Domingo 5º de Pascua B

Domingo 5º de Pascua B 

(Hch 9, 26-31; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque a él debe su paternidad; es él quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo como testifica la primera lectura.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre! En él se encuentra la plenitud del fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.”  

Cumplir este precepto, es no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman, qué hacéis de particular”. El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que permanece en nosotros, glorifican al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Isidoro

San Isidoro

1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16

Queridos hermanos:

          Celebramos hoy la fiesta de san Isidoro, obispo de Sevilla y doctor de la iglesia, que vivió en la época visigoda y destacó por sus escritos, de gran importancia para el conocimiento de la cultura antigua, recopilada por él.

          El Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe. Cristo denomina “sal” y “luz” al discípulo, para mostrar el cometido para el que es asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre.

          Como la sal, el discípulo está llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano. El culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con la sal, de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en el amor recibido gratuitamente, precede en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. La necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz.

          El Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado, y por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte.

          Esta es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor que brilla en el rostro de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

          Pretender armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación ontológica semejante y una consagración existencial de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse siempre, y de la que san Pablo  previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no os acomodéis al mundo presente.”

          El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de progresismo humano, cultural y científico. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira” disfrazado de angélica luminosidad.  

          Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a los que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

          Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán,” ante la Iglesia que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no ante una Iglesia agazapada, que trate de resistir el furibundo embate de un infierno, que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

           Que así sea.

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San Marcos, Evangelista

San Marcos, Evangelista

(1P 5, 5b-14; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          En esta fiesta del evangelista Marcos, la liturgia de la palabra nos presenta el anuncio del Evangelio a toda la creación; san Pablo dirá: “Sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda creatura bajo el cielo; san Marcos dirá que: “Es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones, y añade: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.” Esto, evidentemente, más que con palabras se testifica con una Vida Nueva. San Lucas en los Hechos, dice: “Recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra,” o como dice Mateo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”

          "La creación, en efecto, fue sometida a la frustración" por la muerte, consecuencia del pecado, y ha sido vaciada de su sentido instrumental para la realización del plan de Dios. La humanidad finalizada a la gloria quedó impedida para la comunión con Dios y las tinieblas volvieron de nuevo a cernirse sobre el mundo. San Pablo lo expresa diciendo: “la creación gime con dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios.”

          Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.”  Los que crean “hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

          Nosotros hoy, celebramos con san Marcos el testimonio de la vida y de las Escrituras, por las que el Espíritu, a través de los enviados, hace resonar la verdad del amor de Dios. Hoy, somos llamados a que sigamos fielmente las huellas de Cristo, y en la Eucaristía imploremos la gracia de creer con firmeza en el Evangelio que nos salva.

          Que así sea.

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Miércoles 4º de Pascua

Miércoles 4º de Pascua

(Hch 12, 24-13,5ª; Jn 12, 44-50)

Queridos hermanos:

          Decían los latinos “Bonum diffusivum sui”: El Bien, de suyo, es difusivo. Dios es amor y este amor, por naturaleza, quiere ser  compartido, y en esta caridad omnipotente, concibe y crea al hombre, haciéndolo capaz de amar y por tanto libre, y responsable de su libertad. Cuando el hombre se separa del amor de Dios por el pecado, se sumerge en las tinieblas de la muerte, porque sólo en Dios hay vida, pero la luz del amor de Dios no puede ser extinguida por las tinieblas del pecado, ni la vida aniquilada por su causa, y venciendo su maligna inconsistencia, el Amor se abre camino como Luz. Dios envía al Hijo a buscar al hombre; El Hijo perpetúa su obra en sus discípulos, y por el Espíritu, mantiene y perfecciona a la Iglesia en su misión: “Como el Padre me envió, así yo os envío; recibid el Espíritu Santo.”

          Cristo es por tanto luz, vida y amor del Padre, enviado a salvar al mundo de sus tinieblas de muerte, restableciendo en el amor de Dios a quien lo acoge por la fe y guarda sus palabras, que son mandato de vida eterna. Rechazarlo, en cambio, es permanecer en las tinieblas que serán juzgadas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.  

           Cristo testifica al Padre a través de sus palabras, como su enviado, cuya misión es iluminar a los hombres su rostro: su amor, y su voluntad salvadora, y el Padre, con sus obras, testifica al Hijo, su enviado.

