La Natividad del Señor
Misa vespertina:
Is 62, 1-5; Hch 13, 16-17. 22-25; Mt 1, 1-25
Misa de Medianoche:
Is 9, 1-6; Tt 2, 11-14; Lc 2, 1-14.
Misa de la Aurora:
Is 62, 11-12; Tt 3, 4-7; Lc 2, 15-20.
Misa del Día: Is
52, 7-10; Hb 1, 1-6; Jn 1, 1-18.
Queridos hermanos:
Gran misterio el de esta fiesta, en la que el Hijo de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, venido del cielo al seno de la Virgen María, se dignó nacer entre nosotros. La salvación se hace luminosa en la conmemoración de su Nacimiento, como es esplendorosa en la Pascua, que celebramos; disipadas las tinieblas y las sombras de la muerte, brilla la luz de Dios en Belén, la “casa del pan” y se manifiesta como vino nuevo en Caná. Pan y vino, Pascua y bodas, Dios y hombre verdadero: “pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 41)”.
El Señor se desposa con su pueblo, que será la humanidad
entera que él asumirá en un cuerpo mortal: “me
has dado un cuerpo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 5-7). Ya el
pesebre anuncia simbólicamente el Misterio de Pascua del Señor en que la
humanidad asumida deberá ser redimida entrando en la muerte de cruz. El gozo
del amor tendrá que pasar por la angustia mortal; será un paso, una pascua a la
victoria definitiva, en la que Jerusalén recibirá su nombre nuevo, pronunciado
por la boca del Señor, anunciando su triunfo definitivo: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella.”
La elección de la que habla el libro de los Hechos y su
plenitud en el reino de David, se cumplen en Cristo, definitivamente rey como
atestigua el Evangelio. El llamado “Hijo
de David”, será el “Dios con
nosotros”, Jesús, que salvará a su pueblo de sus pecados. Dios, rey,
salvador y Redentor, un niño nos ha
nacido, el Hijo, se nos ha dado.
Con la venida de Cristo, el hombre ha visto a Dios, trayendo
la vida nueva, para establecerlo en su nueva dignidad de hijo de Dios, e
introducirlo en la vida eterna, liberando a la humanidad de la vieja esclavitud
del pecado y de la muerte.
La
Navidad está, pues, unida inseparablemente al misterio pascual de la muerte y
de la resurrección de Cristo, misterio de la salvación humana. No es sólo un
gozoso recuerdo de la venida de Cristo que trae la paz y la fraternidad entre
los hombres; la Iglesia ve esta fiesta en relación estrecha con su futura
muerte y resurrección, y a Jesús recostado en el pesebre se le aclama ya en la
liturgia como el Redentor.
Celebrar
la Pascua en Navidad, significa expresar con la vida, la nueva realidad de
asemejarse al Hijo de Dios, de abrirse a la acción de la gracia, de buscar las cosas
de arriba, y de crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios, porque en estos
tiempos que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las
fatigas de una vida nueva.
(Cf. I Padri Vivi, en la fiesta de
Navidad. Ed. Citta Nuova pp. 35 y 36.)
Como el emperador Cesar Augusto mandó a sus mensajeros
anunciando el censo, así el verdadero Emperador manda a los suyos a realizar el
padrón de la fe y su registro en el libro de la vida. Cuando un ángel anunció a
los pastores la Buena Nueva, se le unieron multitud de ángeles diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la
tierra a los hombres, porque el Señor los ama”. Así es también la alegría
celeste cuando un discípulo la anuncia a sus hermanos.
(Cf. Anónimo del siglo IX.
Hom. 2, 1-4. I Padri Vivi pp. 40 y 41.)
Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo, concebido en
el seno de María por la acogida de la palabra del Señor, fue dado a luz, nació
de la Virgen y realizó su obra de salvación, también nosotros podemos concebir
a Cristo, engendrado en nosotros por el Espíritu Santo, mediante la fe y
gestarlo en la fidelidad, de forma que nazca de nosotros, siendo visible a
través de las obras de su amor, que el Espíritu Santo derrama en el corazón de
todo el que cree.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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