hijo” y que responde diciendo “Señor”, en lugar de padre. A una relación de amor, responde como a una imposición, como a una exigencia, porque no ama. El que ama, si peca se convierte; el que no ama, ni siquiera ve sus pecados. Se considera justo, y desde su pretendida justicia juzga. Pensemos en el hermano mayor (Lc 15, 11ss) o en el fariseo (Lc 18, 9).

La primera respuesta del corazón que ama, es por tanto acoger la llamada a la conversión, que nos propone escuchar la voz de la persona amada. En el Evangelio esta misión la encarna Juan el Bautista y por eso hemos escuchado lo que dice Jesús a los sumos sacerdotes y ancianos: “vino Juan y no le creísteis, cosa que hicieron los publicanos y las prostitutas”.

San Jerónimo dice que para algunos, estos dos hijos son: los gentiles y los judíos, que han dicho: “haremos todo lo que ha dicho el Señor” (Ex 24,3), pero para otros se trata de los pecadores y los “justos”. Los primeros se arrepienten y los segundos se niegan a convertirse. Lo cierto es que Dios llama a unos y otros, porque su amor no excluye a nadie y busca el bien de todos.

Los pecadores o los gentiles, son los que habiendo dicho un no a Dios, como el primer hijo de la parábola, se han convertido, mientras los judíos, o los “justos”, en su ilusoria justicia, no han obedecido la voz del Señor. Dice San Lucas (7, 30) que rechazando a Juan, “han frustrado el plan de Dios sobre ellos”.

Nosotros somos de estos gentiles y pecadores, pero somos llamados a amar mediante la conversión a Cristo, para una misión en la viña, que necesita de un trabajo paciente antes de la recolección, misión a la que somos invitados por gracia.

 Ahora somos llamados a unirnos a él de corazón en la Eucaristía, en la que nos dice: “Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña”. 

Que así sea.

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Domingo 3º de Adviento A Gaudete

 Domingo 3º de Adviento A Gaudete 

(Is 35, 1-6.10; St 5, 7-10; Mt 11, 2-11) 

 Queridos hermanos: 

La cercanía del Señor que trae la salvación, llena el “adviento” de la esperanza, el gozo y la alegría, de los que habla la primera lectura, en la paciencia en el sufrimiento, osadía de la esperanza, por la venida del Salvador. Se acerca el prometido y el deseado de las gentes que trae la vida en sus palabras, y al que hay que escuchar para vivir. “Quien no lo escuche será exterminado del pueblo” (cf. Dt 18, 19 y Hch 3, 23). Cristo dirá: “dichoso el que no se escandalice de mí.”

Los profetas nos previenen que también su venida será oscuridad y tinieblas, (Jl 2, 2; So 1, 15) y purificación de la paja por el fuego. Esperanza para ciegos y cojos, para publicanos y pecadores, pero para los que creen ver: ceguera y oscuridad.

Juan que envió a Andrés y a Felipe a Cristo, diciéndoles: ”He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, después de haber visto al Espíritu Santo posarse sobre él, ahora le envía a otros dos de sus discípulos, sabiendo que su tiempo y su misión han terminado, para que escuchen de su boca al Señor y lo sigan, como dice san Jerónimo: “No pregunta, pues, como si no lo supiera, sino de la manera con que preguntaba Jesús: "En dónde está Lázaro" (Jn 11), para que le indicaran el lugar del sepulcro, a fin de prepararlos a la fe y a que vieran la resurrección de un muerto; así Juan, en el momento en que había de perecer en manos de Herodes, envía a sus discípulos a Cristo, con el objeto de que, teniendo ocasión de ver los milagros y las virtudes de Cristo, creyesen en El y aprendiesen por las preguntas que le hiciesen.”