          El hombre, acogiendo a Cristo, llega a ser hijo de Dios, luz, y sal del mundo, en cuanto permanece unido a Cristo, haciéndose un espíritu con él, pero si rechaza esta gracia que consiste en el amor del Padre, en el perdón de los pecados, en el don del Espíritu Santo y en la filiación adoptiva, si rechaza a Cristo, regresa a las tinieblas, y de todas estas gracias se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          La luna puede iluminar, en tanto en cuanto mira al sol, pero si no tiene su luz, se sume en la oscuridad. Como dirá san Pablo: “el que no tiene el espíritu de Cristo, no le pertenece”. Cristo ha dicho: “Vosotros sois la luz”, a quienes ha dado de su Espíritu, y por el hecho de que su Espíritu permanece en ellos, y por eso añade: “Sin mí, no podéis hacer nada.” Sin el Señor, nuestra luz se apaga y nuestra sal pierde su sabor.

          Por eso dice Cristo que el hombre necesita de él absolutamente; “no hay otro nombre dado a los hombres, por el que debamos salvarnos.” el hombre, necesita absolutamente su redención y la unión con él, que dan los sacramentos y la oración, y que le alcanzan lo que es “imposible para los hombres”, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

          De la misma manera que en la creación el hombre debe ejercer su responsabilidad de ser libre, así también en la redención, como dice Jesús en el Evangelio: “Quien rechaza mis palabras ya tiene quien le juzgue: mi palabra le juzgará en el último día.”

          Cristo, a través de sus obras y de sus palabras, hace presente al Padre. Él, es el enviado del Padre, con la misión de iluminar a los hombres el rostro del Padre, su amor, y su voluntad salvadora. Sus palabras y sus obras son las del Padre. El hombre puede rechazar esta gracia si rechaza a Cristo y de ello se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          Que así sea.

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Domingo 4º de Pascua B

Domingo 4º de Pascua B

(Hch 4, 8-12; 1Jn 3, 1-2; Jn 10, 11-18)

Queridos hermanos:

Lo que llamamos “signos de la fe”: el amor y la unidad, se entrelazan en esta palabra, a través de esta imagen recurrente en la Escritura del pastor y del rebaño, en la que Cristo ha querido mostrarnos la relación amorosa de Dios con nosotros. El amor solícito del “conocer” bíblico, por el que ama a sus ovejas y las apacienta, hasta la total entrega de la vida de su Hijo, en quien se complace, porque visibiliza su amor de Padre: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas, dice el Señor (cf. Ez 34, 11-15ss).

Este es el amor que lleva a Cristo a reunir a las ovejas dispersas en un solo rebaño, en su Reino, porque Dios, en Cristo, ha querido apacentar él mismo a sus ovejas y suscitar pastores según su corazón como había anunciado Ezequiel. Esta es la bondad del Buen Pastor: amor que funda la unidad, y que brota del amor del Padre que lo envía a dar su vida por nosotros, acogiendo a todos los hombres en un solo rebaño. Esta voluntad universal de salvación es manifestada ya a Abrahán, y de ella participan cuantos han sido alcanzados por su Espíritu: Un solo rebaño, un solo pastor, un solo corazón y una sola alma.

Todo este discurso del pastor gira en torno al amor con el que el Padre ama a su Hijo, y con el que Cristo, en identificación perfecta con su voluntad, le obedece, visibilizándolo en su cuerpo que se entrega. Amor que se manifiesta después en la comunión de las ovejas entre sí, como testimonio ante el mundo. Amor que se va fortaleciendo con la escucha de su voz, y hace que nuestra entrega se vaya asemejando a la de Cristo.

 Mientras en el mundo privan las relaciones de interés, en el Evangelio, se nos presentan las del amor gratuito de Dios con su pueblo, que le lleva, en Cristo, “hasta el extremo” de dar la vida, no buscando su propio interés, sino el de las ovejas. La ausencia de este amor crucificado, es lo que desenmascara al mal pastor que el Evangelio identifica con el asalariado, quien con su trabajo interesado, intentará siempre evitar la cruz, buscándose a sí mismo a expensas del rebaño.

