Quinto día de la octava de Navidad
1Jn 2, 3-11;
Lc 2, 22-35
Queridos hermanos:
Contemplamos hoy la Presentación del Señor, en la que Cristo, es “luz de las gentes” según Isaías, refiriéndose al Siervo, o “luz de las naciones”, como lo denomina Simeón. Cristo mismo dirá: “Yo soy la luz del mundo”. El Señor a través de Simeón y Ana, nos presenta a su Hijo como salvador, redentor, luz del mundo, gloria de su pueblo y señal de contradicción; siempre que se menciona a Cristo en las Escrituras, aparece acompañado de la cruz, candelero en el que el Padre, Dios, ha puesto su luz para que alumbre a todos los de la casa, anunciadora de su Misterio de Pascua: muerte y resurrección: “Escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, mas para los llamados, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.”
Nosotros contemplamos hoy esta luz que entra por primera
vez en el Templo, en carne mortal. La tradición lo hacía con las candelas
encendidas, pues también nosotros por el espíritu de Cristo somos portadores de
luz, y según las palabras del Señor, luz para el mundo. Cristo, entrando en el templo y pagando el rescate de los
primogénitos, nos hace también presente la salvación pascual de su pueblo de la
esclavitud de Egipto, figura que en él va a tener pleno cumplimiento de alcance
total y universal.
La palabra de Malaquías hace presente otra entrada de Cristo
en el templo, en la que habrá sido precedido por su mensajero Juan el Bautista,
y él mismo visite su casa, no ya como cualquier judío piadoso, sino como el
Señor, cuando terminado el tiempo de higos, tiempo para sentarse junto a la
parra y la higuera, sobrevenga el tiempo del juicio, que comenzará por el
templo. Entonces, el árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al mar; se
secará como la higuera, o será arrasado como el templo, por no haber conocido
el día de su “visita”. A esto se refiere Simeón cuando dice: “Este está puesto para caída y elevación de
muchos en Israel, señal de contradicción”, o como dice Malaquías: “¿Quién podrá soportar el Día de su venida?”
Nosotros, recordando ahora este acontecimiento profético,
celebramos el memorial sacramental de su pleno cumplimiento en la Pascua de
Cristo: La muerte ha sido vencida en la Pascua de este cordero inmaculado, y el
faraón diabólico ha sido despojado de sus cautivos. Velemos, pues, porque el
Señor nos visita con frecuencia en busca del fruto del amor que él mismo ha
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, como luz, que nos ha
obtenido con su cruz y su resurrección, y que aceptamos con nuestro amén en la
comunión de su cuerpo y su sangre.
Que así sea.
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