Domingo 4º del TO B

Domingo 4º del TO B 

(Dt 18, 15-20; 1Co 7, 32-35; Mc 1, 21-28)

Queridos hermanos:

          El Señor ama al hombre y quiere relacionarse con él para que tenga vida, porque sabe que sólo él es nuestro bien. En el Sinaí el pueblo se aterrorizó ante la majestad numinosa de la cercanía de Dios, por eso, Dios hablará en adelante por medio de los profetas, a la espera del Profeta por excelencia, en el que Dios ocultará su majestad en un hombre como nosotros; él será su elegido, su siervo, su predilecto en quien se complace su alma.

          Dios da testimonio de este profeta en el Tabor, invitando a escuchar a Cristo, su Hijo. Él, desde una nueva montaña, proclamará la nueva ley de la vida que recibirá el pueblo, a través del Espíritu que les será dado. “Habéis oído que se dijo…pues yo os digo.” Será poderoso en palabras y obras y ante él retrocederá el mal porque vencerá al que se hizo fuerte con nuestra desobediencia.

          Cristo muestra su autoridad y su fortaleza con los espíritus del mal y los expulsa, mientras usa de misericordia y compasión con los pecadores y los enfermos, encarnando el “año de gracia del Señor”; el verdadero sábado en el que hay que hacer el bien y no el mal; el sábado en el que Dios gobierna el universo haciendo justicia a los oprimidos por el diablo. El espíritu inmundo, del Evangelio, mentiroso y padre de la mentira, trata en vano de resistirse porque aún no es el tiempo de su derrota definitiva, pero su reconocimiento de Cristo no le da acceso a la virtud de su Nombre para ser salvo, porque la invocación del Nombre de Cristo es siempre ruina para el diablo, carente de la caridad que salva, como dijo san Agustín (Ciudad de Dios libro 9, cc. 20-21).   

          Nosotros sabemos cuál es esta doctrina, la autoridad, y el poder que puede curar nuestras miserias e impurezas si nos acogemos a Cristo e invocamos su Nombre, ya que él se ha acercado a nosotros lleno de misericordia, ofreciéndonos su palabra, su cuerpo y su sangre para que tengamos vida: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!” (Rm 10, 13-15).

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Santos Timoteo y Tito

Santos Timoteo y Tito

2Tm 1, 1-8 ó Tt 1, 1-5; Lc 10, 1-9.  

Queridos hermanos:

           En esta memoria de los santos Timoteo y Tito, compañeros de san Pablo, agradecemos al Señor el don de estos apóstoles, a los que hacemos presentes nuestras necesidades, y mostramos nuestro reconocimiento por su ayuda en estos años, presentando al Señor nuestras inquietudes y problemas, para preservarnos de las insidias del mal.

          Como Lucas mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los apóstoles. No hay mejor forma de hacerlos presentes que, con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.

          Si ciertamente es importante su testimonio de Cristo, muy importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión como enviados del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a Cristo que murió y resucitó para salvarnos. Cuanta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad del Señor, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Anunciar el evangelio no es sólo transmitir palabras, sino propagar el amor y el perdón que se anuncia, de forma que se haga carne en quien lo lleva y en quien lo recibe. El mandamiento del Señor no es: que habléis del amor con el que yo os he amado, sino: “Que os améis como yo os he amado”, y este amor engendra amor, generación tras generación. Estos santos, no sólo hablaron, sino que contagiaron el amor de Cristo gastando su vida. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin ningún poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fueron estos santos y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.

          Que así sea.

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Domingo 3º del TO B De la palabra

 

Domingo 3º del TO B de la Palabra 

(Jon 3, 1-5.10; 1Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20)

Queridos hermanos:

          En este domingo contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, al extremo de la Tierra Santa, de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde el pueblo caminaba entre tinieblas. Allí, a la depresión más profunda de la tierra ha querido descender Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, para iluminarlos con su luz, inundarlos con el gozo del Espíritu y liberarlos del yugo y de la carga que los oprimían.