Apacentar es proveer a las necesidades del rebaño; es amar, y nadie tiene amor más grande que el que da su vida por aquellos a quienes ama y adopta como hijos. Apacentar es también proteger a las ovejas, vigilando en medio de la oscuridad de la noche, cuando acecha el lobo, y en medio de la confusión del día, frente a los falsos pastores que se apacientan a sí mismos, sólo buscan su propio interés, y abandonan a las ovejas cuando son atacadas.

Cuando Cristo nos da el agua viva, hace brotar en nosotros la fuente; cuando nos ilumina, nos hace luz del mundo; cuando nos alimenta nos hace pan, y cuando nos apacienta, nos hace pastores de las naciones, llamados a reunir a sus ovejas. Cuando Cristo nos revela a su propio Padre, nos hace sus hijos y hermanos suyos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.” Esos son los frutos de su vida, de su Espíritu, y de su amor en nosotros.

La vida cristiana, comunión de amor fundada en la relación de amor entre el Padre y el Hijo, requiere de la vigilante escucha de la palabra del Pastor, frente al acecho del depredador, y es urgida por el amor, a perseverar en el redil de la unidad: Un solo rebaño y un solo pastor.

Si somos buenas ovejas, seremos también buenos pastores; como dice san Agustín, todos tenemos un rebaño que apacentar, aunque esté formado por una sola oveja.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 3º de Pascua

Sábado 3º de Pascua 

(Hch 9, 31-42; Jn 6, 61-70)

Queridos hermanos:

          Hemos contemplado en estos días el discurso del “Pan de Vida”, y hoy el Evangelio antes de darnos la respuesta de la fe a esta palabra por boca de los apóstoles, nos pone delante, la resonancia a este discurso por parte de sus oyentes, entre los que ahora estamos también nosotros: “Los judíos murmuraban de él.” “Muchos de sus discípulos decían: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” No ha sido un discurso bien acogido.

          El Señor está formando a sus discípulos para consolidarlos en la fe, pues sabe que se acerca el escándalo de la cruz. Él sabe lo que hay en el corazón de cada uno, y por eso los va preparando, para que se conozcan a sí mismos y salgan fuera sus intenciones más profundas: “Yo te llevé al desierto, para que conocieras lo que había en tu corazón; si ibas o no a guardar mis preceptos” (cf. Dt 8, 2). Se lo dice abiertamente: «¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo (Jn 6, 70).»  Por eso les dirá después: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas.”

          La fe debe ser probada. Deja que muchos discípulos se vayan y hasta dice a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Si su fe no ha madurado, si el Padre no les testifica en su corazón mediante su Espíritu, de forma que puedan trascender su razón y captar el espíritu de sus palabras, ¿qué ocurrirá cuando llegue la cruz? ¿Cómo pudo Abrahán superar el escándalo de aquellas palabras: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga (Ge 22, 2)?»

          Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” La fe de los discípulos debe ser probada como fue probada la de Abrahán, y como fue probada la de Israel en el desierto. Lo hemos escuchado de la boca de Jesús en el Evangelio: « hay entre vosotros algunos que no creen.»

          La fe debe ser capaz de superar las pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en el momento de la tentación y que no se desvirtúe el testimonio a que estamos llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón, y pasar al espíritu que da vida: ¿Qué pasará si no, cuando aparezca la cruz? ¿En qué será capaz de apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”

          Por la fe, la razón se apoya en la palabra de Cristo: «Señor,  ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna», hasta que alcancemos la respuesta final; la confesión de la fe que dan los apóstoles en el Evangelio: “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.” Dice San Agustín comentando esta palabra, que efectivamente, primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de conocimiento, que la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola, aunque la fe no medra en las cenizas de la razón, como dice V. Messori.

          También hoy la Eucaristía nos invita a decir ¡amén! A confesar a Cristo superando la duda a que esté sometida hoy nuestra razón y a comulgar con este “sacramento de nuestra fe,” que nos sitúa ante el Gran misterio respecto a Cristo y la Iglesia.  Pan que es cuerpo de Cristo; vino que es su sangre. Alimento de vida eterna.

          Que así sea.