No duda Juan de que Cristo sea “el que viene”, que según las Escrituras es el Dios que viene vengador del que habla Isaías (Is 35, 4), que purificará el trigo y quemará la paja (Mt 3, 12), para bautizar en el Espíritu Santo (Mt 3, 11), pero el ardor de su ansia por la manifestación de Cristo, le consume con impaciencia: ¿Acaso no ha llegado, por fin, el tiempo de la justicia de Dios y de su venganza sobre los enemigos? No hay que olvidar que Juan ha recibido para su misión “el espíritu y el poder de Elías” como dice el Evangelio.

Cristo le tranquiliza y parece decirle: ¡Todo a su tiempo! El tiempo de la justicia, del juicio y de la venganza de nuestro Dios que anunció Isaías (Is 61,2), se cumplirá ciertamente, aunque no según las expectativas del pueblo, sino según la infinita sabiduría divina y su insuperable misericordia, asumiéndolos en mi cuerpo en la cruz. Pero antes, debo llevar a cumplimiento el “Año de gracia del Señor”, en el que los ciegos verán, los cojos andarán, los leprosos quedarán limpios, los muertos resucitarán, y los pobres serán evangelizados.

Juan no debe olvidar que hay “un tiempo” de misericordia y de paciencia, como decía Santiago, antes de “la hora” de la justicia y del juicio, que además es tiempo propicio de salvación para los oprimidos por el mal; tiempo de liberación del pecado y de la muerte y de deshacer la mentira del diablo, testificando la Verdad del amor de Dios.

 Después de Juan Bautista, el Reino sembrado en Cristo, se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en él, y por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel hasta Juan, porque sólo por la fe en Cristo se nos aplican los méritos de Cristo, superiores a los de todos los justos juntos. Sólo por la fe se recibe el Don de Dios que es su Espíritu, y la filiación divina que nos introduce en el Reino de Dios; la vida divina se hace vida nuestra y su amor es derramado en nuestro corazón. Así nuestra virtud se hace mayor que la de los escribas y fariseos, de forma que el menor en el Reino sea mayor que Juan, hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama haciendo salir su sol sobre buenos y malos y enviando la lluvia también sobre los pecadores: Vosotros, pues: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian, y seréis hijos de vuestro Padre celestial.” 

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 2º de Adviento A

 Domingo 2º de Adviento.  A 

(Is 11, 1-10; Rm 15, 4-9; Mt 3, 1-12)  

Queridos hermanos: 

          La tensión de espera en este Adviento, centra hoy nuestra atención en el Señor, que viene, en continuidad con las antiguas promesas hechas a David, y movido por el Espíritu del Señor; y viene para implantar el “paraíso mesiánico” anunciado por Isaías, al que son llamadas todas las naciones. Para eso, es necesario reparar el desorden que reina tanto en sencillos, como en violentos y malvados, haciendo justicia.

          Para poder aspirar a este paraíso, es necesario acoger a este “juez justo” y misericordioso, que viene precedido de su mensajero, portador de la gracia de la conversión, mediante la cual franqueamos la entrada del Señor en nuestro corazón, eliminando los obstáculos que le presentan nuestra libertad y nuestros pecados. Sólo así, podremos ser sumergidos, bautizados en su Espíritu, y empapados en el fuego de su Amor, como nos anuncia Juan Bautista, el Precursor del Señor.

          La profecía de Isaías sitúa esta palabra, en el contexto de que Dios quiere consolar a su pueblo, porque ya ha pagado por sus pecados (Is 40, 1ss). La consolación le vendrá por la acogida de la gracia de la conversión, que le llegará mediante el anuncio del “mensajero” del Señor, que viene delante del Salvador preparando su camino. Después vendrá el Señor a perdonar el pecado, y a bautizar en el fuego del Espíritu.

          Dios proclama su Palabra de vida, a oídos de quien ha elegido para llevarla a cumplimiento, y escucharla es ya recibir la misión y el poder de que se realice. Los evangelistas, identifican a este mensajero con Juan el Bautista, que prepara el camino de Cristo invitando a la conversión, mediante la confesión de los pecados, la penitencia, y el bautismo de agua en el Jordán.

