Jueves 1º de Adviento
(Is 26, 1-6; Mt 7, 21.24-27)
Queridos hermanos:
Hoy la palabra nos pone delante de las consecuencias que debe asumir todo hombre, según haya conducido su vida. Dios no ha dejado al hombre en la precariedad de encontrar la sabiduría necesaria que le ilumine y le capacite frente a sus limitaciones, sino que le ha revelado el camino de la sabiduría que conduce a la bienaventuranza del Reino de Dios. La Escritura habla de dos caminos opuestos de vida y de muerte ante los cuales el hombre debe optar. El hombre puede hacer de su vida una bendición o una maldición, según siga o no los caminos que le presenta el Señor; según crea, escuche su voz, y obedezca a su palabra.
A
este adherirse a los caminos de Dios, siguiéndolos, responde lo que llamamos
fe. No basta con creer que Dios existe y que es verdad lo que dice, hay que
hacer lo que dice; seguirlo, como dice el Evangelio y repite después san
Agustín.
El Señor nos llama a una vida eterna y
por eso necesitamos poner unos cimientos sólidos a su edificación que llega al
cielo, de manera que estén apoyados sobre la roca firme que es Cristo, la
voluntad salvadora del Padre. Así resistirá los embates de las contrariedades.
Isaías habla de una ciudad que es fuerte, porque la habita un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). Es lo que
dice el Evangelio: en el Reino de Dios entrará un pueblo que pone en práctica
las palabras del Señor, y no, unos oyentes
olvidadizos. No los que dicen Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad
de Dios que siempre es amor. Lo que da solidez a la edificación son las obras.
Un diseño puede ser muy bueno, pero hay que realizarlo. El Señor es el
arquitecto, y su Palabra nos muestra el diseño perfecto que Cristo realiza en
la cruz; él es el cimiento y la piedra angular sobre la que nosotros, como albañiles, debemos colocarnos como piedras vivas.
Para entrar en su Reino es necesaria
la justificación que se obtiene por la fe en Cristo, mediante la cual entramos
al régimen de la gracia que actúa por la caridad. Dios, en efecto, no sólo ha
mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente sobre
el abismo abierto por el pecado. Por la fe reconocemos a Cristo como el Señor
que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas, para obrar según su
voluntad en la justicia. No son las obras de la ley de Moisés, sino las de la
ley de Cristo; del cumplimiento de sus palabras; de la justicia que procede de
la fe en Cristo, las que nos abrirán las puertas del Reino.
Así, por la obediencia de la fe
alcanzamos la salvación. La fe sin la obediencia está vacía y arriesga a que
nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso. La obediencia a Dios consiste en escuchar a
quien nos quiere bien y ha puesto en juego la vida de su Hijo en favor nuestro.
La obediencia, es el amor que da contenido a nuestra respuesta al amor con el
que Dios nos justifica borrando nuestros pecados. Amor, con amor se paga, como
se suele decir.
El corazón, debe pues, estar
sólidamente adherido al Señor mediante las acciones de nuestra voluntad y no sólo
por vanas especulaciones de nuestra mente, por las palabras, por los
sentimientos o los deseos.
Con frecuencia nuestro corazón está
lleno de sí mismo: de nuestros miedos, nuestra desconfianza, y nuestra
soberbia, que se plasma en la incredulidad y con dificultad se abre a la
voluntad de Dios que es siempre amor y fortaleza para quienes en él se refugian.
Por eso la incidencia de la Palabra en nosotros es débil, al no encontrar
resonancia en el abismo de nuestro corazón.
Las obras de justicia con las que
respondemos a la voluntad amorosa de Dios, en Cristo, son las piedras sillares
que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo
en sus acciones, se muestra la verdad de la persona, como decía Juan Pablo II
en “Persona y acción” y el resto son intenciones, fantasías e ilusiones, como
decía santa Teresa. “Hechos son amores”, como dice la sabiduría popular.
La Eucaristía viene en ayuda de
nuestra debilidad como alimento sólido en medio de la travesía del desierto de
nuestra vida; como alianza frente al enemigo y como refugio en medio de las
inclemencias de la vida.
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