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Domingo 3º de Pascua B

Domingo 3º de Pascua B

(Hch 3, 13-19; 1Jn 2, 1-5a; Lc 24, 35-48)

Queridos hermanos:

Volvemos al Evangelio proclamado el jueves de la octava.   Después de las vivencias de la Pascua, no hay otro tema que merezca tanto nuestra atención, como el poner en común las experiencias de su paso entre nosotros, ni otra actividad que pueda compararse a la de estar juntos y saborear los efectos de su presencia. Además, la experiencia de la Iglesia en este hacer presente las vivencias de su paso, están registradas en las Escrituras como acabamos de escuchar: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»”

Cristo ha muerto y ha resucitado para que nuestros pecados sean borrados, y la misión de la Iglesia es llevar este acontecimiento a todos los hombres mediante el testimonio de los discípulos. La resurrección de Cristo, es buena noticia de salvación que es manifestada a los testigos elegidos por Dios, como vemos en el Evangelio, y realizada mediante la fe. La primera lectura presenta a Pedro dando testimonio de la resurrección y amaestrando a la gente con la sabiduría, la ciencia y la inteligencia sobre los acontecimientos, obra del Espíritu Santo que le ha sido dado.

Cristo resucitado es una novedad absoluta de la que los apóstoles necesitan tener experiencia para poder ser constituidos sus testigos. Anunciada por las Escrituras y por Cristo mismo, no puede ser comprendida por los discípulos, que poseen una memoria abstracta de las Escrituras desligada del presente y privada de la capacidad de actualizarse, iluminando e integrando los acontecimientos en la historia, como dice Etienne Nodet (Origen hebreo del Cristianismo), y sólo el Espíritu Santo podrá realizar tal conexión en quienes crean en Cristo. A eso se refiere el Evangelio cuando dice que Cristo abrió sus inteligencias. Todas las Escrituras giran en torno al acontecimiento pascual de Cristo, como el gozne de toda la historia pasada, presente, y futura, y del que brota la salvación del mundo: El anunciado, el prometido, el deseado: “El Cristo, tendrá que padecer, morir, ser sepultado y resucitar al tercer día.” Encontrarse frente a este acontecimiento como les sucede a los apóstoles, es algo demasiado grande para ser asimilado sin la ayuda del Espíritu Santo.

La resurrección no destruye la encarnación, lo cual convertiría a Cristo en un mito disolviendo así el misterio de la cruz y por tanto el de la Redención. Al contrario, la completa, con el testimonio de la glorificación de la naturaleza redimida y con la glorificación de Dios en la plenitud de su obra. Frente al abandono de sí, a Dios, que supone la fe, la incredulidad de la razón ebria de sí, prefiere inmolarse a sus propios monstruos o a la irracionalidad de la magia de los demonios, que trata vanamente de eludir el escándalo de la cruz: “Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?  Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.»” Para los incrédulos, cuanto trasciende el mundo natural que alcanzan la mente y los sentidos, es algo irreal y fantasmagórico. Por eso, podemos decir que Cristo quiere llevar a sus discípulos a la experiencia de lo sobrenatural, a través del encuentro con la resurrección, constituyéndolos en testigos.

En cambio, el gozo que supone el encuentro con Cristo resucitado, es de unos efectos sobrenaturales tales, que las potencias del alma se reconocen ajenas a lo que experimentan, y suspenden su capacidad de afirmar la veracidad de lo que perciben: “no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados”. Quién no ha dicho alguna vez ante una buena noticia: ¡No me lo puedo creer! Siendo la alegría un fruto del Espíritu, no pueden achacarse sus dudas a una falta de fe. De ahí, que las experiencias de los sentidos queden relegadas a un segundo plano, e incluso sean totalmente insignificantes, en relación a las experiencias sobrenaturales de la fe: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).

          La resurrección de Cristo viene a sacarnos del tedio, de la impotencia y de la frustración en que nos sumergen: la desesperanza ante la muerte cotidiana y la tristeza del sinsentido de la vida. Ante el encuentro con Cristo resucitado, lo natural se transforma en transitorio y caduco, y somos orientados hacia un destino luminoso de plenitud. Cristo resucitado hace alcanzables las ansias más recónditas del corazón, que ha sido hecho para ser saciado solamente con la insondable riqueza de Dios.

          La conversión, se hace ineludible e inaplazable; imperativo consecuente con la racionalidad iluminada por la trascendencia de la fe, a la que nos abre la resurrección de Cristo. Que este sacramento de nuestra fe, nos conduzca al encuentro con Cristo resucitado, en quién también nuestra cruz es luminosa y da gloria a Dios.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 2º de Pascua

Sábado 2º de Pascua

(Hch 6, 1-7; Jn 6, 16-21)

Queridos hermanos:

          En este tiempo de pascua la liturgia nos recuerda los signos que Cristo ha dado a los discípulos de que él es el Señor: “Yo soy”.