          El camino del Señor debe prepararse en el desierto, por el cual, como en un nuevo Éxodo, Dios va a pasar para conducir a su pueblo de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. El desierto será siempre para Israel una referencia insustituible y la añoranza de su primer amor. Ha sido en el desierto donde Israel ha visto realizado, que los caminos de Dios han sido sus caminos, cuando Dios caminaba en medio de ellos. Él era su luz, su protección y su guía. Él, era su pastor. 

          El camino del Señor queda preparado en aquel que acoge a su mensajero, en este caso a Juan Bautista, sometiéndose a su bautismo. La gracia que lleva en sí esta llamada, le abre los ojos, los oídos y el corazón a Cristo. En cambio para quien rechaza al mensajero, esta gracia permanece inaccesible: Mirará y no verá; oirá y no escuchará; no comprenderá, y su corazón no se convertirá, y no será curado. (cf. Is 6, 9-10). Para Lucas, esta es la causa de que tantos fariseos, sacerdotes y legistas no pudieran acoger a Cristo: “al no aceptar el bautismo de él (Juan el Bautista), frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7, 30) mientras hasta los publicanos y las prostitutas creyeron en él.

          Es por tanto el Señor, quien como el buen samaritano, ansía venir al encuentro del hombre, que se ha separado de él por el pecado: Ha dejado Jerusalén, lugar de su presencia, y se ha encaminado a Jericó, figura del mundo, cayendo en manos de salteadores, que después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Los profetas serán los encargados de anunciar con insistencia estos ardientes deseos de la voluntad amorosa de Dios. Juan, será el designado para precederle con el espíritu y el poder de Elías a preparar su camino, y Cristo, el elegido para encarnar la venida del Señor; el Emmanuel.

          Dios es espíritu, y aun a través de Jesucristo, el encuentro del hombre con Dios, ha de realizarse en su espíritu, y por tanto en su libertad. Los obstáculos que encontrará el Señor en su camino al corazón del hombre serán por tanto espirituales. Ningún obstáculo puede oponerse al Señor sino el espíritu del hombre, al cual dotó Dios de albedrío, para que pudiera amar: Los “montes” de la soberbia y el orgullo, levantan el yo del hombre, impidiéndole el acceso al Señor, que viene manso y humilde de corazón. Estos montes del orgullo deberán ser demolidos, y rellenados estos “valles”: abismos de la hipocresía y simas insaciables de las pasiones.  Carencias socavadas en el espíritu del hombre que se ha separado de Dios por el pecado.

          Sólo el Señor mediante la fe, puede arrancar estos montes y plantarlos en el mar de la muerte, para anonadar su poder, y convertir el corazón del hombre, en un vergel en el que florezca la justicia, camino llano para el Señor.

          Hoy somos llamados a acoger al mensajero del Señor por el que nos llega la llamada a la conversión y el anuncio de su venida, dando frutos por su gracia, de perdón y de comunión fraterna. Dejemos que él queme nuestra paja, limpie nuestro trigo y purifique nuestro oro con el fuego de su Espíritu.

Por tanto: “¡Preparad el camino al Señor!”   “Y todos verán la salvación de Dios”.

 

 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 1º de Adviento A

 Domingo 1º de Adviento A 

(Is 2, 1-5; Rom 13, 11-14; Mt 24, 37-44). 

Queridos hermanos: 

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por la obra de salvación que ha realizado en favor nuestro: Él, nos amó primero. El que ama, espera, y el que espera, vela.

          En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia de un corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía pero mi corazón velaba” (Ct 5, 2). El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llega y llama: Por eso añade: “Ábreme”. “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s). Y también: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).

          El siervo que vigila está en la voluntad de su Señor. El sueño es imagen de la muerte y la muerte es consecuencia del pecado. Por eso velar, es caminar en la luz del Señor que es Amor, y es amar: Yo dormía, pero mi corazón amaba y por eso, la voz de mi amado oí.