          La palabra de hoy menciona temas tan importantes como la conversión, el Reino de Dios y la Buena Noticia, pero sin detenerse en ellas, enmarcándolas todas en “el tiempo”, sometidas como están a un proceso de realización en el que se da acceso a nuestra libertad. En la primera lectura el tiempo se concreta en un breve y simbólico espacio de cuarenta días en los que es posible librarse de la muerte y salvarse mediante la conversión. En el Evangelio, el tiempo de la salvación que han anunciado los profetas y en cuyas promesas ha esperado el pueblo fiel, ha llegado a su perfección en la historia; ha alcanzado su plenitud: “El tiempo se ha cumplido” o como dice literalmente san Pablo en la segunda lectura: “El tiempo ha plegado velas”, porque la historia ha llegado “a puerto” en Cristo. Ha llegado el Mesías, y con él la salvación y el Reino: “Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen de él. Porque la representación de este mundo se termina.” Ya no es tiempo de vivir para este mundo, sino de arrebatar el Reino; de buscar los bienes de arriba donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios.

          El tiempo presente es de salvación mediante la conversión que se nos ofrece. Dios es eterno, pero el hombre ha tenido un Principio, siendo llamado a entrar en la eternidad de Dios, mediante una vida perdurable. Para poder valorar este tiempo, es necesario que la vida tenga la dirección y la meta que le dan sentido. El Evangelio abre al hombre un horizonte de esperanza ante el Reino de Dios. El tiempo se hace historia que brota de la llamada, por la que el hombre se pone en marcha en seguimiento de la promesa. Se acerca el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, del “verano escatológico”. Por eso la higuera del pasaje de los Evangelios de Mateo y Marcos, debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico, o cartesiano, y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo” de higos: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Viene el   tiempo del juicio (cf. Ml 3, 5), son los últimos tiempos, en los que la mies ya blanquea para la siega, y debemos acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, del norte y del sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías. “El profeta” ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “Oh sedientos todos, acudid por agua y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed que venga y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás.”

          Dios alfa y omega de todas las cosas, concede al hombre un tiempo en el que ejercer su libertad en el amor que se nos revela en Cristo. El hombre, como “tiempo y libertad”, sale del caos de la existencia en el que vive para sí, y entra en la historia; se ordena en el Ser del amor de Dios. Su tiempo se convierte así, en un: “caminar humildemente con su Dios” (cf. Mi 6,8). Tiempo de misión y de testimonio, de prueba y de purificación en el amor, y por tanto de libertad, en el crisol de la fe. Tiempo de acoger la Palabra, de amar al Señor, de adquirir sabiduría y discernimiento. Tiempo de vida eterna en la comunión de la carne y la sangre de Cristo. Tiempo de Eucaristía.

          La Sagrada Escritura, y toda la Revelación, comienzan evocando este principio de todo lo que no es eterno, de todo lo que no es Dios, y que ha venido a ser, porque Dios se ha donado; porque: “Bonum diffusivum sui” (El Bien es difusivo) y: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra.” La vida perdurable trasciende el tiempo porque no tiene fin; comparte el tiempo con la primera creación, hasta la llegada de la nueva en Cristo resucitado. Pasar de la antigua a la nueva creación, es posible mediante la conversión. Esto es lo que anuncia y realiza el Evangelio, dando paso al Reino de Dios. En esto consiste el Reino de Dios: en la incorporación del hombre a la eternidad de Dios: “Convertíos y creed en el Evangelio.”

          El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado, se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

          Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

          Dios quiere la conversión, para el bien, y anuncia la buena noticia de su amor, que debe ser acogida por la fe, mediante los enviados que él llama. Jonás anuncia la destrucción que los pecados acarrearán el día del juicio, y de la que se librarán mediante la conversión de su conducta. Los enviados, son llamados y reciben una primera gracia, que después deberá ser probada en las vicisitudes que supone seguir al Señor y su perseverancia les confirmará en la fe. La vida nueva que trae el Evangelio, relativiza todas las cosas dándoles su verdadera dimensión pasajera frente a lo que es definitivo.