          Esta experiencia de ver a Cristo caminar sobre las aguas, de su poder sobre la muerte, es fundamental para la fe. Frente a los acontecimientos contrarios: No temáis, Yo Soy.

          Los discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del mal y aniquilar la muerte, pero sobre todo, para resucitarlos venciendo su poder.

          En su señorío sobre la tormenta y el mar de la muerte o en medio de una brisa suave, la vida nos viene del auxilio de Dios, el Yo, ante el que el universo se inclina y ante quien debe doblarse toda rodilla en el cielo y en la tierra. Es el Señor en su amorosa gratuidad quien nos empuja a estas situaciones que nosotros jamás hubiéramos proyectado vivir. Cristo mismo, debe someterse al momentáneo abandono del Padre, para inclinar ante él su cabeza en la cruz y entregarle su espíritu.

          El Señor, no solamente provee en medio de las olas, el viento y la tormenta, sino que es él quien permite toda persecución para fortalecer y purificar a sus discípulos. Fue el Señor quien endureció el corazón del Faraón para manifestar su gloria en Egipto; fue el Señor quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”. ¡Ánimo, que soy yo, no temáis!

Buscar al Señor en medio de la noche y de las adversidades de la vida y avivar la consciencia de su presencia, es una experiencia necesaria para el discípulo fiel.

          Con esta fe, los discípulos invocarán al Señor seguros de su auxilio y le verán en medio de la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: “¡Es el Señor!

Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo (11, 6-7). Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de Cristo, confiando en su ayuda.

Después de esta experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: ¿Quién es este? (Mt 8, 27), ni se atemorizarán ante la presencia de Cristo. Se postrarán ante él (Mt 14, 33).

 Que así sea.

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Jueves 2º de Pascua

Jueves 2º de Pascua

(Hch 5, 27-33; Jn 3, 31-36)

Queridos hermanos:

          Después del tiempo de la entrega de Cristo en el que Dios Padre lo entrega por amor; los sumos sacerdotes por envidia y Judas por avaricia; después del tiempo de la elección de los testigos de la Resurrección que Cristo ha llamado personalmente, ha comenzado el tiempo del testimonio. En la primera lectura, el Espíritu y la Iglesia testifican juntos, y en el Evangelio se nos hace presente el testimonio de Cristo, a través de la iniciación de Nicodemo, en su itinerario bautismal.

Como Juan Bautista ha dado testimonio de Cristo con sus palabras, el Espíritu lo ha testificado con sus obras, y Cristo ha testificado con sus palabras y con sus obras, todo lo que ha visto y oído al Padre.

Frente a la muerte del pecado que ha sometido al hombre a la ira de Dios, su amor es vida, perdón y misericordia, decretados en el seno de Dios, y proclamados por Cristo, que los ofrece a todos gratuitamente mediante el testimonio de su entrega. Testimonio que viniendo del cielo, expresa la verdad de Dios y su voluntad salvadora.

Acoger el testimonio de Cristo, es creer, por tanto, en el amor del Padre y recibir de él vida eterna, siendo arrancados de la muerte a la que fuimos sometidos por el pecado, gracias a su muerte de cruz.

En Cristo vive Dios mismo; en él está Dios; él, es el Cielo, y en sus manos ha puesto Dios todas las cosas: nuestro perdón, y la salvación, que gratuitamente se nos ofrece a quienes por el pecado, entramos bajo su ira. Creer en Cristo es entrar en comunión con Dios, en su amistad, y recibir su Espíritu de vida eterna. Creer, es unirse a su testimonio que es rechazado por muchos; creer es reconocer la Verdad de Dios y la mentira de quien lo niega.

Nosotros no sólo somos invitados a la esperanza, sino a  recibir al Esperado de todos los hombres y de todos los tiempos, al Prometido a los Patriarcas, al Anunciado por los Profetas.

Cristo, Palabra del Padre, Verdad del Padre, se nos da como amor del Padre, carne y sangre de vida eterna bajada del cielo que quiere unirnos a sí. Eucaristía celeste que nos abre de par en par sus entrañas en la tierra.