          Cuando venga el Señor, sólo quién lo ama lo reconocerá; sólo quién vela lo acogerá: “Dichosos los siervos a quiénes el señor al venir encuentre despiertos, en pie, en gracia: “yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Como en la Eucaristía; banquete de las bodas con el Señor.

          San Pablo, hace una llamada a la sobriedad, de modo que también el cuerpo vigile y ayude a la vigilancia del corazón. La sobriedad del cuerpo mantiene vigilante el espíritu. Cuando viene a menos el deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas y se va instalando en lo que es de por sí caduco; y como consecuencia se va corrompiendo con los goces inmediatos, que como no sacian, exigen cada vez más satisfacción, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza. 

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!”

                                         (JUAN PABLO II Catequesis del 3-7-1991.) 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 34º del TO

 Jueves 34º del TO 

Lc 21, 20-28 

Queridos hermanos: 

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, y unida al Espíritu lo invoca: ¡Maran-athá! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra centrada en la venida del Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “vendrá a su templo el Señor... será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo contaminado con la abominación de la desolación, será arrasado y con él, Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así también en la última venida del Señor, no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría no sea que la purificación nos traiga como consecuencia nuestra destrucción.

          En efectovienen días” dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, que llenarán de “angustia,  terror, y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a los que desoyendo su palabra han puesto su corazón en las creaturas y en las vanidades del mundo.  

A la agitación de la naturaleza,  seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo; “verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto a recibir al Señor y en pie lo acogerá.

Excitar el deseo de su venida, es la obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado, y nada le da sosiego en la separación sino el esperar. Indiferente a cualquier otro estímulo, cualquier padecer es para sí insignificante. Su gozo es amar, y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido del triste desamor o amor de sí, el Amor busca al amado para perderse, y se pierde para encontrarlo. Lo llama cuando lo encuentra y lo salva cuando se acerca, llenándolo de sí.

          ¡Ven Señor!

           Que así sea.

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Padre, tengo dudas de fe.

 Padre, tengo dudas de fe 

 

          Frecuentemente escuchamos esta queja como algo inevitable e independiente de la propia voluntad: Padre, tengo dudas de fe. 

          Lo mismo que el amor no consiste sólo en sentimientos, sino en hechos, la fe, no se apoya sólo en ideas, sino fundamentalmente en testimonios, pudiendo distinguirse, por tanto, entre dudas de fe y dudas de sola razón. Pascal hablaba de dos excesos: la sinrazón y la razón sola. Efectivamente, sin excluirse, no pueden tampoco identificarse la una con la otra.

          La limitación de la mente para comprender realidades evidentes del mundo físico y natural, viene en nuestra ayuda para no confiar en su capacidad para aferrar realidades sobrenaturales que la superan infinitamente.

          En cuanto a los testimonios inherentes a la fe, uno es, el del espíritu que la niega, sin más recurso que el de la ausencia de una evidencia física propia de los sentidos, contra el cual, el Evangelio afirma expresamente: “dichosos los que sin haber visto, creerán”. Dichosos, porque superarán el testimonio negativo de la carne, con el testimonio positivo del Espíritu que poseen, y que da testimonio a su espíritu, de ser hijos de Dios, de haber sido liberados de sus antiguos pecados, y que provee del amor a los hermanos, y a cuantos unilateralmente persistan en su enemistad hacia ellos, no pudiendo encontrar, no obstante, en su corazón, correspondencia a su enemistad.

          Si a causa del pecado, el corazón humano carece del testimonio del Espíritu, son inevitables las dudas insuperables de la razón ante la perplejidad de una pretendida fe. Para liberarse de estas dudas, será necesario combatir eficazmente el pecado, causante de la ausencia del Espíritu.

 

          ¡Hijo, abandona el pecado, y se extinguirán tus dudas!