          La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia, que lo ha hecho llegar hasta nosotros a través de los apóstoles. Jesús había dicho a sus primeros discípulos: seréis pescadores de hombres. Somos, en efecto, como peces que se sacan del mar con un anzuelo. San Agustín dice que en nuestro caso ocurre al revés que con los peces. Mientras ellos al ser pescados, mueren, nosotros, al ser sacados del mar, que en la Escritura es símbolo de la muerte, somos devueltos a la vida. Lo que mejor nos dispone a este ser pescados por la fe, es el anzuelo de nuestras miserias y sufrimientos, que la Escritura y la Iglesia llaman la cruz; ella nos hace agarrarnos fuertemente al anuncio de la salvación, que Dios confía a los apóstoles.

          Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna, los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme y os haré pescadores de hombres, y cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel. La llamada a los primeros discípulos en el Evangelio de san Mateo, resalta la iniciativa de Dios que es quien llama, y la respuesta inaplazable e inexcusable del discípulo, que la antepone a todo.

          San Pablo dice: “el que invoque el nombre del Señor se salvará”, porque la salvación viene por acoger la palabra de Cristo, que nos anuncia el amor de Dios. Si el discípulo acoge la llamada y acepta la misión, parte como anunciador de la Buena Nueva y suscita la salvación en quien acoge el mensaje de la fe. La fe, surge del testimonio que da en nosotros el Espíritu, del amor de Dios. Si Dios es en nosotros, nosotros somos, en él, y nuestro corazón se abre y abraza a todos los hombres, de manera que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para aquel que se entregó, murió, y resucito por nosotros.

          Esta palabra es para nosotros hoy que, también hemos sido llamados por nuestro nombre, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en este Nombre proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

          Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles simbolizados por los ninivitas, bendigan a Dios por su misericordia.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 2º del TO

Sábado 2º del TO

Mc 3, 20-21

Queridos hermanos:

          En el momento más agotador de la misión, el diablo instiga a sus parientes incrédulos: “es que ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5), y forzando, con toda seguridad, la actitud de María, deciden ir en su busca. Realmente, un profeta, sólo en su tierra y entre los de su casa, carece de prestigio. La pregunta es muy sencilla: ¿De dónde le viene eso? El razonamiento familiar podría ser: Nunca se había comportado así, y ahora, de repente, parece que el pueblo y todos nosotros, hemos dejado de interesarle. Su piedad era ciertamente notable y parecía no asumir ciertos criterios del pueblo, pero no hacía cosas extrañas como ahora. De eso, a proclamarse un enviado de Dios y dogmatizar en su nombre, hay mucha diferencia. Su privilegiada mente ha debido jugarle una mala pasada, por el agotamiento, debido a esa vida que lleva entre multitudes. Traigámoslo a casa, que descanse y se recupere antes que le pase algo peor.

          Es la problemática inevitable que lleva consigo la encarnación. Que Dios haya  dicho en el Sinaí: “Yo suscitaré un profeta como tú de entre tus hermanos a quien escucharéis.” Comprender que el Señor, su Dios, el único Señor, tenga un Hijo, y que lo haya enviado, encarnándose en el hijo del carpintero, su pariente, no está ciertamente a su alcance, como tampoco les resulta fácil el discernimiento de que lo haya invadido el Espíritu del Señor como a los profetas, y por eso “no saben de dónde viene ni a dónde va”.   También de los discípulos el día de Pentecostés se decía algo parecido, cuando fueron invadidos por el fuego del Espíritu Santo: “están ebrios de vino”. Como ha dicho alguien: Si el mundo está loco, la cordura, no deja de ser una locura para él. La locura de su amor llevará a Cristo ciertamente a la locura de la cruz, que el diablo tratará siempre de impedir por cualquier medio.