Que así sea en nosotros.

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Martes 2º de Pascua

Martes 2º de Pascua

(Hch 4, 32-37; Jn 3, 7b-15)

Queridos hermanos:

El Hijo del hombre tiene que ser levantado como la serpiente de bronce en el desierto, para suscitar la fe del pueblo y que el pecado sea perdonado. Es la fe en Cristo la que obra el nuevo nacimiento del Espíritu, libre ya el hombre del pecado por el que Adán sometió la antigua creación. El pecado, más que producir el rechazo de Dios, activó su misericordia, porque “la Caridad todo lo excusa”, y sin detenerse en la ofensa, por la justicia, se duele de la muerte del pecador, por amor, y envía a su Hijo para salvarlo. Pero el pecado no sólo es transgresión de la voluntad divina, sino frustración, caducidad, corrupción de la creación entera, y en consecuencia, el perdón del pecado supone una nueva creación: cielos nuevos y tierra nueva, nacimiento nuevo, hombre nuevo, vida nueva.

El pecado debe ser pagado por Cristo, y eso supone asumir la muerte consecuencia del pecado para destruirla con su justicia y su libre voluntad de entregarse. Cristo ha sido “predestinado”; lo dice él mismo: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!  (cf. Jn 12, 27).    

Sólo hay una respuesta a esta “predestinación” de Jesús de Nazaret, el Cristo, y a su aceptación libre. Que: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea tenga en él vida eterna”. Sólo el Hijo de Dios, sólo Dios, autor de la creación, podía crear una nueva: “Cielos nuevos y tierra nueva” en los que habite la justicia, cuando el pecado haya sido perdonado. El Evangelio consiste en que Cristo ha realizado con su entrega, esta obra del amor del Padre, y, que esta nueva creación puede realizarse en nosotros por la fe en él, siendo así incorporados al Reino de Dios.

El testimonio de Cristo es precisamente revelar el amor del Padre, que lo ha enviado desde el cielo para darlo a conocer. Este testimonio se da desde la cruz, púlpito místico y existencial desde el que Cristo ha proclamado el amor del Padre. El testimonio de Cristo se hace visible en la vida de sus discípulos, que muestran el Espíritu de amor que han recibido desde el cielo, amándose, y anuncian así, la victoria de Cristo sobre la muerte.  

          Por la fe, y mediante el agua del bautismo, será el Espíritu, quien moverá la vida del discípulo, impulsándolo, como al viento, ante la mirada atónita del mundo, incapaz de discernir de dónde viene ni a dónde va, tal como ocurre con Cristo: “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿De dónde le viene todo eso? ¿No es este el hijo del carpintero?”

Hay una vida nueva y eterna que se recibe por la fe en “el Hijo del hombre”, que al igual que la serpiente de bronce del desierto, ha sido levantado en el mástil de la cruz, para que cuantos hemos sido mordidos por el diablo, podamos ser salvados. Este es el amor que reina en el cielo y que Cristo viene a manifestar a los hombres: El Padre os ama hasta entregar a su propio Hijo, y este amor del Padre está en el Hijo, que se entrega libremente a la voluntad amorosa del Padre.

 

Que así sea.

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Domingo 2º de Pascua B

Domingo 2º de Pascua B

(Hch 4, 32-35; 1Jn 5, 1-6; Jn 20, 19-31)

Queridos hermanos:

           En este domingo, como hemos visto estos días pascuales, y como lo será siempre en la vida de la comunidad cristiana, el protagonista es claramente el Espíritu Santo de Nuestro Señor Jesucristo, que “cae” sobre todo el que cree, acogiendo el Anuncio, creando la comunión entre los creyentes y derramando sus dones sobre ellos, como nos presenta hoy la palabra: amor, alegría, paz, fortaleza, abriendo sus inteligencias para comprender las Escrituras cuyo centro es el Misterio Pascual del Señor: su muerte y su resurrección, unificando en su espíritu los acontecimientos de la historia, pasados, presentes y futuros.

          Hoy, el don del Espíritu se hace concreto en el poder de santificar por el perdón de los pecados, (munus de Cristo) propagando la salvación de Cristo al mundo, suscitando la fe, en primer lugar por el amor entre los hermanos, después, mediante el envío, por la predicación, y auxiliados por las Escrituras, por los Evangelios, escritos “para que creáis que Jesús es el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida eterna en su Nombre”.

