Martes 2º de Adviento
(Is 40, 1-11; Mt 18, 12-14)
El amor se duele del mal ajeno y se
alegra de su bien. No sabe de cálculos, ni deja perderse a alguno por asegurar
el resto. El amor se da a sí mismo. Uno vale la totalidad. El colectivismo no
tiene nada que ver con el amor de Cristo. Por cada pecador, Cristo ha derramado
su sangre como rescate. De ahí, que no se pueda despreciar a ninguno por
pequeño o despreciable que nos parezca. Especialmente, a los pequeños en
Cristo. Dice san Beda: “Encontró el Señor
a la oveja, cuando restauró al hombre y hubo en el cielo mayor alegría por la
oveja encontrada, que por las otras noventa y nueve. Porque hay más motivos
para alabar a Dios por la redención de los hombres, que por la creación de los
ángeles. Creó Dios admirablemente a los ángeles; pero más admirablemente redimió
al hombre.”
(Catena Áurea en español,
4810)
El Evangelio nos sitúa ante el amor del
Señor; el Pastor que viene a nosotros en Cristo, amor del Padre que se alegra
por cada pecador que se convierte.
En la Eucaristía se nos introduce en esta
entrega de Cristo, realizada de una vez para siempre, con la que somos
invitados a comulgar, haciéndonos un espíritu con él.
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