          Por la fe, también a nosotros, “el amor de Cristo nos apremia”; el Señor nos unge con su Espíritu, para llevar la Buena Nueva de su amor, de su luz, a este mundo en tinieblas, asumiendo su acogida o su rechazo como Cristo mismo, siendo, como somos, discípulos suyos.

          Que así sea.

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Miércoles 2º del TO

Miércoles 2º del TO 

Mc 3, 1-6

Queridos hermanos:

          ¡Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me seque la diestra! (Sal 137,5).

          Olvidarse de Jerusalén es olvidarse del Templo y por lo tanto, olvidarse del Señor, de la elección; es como volver a Egipto.

          Para el salmista desterrado físicamente es más importante llevar a Jerusalén en el corazón, que su propia integridad, la plena capacidad de valerse por sí mismo que da la mano diestra. Llevar a Jerusalén en el recuerdo es llevarla en el corazón; Jerusalén es el Templo y la presencia de Dios en medio de su pueblo; es la consciencia de la elección y la predilección de Dios que da sentido a su existencia, y el memorial de su alianza. Jerusalén es el Moria de Abrahán y de Isaac; es la meta de David y Salomón. El Padre y el Hijo han culminado en ella el drama histórico y supremo de amor sobre la tierra. El mismo Señor ha llorado sobre ella: “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo sus alas y no habéis querido”. “Si me olvido de ti”… sea yo maldito eternamente; sea mi destino peor que el de tus enemigos; hijo bastardo y malnacido; aborto por siempre.

          Olvido de Jerusalén es el olvido del Señor: “Escapados de la espada, andad, no os paréis, recordad desde lejos al Señor, y que Jerusalén os venga en mientes.” (Jr 51,50). Auténtico destierro y lejanía del Templo profanado por la idolatría es el olvido de Jerusalén. El desterrado que mantiene en su corazón el recuerdo del Señor, en su lejanía, ofrece al Señor un culto espiritual.

          Un hombre con la mano derecha seca, es como un signo que hace presente a Israel, la maldición que representa el olvido del Señor, la impiedad del corazón que hace de él un desterrado aunque siga físicamente en la tierra. Un desterrado, no obstante, es alguien que ha  escapado de la espada en el día fatal (Jr 51, 50) gracias a la misericordia divina y debe al Señor el culto de la gratitud, que mantenga vivo en su corazón el recuerdo del Señor en tierra extraña. Avivar este recuerdo es como caminar hacia Jerusalén. ¿Acaso no es ese el espíritu del sábado en medio de la aridez y el vivir cotidianos?

          Jesús, viendo al hombre de la mano seca, tiene ante sí una imagen de la maldición que implica el alejamiento de Dios. Un pueblo que honra a Dios con sus labios pero su corazón está lejos de él. A este pueblo ha venido a llamar el Señor, para llevarlo al amor del verdadero culto a Dios, Padre, Espíritu y Verdad, infundiendo en su corazón el recuerdo entrañable de Jerusalén.

           Que así sea.

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Domingo 2º del TO B

Domingo 2º del TO B

(1S 3, 3-10; 1Co 6, 13-15.17-20; Jn 1, 35-42)

Queridos hermanos:

          La llamada fundamental de Dios al hombre trayéndolo a la existencia, es una llamada universal al amor. Dios es amor en su comunión trinitaria, y el hombre es llamado a la comunión con él, como camino y meta de su existencia. Esta es la voluntad de Dios, por la que el Hijo ha recibido un cuerpo capaz de entregarse para la salvación de los hombres, como dice la Carta a los Hebreos: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.  Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad! También la segunda lectura habla de la misión del cuerpo, consagrado en el bautismo para servir al Señor en el amor: en la familia, en la comunidad, y en el mundo entero.