          La comunidad cristiana aparece unida por el amor: “con todo el corazón, con toda la mente y con todos sus bienes”, como una consecuencia de la obra realizada en ellos por Cristo, como nos presenta el Evangelio: Tomás, viendo a un hombre y confesando a Dios, como observa san Agustín, cosa que no pueden producir los sentidos sino el corazón creyente que ha recibido el Espíritu Santo, hace que las heridas gloriosas de Cristo, sanen las de nuestra incredulidad.  

          Cristo ha sido enviado por el Padre para testificar su amor, y para que a través del Espíritu recibamos la vida, nueva para nosotros y eterna en Dios: la comunión de amor: “Un solo corazón, una sola alma que comparte todo cuanto posee. Así, visibilizando el amor, testificamos la Verdad, y el mundo es evangelizado y salvado por el perdón de Dios que la Iglesia lleva a todos y nosotros a nuestros semejantes.

          Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.  Los que crean “hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

          La urgencia y la necesidad del anuncio del Evangelio sólo se pueden comprender si somos conscientes, de que por la acogida del Anuncio, se actúa la salvación, mediante la fe, que nos alcanza el Espíritu Santo. La predicación del Evangelio no está finalizada a la mente, o a la instrucción, sino a la regeneración de toda la creación.

          La obra de Cristo en nosotros, comenzando por suscitarnos la fe, darnos vida por el Espíritu Santo, y trasmitirnos la Paz y la alegría, se completa al constituirnos después en portadores del amor de Dios en el perdón de los pecados.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves de la Octava de Pascua

Jueves de la Octava de Pascua  

(Hch 3, 11-26; Lc 24, 35-48)

Queridos hermanos:

          Después de las vivencias de la Pascua, no hay otro tema que merezca tanto nuestra atención, como el poner en común las experiencias de su paso entre nosotros, ni otra actividad que pueda compararse a la de estar juntos y saborear los efectos de su presencia. Además, la experiencia de la Iglesia en este hacer presente las vivencias de su paso, están registradas en las Escrituras como acabamos de escuchar: Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»”

          Cristo ha muerto y ha resucitado para que nuestros pecados sean borrados, y la misión de la Iglesia es llevar este acontecimiento a todos los hombres mediante el testimonio de los discípulos. La resurrección de Cristo, es buena noticia de salvación que es manifestada a los testigos elegidos por Dios, en primer lugar por Cristo mismo, como vemos en el Evangelio, y realizada mediante la fe. La primera lectura presenta a Pedro dando testimonio de la resurrección y amaestrando a la gente con la sabiduría, la ciencia y la inteligencia sobre los acontecimientos, obra del Espíritu Santo que le ha sido dado.

          La resurrección no destruye la encarnación convirtiendo a Cristo en un mito y disolviendo así el misterio de la cruz y por tanto el de la redención. Al contrario, la completa, con el testimonio de la glorificación de la naturaleza redimida y con la glorificación de Dios en la plenitud de su obra. Frente al abandono de sí a Dios, que supone la fe, la incredulidad de la razón ebria de sí, prefiere inmolarse a sus propios monstruos y a la irracionalidad de la magia de los demonios, que trata vanamente de eludir el escándalo de la cruz: “Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?  Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.»”

En cambio, el gozo que supone el encuentro con Cristo resucitado, es de unos efectos sobrenaturales tales, que las potencias del alma se reconocen ajenas a lo que experimentan, y suspenden su capacidad de afirmar la veracidad de lo que perciben: “no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados”. De ahí, que las experiencias de los sentidos queden relegadas a un segundo plano, e incluso sean totalmente insignificantes, en relación a las experiencias sobrenaturales de la fe: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).  

          Como los discípulos de Emaús, el recuerdo de las Escrituras que tienen los discípulos, está desligado del presente y así éstas, quedan privadas de la capacidad de actualizarse iluminando e integrando los acontecimientos en la historia. Esta es la acción del Espíritu Santo mediante el cual Cristo abre sus inteligencias para comprender las Escrituras. “El Cristo debía padecer y entrar así en su gloria”.

    Que este sacramento de nuestra fe, nos conduzca al encuentro con Cristo resucitado, en quién también nuestra cruz es luminosa y da gloria a Dios.

           Que así sea.

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