 

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Lunes 34º del TO Presentación de la Santísima Virgen María

 Presentación de la Santísima Virgen María

(Ap 14, 1-3. 4b-5; Lc 21, 1-4 ó Za 2, 14-17; Mt 12, 46-50) 

Queridos hermanos: 

          Las Escrituras no mencionan este acontecimiento. Para decir algo de este hecho, hay que recurrir al apócrifo “Protoevangelio de Santiago”, aunque en la opinión de algunos estudiosos, el acontecimiento habría sido algo sencillo, como el cumplimiento de un voto materno. Los padres de la Virgen la habrían consagrado al Señor siendo niña, y habría permanecido en el templo unos años hasta ser desposada con José.

          El hecho es que en la iglesia oriental esta fiesta originada en Jerusalén, con motivo de la dedicación de la iglesia de Santa María la Nueva en el año 543, tiene mucha fuerza, y es considerada día de precepto. Esta fiesta quiere llenar el gran silencio que tenemos acerca de la vida de María. Tiene el sentido de una preparación a su misión, renunciando al mundo movida por el Espíritu Santo.

          La liturgia proclama con el profeta Zacarías: “Grita de gozo y alborozo, Sión, pues vengo a morar dentro de ti, dice el Señor. El Señor quiere morar en nosotros y nos manifiesta su voluntad para que eso sea posible. «Estos son mi madre y mis hermanos.  Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.»

          María entrando al templo para prepararse a servir al Señor es una imagen entrañable. La liturgia maronita, inspirada en el Evangelio, aplica a María las figuras del arca, el tabernáculo y el templo: "Bendita María, porque se convirtió en trono de Dios y sus rodillas en ruedas vivas que transportan al Primogénito del Padre eterno". La Virgen María, llevará en su seno al Mesías, como arca de la Nueva Alianza en medio de su pueblo, suscitando en Jerusalén, como lo hará en su visita a Isabel, manifestaciones de gozo, por la presencia en ella del Señor, suscitadas por el Espíritu. Entusiasmo, "en medio de gran alborozo", como cuando "David danzaba, saltaba y bailaba" con la llegada del Arca. El gozo se traduce pues, en aclamaciones.

          Orígenes, pone en boca de María: "Heme aquí, soy una tablilla encerada, para que el Escritor escriba lo que quiera, haga de mí lo que quiera el Señor de todo" (Com. A Lc.,18).  Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que Él puede escribir lo que desee.                

          Que así sea también en nosotros, que como miembros de Cristo entramos también a formar parte en la edificación de su Templo. 

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Domingo 34º del TO C "JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO"

 Domingo 34º del TO C “JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO”

(2S 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43)   

Queridos hermanos: 

          Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, con la que terminamos siempre el año litúrgico recapitulando todo en Cristo, por quién y para quién todo fue hecho.

          Para celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión.

          Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado?: En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

          Y ¿cómo ha dado ese testimonio?: Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Dios, y este es nuestro Rey.

          Ante Pilatos, Cristo, prefiere el título de “testigo de la Verdad” como expresión de su realeza, porque es así como será posible de nuevo su reinado en este mundo: Testificando la verdad del Amor de Dios, con la entrega de su propia vida. “Nadie me quita la vida, la doy yo voluntariamente, y deshaciendo al mismo tiempo la mentira diabólica, con el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.

          La Palabra nos hace comprender que el Reino universal de Cristo, sitúa al hombre en la eternidad gloriosa de Dios, como germen de una Nueva Creación que es su Iglesia. Cristo en la cruz identifica su Reino con el Paraíso, cuando escucha la súplica del “ladrón”. El Paraíso hace referencia al “mundo” anterior a la muerte del pecado, en el que Dios reinaba en el corazón de todo lo creado. Pero, cuando el hombre escalando el árbol de la ciencia del bien y del mal, expulsó a Dios de su corazón, se excluyó a sí mismo del Paraíso, abrió la puerta al reinado de las tinieblas, y cerró su acceso al árbol de la vida.