          Samuel es engendrado, nace, y es llamado por Dios, porque Dios ha escuchado y aceptado la petición de Ana, su madre, que lo ha pedido para entregarlo a Dios y destinarlo a su servicio. Pero la llamada de Dios es un diálogo, en el que el hombre debe responder a la iniciativa divina. Samuel debe hacer personal la voluntad de su madre y la aceptación de Dios, y para eso debe manifestársele de alguna manera: “Habla Señor que tu siervo te escucha.”

          En el Evangelio, los discípulos son también llamados a través Juan. Dios tiene muchas formas de llamar: “Venid y lo veréis.” Seguidme y contemplaréis quién soy verdaderamente: cómo vivo, de qué vivo, cuál es mi alimento y mi descanso, y cuál es mi misión. De hecho, Juan les ha mostrado al Cordero de Dios y no al Rey de Israel. No es igual seguir a un rey que a un siervo. Cristo vive en comunión de amor con el Padre y el Espíritu Santo, y a esa comunión son admitidos los discípulos como germen de la comunidad de sus hermanos más pequeños, llamados a ser un solo espíritu con él, y a glorificar a Dios como miembros de su cuerpo.

          El Verbo se hace hombre, para que la comunión trinitaria de Dios sea participada por la humanidad y pueda así acercarse a Dios en comunión. La llamada implica por tanto el seguimiento y la misión: “Como el Padre me amó, también yo os he amado a vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío”; Amaos pues, los unos a los otros como yo os he amado. Esta es, pues, la llamada universal que todos recibimos de Dios: Caminar hacia él en el amor. Seguir al “Cordero”, como corderos en medio de lobos. Para eso tenemos padres, hermanos, hijos, amigos, vecinos, prójimos y enemigos. Para eso hemos recibido un cuerpo: “Para hacer, oh Dios, tu voluntad.”

          Sigamos, pues, a Cristo: nacido como Hijo, conducido como cordero, inmolado como chivo expiatorio, sepultado como hombre, y resucitado como Dios. Él es la Ley que juzga, la Palabra que enseña, la gracia que salva, el Padre que engendra, el Hijo que es engendrado, el cordero que sufre, el hombre que es sepultado, y el Dios que resucita, como dice Melitón de Sardes.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Bautismo del Señor B

El Bautismo del Señor B

Is 55, 1-11; 1Jn 5, 1-9; Mc 1, 7-11

Queridos hermanos:

Celebramos la fiesta del Bautismo del Señor.

En la pasada celebración de las Epifanías de Cristo, mencionábamos ya esta del bautismo sobre el Jordán, con el testimonio del Padre, uniendo la figura antigua y enigmática del Siervo: el elegido, el amado en quien se complace el Señor, con una totalmente nueva y por tanto inaudita del “Hijo único”, que rememora a Abrahán. También la del Profeta, al que hay que escuchar para permanecer en el pueblo, por la adhesión renovada a la Alianza, “Nueva y Eterna”, que será sellada en la sangre de Jesucristo.

Durante siete siglos la Escritura venía anunciando a través de los profetas, esta figura misteriosa de la que hablaba sobre todo Isaías, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el  que Dios quiere salvarnos: «Tú eres mi siervo,  en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra. Ahora, el Padre testifica que este Siervo es su Hijo, el primogénito de la nueva creación, sobre la que se cierne el Espíritu en medio de las aguas.

Después del Diluvio, la muerte reinaba sobre la tierra sumergida bajo las aguas y Noé soltó una paloma para comprobar si ya era posible habitar en ella, pero al no tener donde posarse, la paloma regresó donde Noé. En esta palabra, el Bautista da testimonio de la Buena Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de paloma”, y de entre la humanidad sumergida en la muerte, pudo encontrar uno en quien posarse, y se escuchó la voz del Padre dando testimonio de Jesús, diciendo: “Tú eres mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi alma se complace. El Siervo anunciado por Isaías, que cargaría sobre sí los pecados del pueblo, como lo hacía el cordero entregado a la muerte en expiación por las culpas de todos.

