La Sagrada Familia
Eclo 3, 2-6.12-14; Col 3, 12-21; Lc 2, 22-40 ó Lc 2, 22.39-40.
B Ge 15, 1-6; 21, 1-3; Hb 11,
8.11-12.17-19; Lc 2, 22-40.
Queridos hermanos:
Celebramos la fiesta de La Sagrada
Familia, que en el trasfondo de la alegría anunciada por los ángeles, propia de
la Navidad, y que lo será para todo el pueblo, destaca la cruz de la misión a
la que es llamada en el Hijo.
La Sagrada Familia, que ha sido
constituida por Dios, vive en castidad perfecta la unión virginal de María y
José, está sujeta incondicionalmente a la voluntad de Dios, llevando a cabo su
plan de salvación, haciendo crecer en su seno a Cristo, Palabra y Gracia de
Dios, hasta la estatura adulta de su entrega en la cruz para la redención de
los hombres, y permanece unida en medio de las dificultades de la vida,
muchas y graves, que Dios ha permitido para ella. Dios ha querido realizar en
ella un modelo de fe, en cuanto a la entrega fecunda y a la renuncia personal
de los esposos en favor del Hijo, que vivirá sujeto a ellos. Modelo, por tanto,
de amor esponsal en perfecta castidad, llevado a su plenitud por la presencia
en cada uno de ellos del Espíritu Santo, en una vida de “humildad, sencillez y alabanza”.
Dios ha querido que nuestro Redentor fuera
verdadero hombre y en consecuencia tuviera una verdadera familia y una historia
humana en la que fuera preparada y realizada su misión de salvación. Esto debe
cuestionarnos en nuestras expectativas respecto de nuestra familia y de nuestra
vida, en la que tantas veces nos escandaliza la aparición de acontecimientos
que se nos antojan adversos, precisamente porque no los contemplamos bajo el
prisma de la fe, que ilumina su sentido último y trascendente en relación a la
llamada de Dios. Si la misión de Cristo implicaba su oblación total, tendremos
luz para comprender el sentido del sufrimiento, que lo acompañará siempre y con
el que será preparado junto con su familia: “Experta en el sufrir” como la llama un himno litúrgico.
Si bien, Dios, preserva la misión de su
Hijo, no le evita los trabajos y sufrimientos que implica su auténtica
redención, por la que se hizo hombre verdadero. “Era necesario que el Cristo
padeciera”. Todo lo que implicaba la auténtica encarnación de Cristo,
requería que fuera tal su familia. Las gracias necesarias que se le concedieron, no disminuyeron en nada su condición de familia humana. Su
santidad, ilumina aquella a la que somos llamados como familia en Cristo.
La santidad de Dios, fue el motivo y la
causa de la llamada a la santidad que hizo Dios a su pueblo: “Sed, pues,
santos porque yo soy santo.” San Pablo dirá que para eso hemos sido
elegidos en Cristo antes de la creación del mundo: “Para ser santos e
inmaculados en el amor.” Por eso
la santidad no es algo abstracto, sino en relación al amor: Sed santos con los
demás como yo soy santo con vosotros.
La palabra nos ilumina la disposición
total de la Sagrada Familia a la misión, y sus consecuencias, y por tanto a la
voluntad de Dios. Al interno, esto se traduce en relaciones de amor entre sus
miembros: cónyuges, padres e hijos, que no se miran a sí mismos, sino al bien
del otro, como vemos en las lecturas. José, el menor en dignidad, será cabeza,
y Jesús, el mayor, estará sujeto a ellos. San Pablo habla de que el marido es
cabeza de la mujer, y vemos que en el Evangelio, Dios dice a José y no a María
lo que debe hacer la familia de su Hijo. Mientras su pueblo ignora y persigue a
Cristo, será Egipto quien lo acoja y lo guarde de sus enemigos como ocurrió con
José en Egipto. Sólo entonces: “De Egipto llamé a mi Hijo”, el nuevo y verdadero Israel.
“¡Familia
en misión, Trinidad en misión!”
(San
Juan Pablo II, en 1988).
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