          De este paraíso fue expulsado el hombre por el pecado, hasta que Cristo, constituido en Puerta, abierta por la llave de la Cruz, le testificara la Verdad del amor de Dios, y por la fe, le franqueara de nuevo el paso al árbol de la Vida que está en el Paraíso de Dios (cf. Ap 2, 7), y Dios reinara de nuevo en su corazón. Que la puerta esté abierta, indica que el pecado ha sido perdonado. Cristo había dicho que el Reino sufre violencia; está implicado en un combate en el que hay que adentrarse para arrebatarlo. Hay que reconocerse pecador suplicando el perdón de Dios, y acoger su oferta de misericordia en el Evangelio, mediante el Bautismo.

          El malhechor pudo entonces cambiar la maldición de su condena por la bendición de la Cruz de Cristo. Maravilloso intercambio adquirido por la confesión de la fe, y por la invocación del Nombre de Jesús. He aquí las virtudes misteriosas de la gracia que brotan de la cruz: Mientras Pedro, ante la cruz, niega a Cristo, el malhechor colgado en lo más alto de ella, lo proclama Señor. He aquí los frutos de la fe: Ver un crucificado y reconocer al Rey. La gracia que actúa en lo secreto del corazón, espera el momento apropiado para manifestarse. Recordemos a Bartimeo, a Zaqueo, o a la Samaritana, mientras hoy recordamos a quien la tradición llama “Dimas”. La invocación del nombre de Jesús y el reconocimiento de su reinado, han obtenido de Cristo las palabras más emocionantes del Evangelio: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

          Acoger a Cristo es acoger al que lo envió, ante quien el pecado se disuelve, porque “nunca las aguas torrenciales podrán apagar el Amor, ni anegarlo los ríos”.

          Los esfuerzos del diablo para impedir que Cristo subiera a la cruz, ya desde las tentaciones del desierto, y las continuas imprecaciones para conseguir que se bajara de ella sin franquear la puerta del Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del Edén, podía reconocer el árbol de la vida, trasplantado en el Gólgota desnudo de sus hojas y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible fruto y lo dio también al ladrón. Se abrieron las puertas del Reino y también las de la prisión mortal. “La trampa se rompió y escapamos”. Cristo reina, y la humanidad es invitada a arrebatar como el “ladrón” su acceso al Reino. En Cristo hemos sido “sacados del dominio de las tinieblas y trasladados al Reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención y el perdón de los pecados”.

          Por un proceso “natural” propio de la naturaleza caída, mientras vivimos, nuestra vida se va agotando hasta extinguirse. Por el proceso sobrenatural de la vida nueva de la fe, mientras la entregamos, nuestra vida va progresando hasta hacerse Eterna. Convertir este proceso natural en sobrenatural, es posible sólo, mediante el acceso al árbol de la Vida. Como cantamos en la liturgia: El árbol de la Vida es tu cruz, oh Señor. Para entrar en el Paraíso en este mundo, hay que subir a la cruz, que Cristo ha revelado como árbol de la Vida, y puerta abierta del Paraíso. Los mártires, exclamando: ¡Viva Cristo Rey! Afirman con su entrega el testimonio de Cristo acerca del amor del Padre.

          Así como a nuestros padres “se les abrieron los ojos” a la “muerte sin remedio”, al creer la “mentira primordial del diablo y comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, así se le abrirán los ojos a la Vida Eterna, al que coma ahora del fruto del árbol de la Vida, como les ocurrió a los discípulos de Emaús y al ladrón crucificado con Cristo. Porque “El que come mi carne tiene Vida Eterna.” Abramos por la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, la puerta del Paraíso, comulgando con la muerte de Cristo, y entremos en su Reino bebiendo del cáliz de la Nueva y Eterna Alianza.