Porque Dios quiere gloriarse en su Siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Padre, glorifica tu nombre; porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

La justicia ha alcanzado su plenitud en el hombre, a través de Cristo, que se somete a la purificación del bautismo del “hombre enviado por Dios que se llamaba Juan”, “cumpliendo así toda justicia” y recibe el Espíritu. Ahora el hombre está preparado para acoger la gracia que viene con Cristo: la efusión del Espíritu Santo. El bautismo de agua en el nombre de Cristo, da paso a la efusión del Espíritu, de manera que sobre el bautizado recaen también: la complacencia del Padre en su Siervo, y la filiación adoptiva: Este es “también” hijo mío, en cuya fe me complazco.

La misión de Juan como profeta y “más que profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan, quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.»

Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste en un camino que conduce a los creyentes, desde la justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan: “A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).

Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los confines de la tierra, mediante su entrega en la cruz; la nuestra es invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados por su salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!

Proclamemos juntos nuestra fe.

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5 de enero

 

5 de enero 

(1Jn 3, 11-21; Jn 1, 43-51) 

Queridos hermanos:

           La liturgia sigue presentándonos a los apóstoles y recordándonos que la condición del discípulo es el amor. Habiendo sido alcanzados por el amor gratuito de Dios, somos apremiados al amor de los hermanos, y al amor a los enemigos, en virtud de nuestra filiación adoptiva que nos han alcanzado la fe en Jesucristo, y el Espíritu Santo. Por él, hemos conocido el amor que Dios nos tiene, mediante el testimonio que da a nuestro espíritu, y que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre!

          Como Natanael hemos sido conocidos por Cristo y amados en nuestra realidad y en nuestros pecados. Este amor nos llama a su seguimiento en espera de la promesa de la gloria que debe manifestarse en nosotros. Cada uno tenemos nuestro propio “Felipe” y nuestra propia “higuera” en la que hemos sido vistos, conocidos y amados por Cristo, antes de habernos encontrado con él y haber profesado: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”.

          Juan anuncia a Andrés, Andrés a Pedro, y Felipe a Natanael, y se va repitiendo como un estribillo: Venid y lo veréis, ven y lo verás, tal como canta el salmo: “Gustad y ved que bueno es el Señor”. El Padre y el Espíritu dan testimonio de Cristo como lo hace Juan el Bautista, y después los apóstoles, los evangelistas y los demás discípulos, generación tras generación hasta el final de los tiempos. Por el testimonio es regenerada la humanidad y la creación entera que aguarda la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.

           Que así sea.

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3 de enero

3 de enero

1Jn 2, 29-3,6; Jn 1, 29-34

Queridos hermanos:

Después del Diluvio, la muerte reinaba sobre la tierra sumergida bajo las aguas para ser purificada, y Noé soltó una paloma para comprobar si era posible la vida en ella, pero al no tener donde posarse, regresó donde Noé. En esta palabra, Juan da testimonio de la Buena Noticia, porque del cielo fue enviado el Espíritu Santo “en forma de paloma”, y al encarnarse Cristo, en medio de la humanidad sumergida en la muerte, pudo encontrar uno en quien posarse y se escuchó la voz del Padre dando testimonio de Jesús, diciendo: “Este es mi Hijo amado, mi Elegido, en quien mi alma se complace. Estas palabras en la Escritura evocan al Siervo anunciado por Isaías, que cargaría sobre sí los pecados del pueblo, como lo hacía el Cordero, que era entregado a la muerte en expiación por las culpas de todos.

Durante siete siglos la Escritura a través de los profetas había venido anunciando esta figura misteriosa del Siervo del que hablaba Isaías, en quien Dios sería glorificado no sólo en Israel, sino hasta los últimos confines del orbe, llevando a todos la luz de su amor, por el que dispuso salvarnos: «Tú eres mi siervo,  en quien me gloriaré. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra.»

          La unificación de estas figuras: El Siervo, el Cordero, el Profeta, el Cristo, el Hijo, y de la Escritura entera, es obra del Espíritu Santo que se posa sobre Cristo dando testimonio de él, y descendiendo sobre el que cree, lo ilumina uniendo en su mente Escrituras y acontecimientos.

La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar a este Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Uno y otro; Siervo y Cordero, toman sobre sí los pecados del pueblo, para santificarlo sumergiéndolo en Espíritu Santo.

Porque Dios quiere gloriarse en su siervo, Jesús ante su pasión dirá: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu nombre. Porque Dios quiere que su luz alcance a todas las naciones, Cristo dirá a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan quien es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» En Mateo la voz del Padre lo declara Hijo.  

Para san Pablo, este bautismo en el Espíritu, que marca la diferencia entre el bautismo de Juan y el de Cristo, consiste en un camino que conduce a los creyentes, desde la justificación por la fe, a la santidad de cuantos lo invocan; “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo” (1Co 1,2).

Si la misión de Cristo es la glorificación de Dios, salvando e iluminando a la humanidad, hasta los últimos confines de la tierra, la nuestra es, invocar su nombre en favor de nuestros hermanos, desde esos mismos confines en los que hemos sido iluminados por su salvación. Eso es lo que hacemos en la exultación eucarística junto al Espíritu y la Esposa diciendo: ¡Ven Señor Jesús!

Que así sea.

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Comentando la FIDUCIA SUPPLICANS, sobre las bendiciones.

 

Comentando la declaración “Fiducia Supplicans” 

 

          Para su redacción, como es práctica habitual, se consultó a “expertos”.

          Esta “Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la fe, basada en la “enseñanza del Santo Padre”; y “la visión pastoral del Papa Francisco”, “implica un desarrollo sobre las bendiciones en el Magisterio y en los textos oficiales de la Iglesia”, presentando la “posibilidad de bendecir a las parejas en situaciones irregulares y a las parejas del mismo sexo, sin convalidar oficialmente su status ni alterar en modo alguno la enseñanza perenne de la Iglesia sobre el Matrimonio. 

          Dado lo innovador del “desarrollo” respecto al Magisterio y a los textos oficiales, sin una continuidad con la Tradición, nos parece insuficiente una consulta a “expertos”, que ignorando la tan actual tendencia a la sinodalidad eclesial, no haya sometido el texto de la presente Declaración, a una amplia consulta al episcopado antes de su publicación, cuyas consecuencias están a la vista.

          “La presente Declaración se mantiene firme en la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio, no permitiendo ningún tipo de rito litúrgico o bendición similar a un rito litúrgico que pueda causar confusión. No obstante, el valor de este documento es ofrecer una contribución específica e innovadora al significado pastoral de las bendicionesque permite ampliar y enriquecer la comprensión clásica de las bendiciones, estrechamente vinculada a una perspectiva litúrgica.

          Si la comprensión clásica acerca de las bendiciones está estrechamente vinculada a una perspectiva litúrgica, la contribución “específica e innovadora” que la presente “declaración” asigna al significado pastoral de las bendiciones, las situará en una “amplitud y riqueza” tales, que las aleja o separa, de la perspectiva litúrgica y sacramental, en la que la Iglesia ha situado siempre la vida de gracia y en comunión de los fieles.

          Una cosa son las ayudas extra sacramentales que pueden conseguir las bendiciones a personas que tienen una vivencia sacramental, y otra la que se pretende ofrecer a personas excluidas de los sacramentos por su situación concreta, creando así un itinerario cristiano paralelo a la vida de la gracia, sin una orientación concreta a la conversión y al cambio de vida: “Vete, y no peques más”.

          Ciertamente, Jesucristo es el gran don de Dios; la Palabra eterna con la que el Padre nos ha bendecido “siendo nosotros todavía pecadores” y precisamente por esa condición pecadora nuestra, acoger la bendición que es Cristo, ha implicado siempre en la Escritura una respuesta de “conversión”, para el perdón de los pecados: “Dad frutos de conversión, decía ya el Bautista; “convertíos” dirán siempre los apóstoles, a quienes bendicen con la Buena Noticia.