 

          Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Sábado 33º del TO

 Sábado 33º del TO 

Lc 20, 27-40 

Queridos hermanos: 

          Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cuál tenemos ya por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten porque “la fe no es de todos”, decía san Pablo: No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc), y el Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado, para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos por lo tanto ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así, podremos alcanzar a ser dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero, en el que no existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino los hijos de Dios; los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en la comunión de los santos, en una unión virginal con el Señor que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con él.

          En efecto, Dios creó a los ángeles, espíritus puros, pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con él en la creación de otros hombres; con la capacidad de transmitir la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llevar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9), y para eso lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear, y seremos como ángeles en los cielos.

          Ahora mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo que nos ha amado y consolado gratuitamente. El nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo, en su amor.

          Por la fe, vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida, y está operante en nosotros, pero que recibiremos en plenitud en la Resurrección, y que la Caridad, visibiliza ya ahora como garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones, y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos”. 

          Que así sea.

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Domingo 33º del TO C

 Domingo 33º del TO C 

(Ml 3, 19-20; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19.) 

Queridos hermanos: 

Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien habrá que rendir cuentas, y a la preparación cósmica de tal acontecimiento, decisivo para toda la creación. Es el tiempo de la separación definitiva del mal y sus consecuencias. El tiempo de la restauración del plan de Dios en todo su esplendor.

Esta vida, este mundo y cuanto parece estable y permanente, tiene un final establecido que se acerca velozmente y que nos ha sido revelado junto a la promesa de una vida nueva y eterna, en compañía del Señor, al que nos hemos unido por la fe, haciéndonos vivir en la esperanza dichosa de su regreso, porque lo amamos. Estos dones nos impulsan a testificarlos ante el mundo que gime en la esclavitud del mal, porque el Señor que es amor, se ha entregado por todos en su Hijo, llamándonos en primer lugar a conocer su amor, para que viviendo una vida ordenada y coherente con el don de su gracia, podamos rescatarlos en su nombre, para la vida eterna.

El mundo y el diablo tratarán de impedir nuestra misión como lo hicieron con el Señor, persiguiéndolo y llevándolo a la muerte. El señor victorioso del pecado y de la muerte, nos entrega su victoria y la fuerza de su Espíritu de amor, que nos sostiene en el combate al que somos sometidos, dándonos paciencia en el sufrimiento, y confianza en su asistencia, que nos asegura que no perecerá ni uno solo de nuestros cabellos, obteniendo con nuestra perseverancia la salvación

  Poner el corazón en lo pasajero es una forma de idolatría, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe por el contrario, nos ayuda a trascendernos en el Señor, la roca firme, y a recibir de él fortaleza ante los acontecimientos, y discernimiento ante los falsos profetas que confunden a muchos.

 Al tiempo del fin precederá un tiempo de impiedad y de arrogancia; tiempo de violencia y de injusticia; tiempo de falsedad y de engaño como el nuestro, contra el cual nos previene el Señor: ”no os dejéis engañar”.

Cuantas sectas y cuantos falsos mesianismos existen en nuestros días y se arrogan la identidad cristiana. Dice el Señor: “no les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, rezando por ella sin escandalizaros de sus defectos o de sus excesos, de sus manchas y arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia.

Después, el mal, exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, se volverá contra nosotros y seremos perseguidos a muerte. Este será el momento favorable para el testimonio de la Verdad, y el tiempo de la misericordia divina que busca la salvación de los impíos. Que no os desesperen los sufrimientos, porque seréis preservados y “no perecerá uno solo de vuestros cabellos.”

Que el amor nos mantenga vigilantes con el discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una palabra del Señor, que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más por su seducción hacia un engañoso bienestar y una falsa paz. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer en medio de ellos al Señor. Por último las fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.

          La misericordia de Dios como en tiempos de Jonás, hará una última llamada a la humanidad, porque el trigo deberá ser purificado y separado de la paja, que será quemada por el fuego, decía Malaquías, mientras para vosotros brillará un sol de justicia que lleva la salvación en sus rayos.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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