          En cuanto a la coherencia entre aspectos doctrinales y pastorales, deberán ser los aspectos pastorales los que tengan que adecuarse a los doctrinales, que tienden siempre a instaurar una vida de gracia, y no al revés. En tal coherencia, deberá siempre ser prioritario el contenido del Depósito de la fe y de la moral cristiana. 

          En su respuesta a las “dudas” planteadas por los cardenales, el Papa, presentaba la doctrina perenne acerca del matrimonio:

           Se trata de evitar que «se reconoce como matrimonio algo que no lo es». Son inadmisibles ritos y oraciones que puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonioy lo que lo contradice.  Solo en este contexto las relaciones sexuales encuentran su sentido natural, adecuado y plenamente humano. La doctrina de la Iglesia sobre este punto se mantiene firme. La Iglesia tiene el derecho y el deber de evitar cualquier tipo de rito que pueda contradecir esta convicción o llevar a cualquier confusión. 

          Tal es también el sentido del Responsum de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, donde se afirma que la Iglesia no tiene el poder de impartir la bendición a uniones entre personas del mismo sexo.

          Esto nos permite evidenciar mejor el riesgo de confundir una bendición, dada a cualquier otra unión, con el rito propio del sacramento del matrimonio.

          Desde un punto de vista estrictamente litúrgico, la bendición requiere que aquello que se bendice sea conforme a la voluntad de Dios manifestada en las enseñanzas de la Iglesia. Esta es una comprensión litúrgica de las bendiciones.

          Como consecuencia, la Iglesia no tiene potestad para conferir su bendición “litúrgica” cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial. 

           En la presente declaración, no obstante, la respuesta del Santo Padreinvita a hacer el esfuerzo de ampliar y enriquecer el sentido de las bendiciones, hablando de “simples bendiciones” o “gestos pastorales”

             Lo que se denomina “simple bendición o gesto pastoral”, sin requisitos morales previos, en el caso de ser ofrecido a “parejas” con una relación, de hecho, inmoral,  según la doctrina de la Iglesia, crea inevitablemente, la confusión que teóricamente se pretende evitar, diciendo: sin convalidar oficialmente su status, porque, de hecho, es inseparable la condición de pareja con su irregularidad moral. Sería distinto, pero no menos peligrosa, una tal bendición ofrecida solo a las personas individualmente, sin tomar en cuenta requisitos morales previos.

             Acudir a la Iglesia para ser bendecido por ella, sin adecuarse a su enseñanza, y a su verdad, ignorando el auxilio eficaz de su Gracia, no patentiza ningún deseo de responder mejor a la voluntad de Dios.

            El hipotético acercamiento a la Iglesia para implorar su ayuda, debe ir acompañado de una disposición efectiva a apoyarse en su enseñanza maternal, que posee el corazón de Cristo: “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”.

            La piedad popular, o los ejercicios de piedad, no por ser distintos de la acción litúrgica, deben carecer del contenido moral de toda la vida cristiana.

          No se trata de negar una simple bendición a las personas por ser pecadoras, pero, una vez más, hay que distinguir el hacerlo a parejas, cuando su situación, es susceptible de la confusión moral de la bendición impartida. En tales casos, ante una petición espontánea, la prudencia pastoral aconsejaría impartir la bendición de forma individual a cada persona.

 Toda bendición será la ocasión para un renovado anuncio del kerygma, una invitación a acercarse siempre más al amor de Cristo. El Papa Benedicto XVI enseñaba: «La Iglesia, al igual que María, es mediadora de la bendición de Dios para el mundo: la recibe acogiendo a Jesús y la transmite llevando a Jesús. Él es la misericordia y la paz que el mundo por sí mismo no se puede dar y que necesita tanto o más que el pan».

                                                                                    www.jesusbayarri.com