Domingo 1º de Adviento B

Domingo 1º de Adviento B

(Is 63, 16-17. 64, 3-8; 1Co 1, 3-9; Mc 13, 33-37)

Queridos hermanos:

           Llega el Adviento, tiempo para excitar nuestra vigilancia, que debería ser constante y para orientar toda nuestra vida al Señor, que estando presente por su Espíritu, nos hace tender hacia la unión plena y definitiva con él. ¡Maran atha!

          Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalip­sis, es el gemido más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apoca­lipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús! (Juan Pablo II, catequesis del 3/7/91).     

          En este primer domingo de Adviento, la liturgia de la Palabra nos llama a la vigilancia, en la esperanza dichosa de la venida del Señor, a quién hemos conocido por la fe y a quien amamos, por su salvación realizada en favor nuestro. Así clamaba el pueblo en la primera lectura: ¡Vuélvete Señor, por amor de tus siervos! Como dice siempre la Escritura: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos. San Pablo en la segunda lectura, asegura la asistencia del Señor a quienes le esperan, porque esperar es amar: “Él os mantendrá hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”. El amor engendra la esperanza, que se mantiene viva en la vigilancia, mediante la sobriedad de la ascesis del corazón que ora sin desfallecer. Como un cuerpo sano ansía el alimento, un espíritu amante ansía al Señor.

En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia del corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí”. El corazón que vigila en el amor, escucha la voz del amado y le reconoce para abrirle al instante, en cuanto llegue y llame: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame al instante le abran” (Lc 12, 35s).

          He aquí, entonces, el sorprendente descubrimiento: ¡nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros! Sí, Dios nos ama y justamente por esto espera que regresemos a Él, que abramos el corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y que recordemos que somos sus hijos. Esta espera de Dios, precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor, nos alcanza siempre en primer lugar (cfr 1 Jn 4,10).

          Todo hombre está llamado a esperar, correspondiendo a la expectativa que Dios tiene sobre él. 

           En el corazón del hombre (que cree) está escrita de forma imborrable la esperanza, porque Dios, nuestro Padre, es vida, y para la vida eterna y beata estamos hechos. (Benedicto XVI, Adviento 2007).

           Profesemos juntos nuestra fe.

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Sábado 34º del TO

Sábado 34º del TO

Lc 21, 34-36

Queridos hermanos:

          Como estamos viendo estos días, es necesario estar preparados al encuentro del Señor, como fue necesario a aquellos sobre los que vino la destrucción de Jerusalén. También a nosotros se nos removerán todas las cosas: la rutina diaria, nuestros proyectos, nuestros planes, y hasta de la vida misma se nos privará un Día. Nuestra preparación está en la vigilancia del corazón, por el deseo del encuentro con el Señor, que si es verdad que debe ser constante, debe también mirar al encuentro definitivo.

          Pero como no somos ángeles y estamos sometidos a la concupiscencia, es necesario ejercitar también nuestro cuerpo a la vigilancia para que el espíritu vele en la oración, porque cuando viene a menos este deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas y se va instalando en lo que es de por sí caduco, y como consecuencia se va corrompiendo con los goces inmediatos, que como no sacian, exigen cada vez una satisfacción mayor, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza. Acordémonos de la semilla que cae entre abrojos y es sofocada por las preocupaciones del mundo, los placeres de la vida y el afán de las riquezas.

          Somos invitados, pues, a estar ceñidos por la esperanza que nace del amor, y por el discernimiento de lo importante y definitivo que saciará nuestro corazón. Velemos, pues, mediante la sobriedad de nuestros sentidos, y la pureza de nuestros afectos como la esposa del Cantar en medio de los sueños de esta vida, y así escucharemos al Esposo que viene en la noche a llamar a nuestra puerta, para llevarnos a la posesión de su Reino en las bodas eternas, con las que desea unirse a nosotros para siempre.

          Que así sea.

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Domingo 34º del TO A Jesuristo Rey del Unverso

 

Domingo 34 del TO A. Solemnidad de Cristo Rey

(Ez 34, 11-12.15-17; 1Co 15, 20-26ª.28; Mt. 25, 31-46)

Queridos hermanos:

          Celebramos a Cristo Rey del Universo, alfa y omega de la historia. Principio y fin de la salvación de Dios; instauración del Reino de su amor misericordioso.  

          Para celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia, en el Evangelio de Marcos a Jesús condenado a muerte; en el Evangelio de Lucas al Señor crucificado, y en el Evangelio de Mateo, a un rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión.

          Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado? En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

          Y ¿cómo ha dado ese testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado, amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Dios, y este es nuestro Rey.

           La primera lectura nos habla del pastor. Un pastor vive con el rebaño, come con él, duerme al raso; no hay vida más dura que la del pastor, llueva, truene o haga sol. Así es nuestro rey. Para eso se ha hecho hombre, aceptando ser acogido o rechazado hasta la muerte de cruz. Así es nuestro rey. ¡Viva Cristo Rey! decían los mártires, y como él reinaban, perdonando a los que los mataban.

          La palabra de hoy nos presenta a Cristo como rey-pastor, sentado en su trono de gloria, para pastorear con justicia y retribuir con el Reino a las naciones, según la acogida y adhesión a Dios, por la fe en quien Él ha enviado, y en la persona de sus discípulos, sus “pequeños hermanos”. Él ha conducido, alimentado, cuidado, y defendido a su rebaño, y ahora en su buen gobierno, juzga entre ovejas y machos cabríos la acogida o el rechazo de su palabra de salvación.

          Frente a esta Palabra, los discípulos, no sólo debemos tomar conciencia de nuestra realidad ontológica de “hijos del Padre” y de “hermanos de Cristo”, sino también de nuestra misión de “pequeños”, mediadora de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe”. Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues “mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida”, (cf. 2Co 4, 12).

          Esta palabra hace presente la misión salvadora de la Iglesia, y nos exhorta a permanecer unidos al grupo de los “hermanos más pequeños de Jesucristo”, que la han encarnado en el mundo, siendo por tanto objeto del rechazo o de la acogida de los hombres, que en ellos lo han hecho a Cristo mismo.

          Los cristianos, con el espíritu de Cristo, hacemos presente en nuestros cuerpos la escatología. Sobre nosotros se ha anticipado el juicio de la misericordia divina (Jn 3, 18). Somos conscientes de haber acogido al Señor, y triunfantes por haber permanecido unidos a la vid, somos norma de juicio para las gentes, y paradigma de salvación o de condenación, frente al que serán medidas “todas las naciones” (Mt 25, 35 y 36. 42 y 43).

          Cuando un cristiano o una comunidad cristiana escucha la proclamación de esta Palabra, debe saberse situar en el grupo de los “hermanos más pequeños del Señor”, junto a él y frente a las naciones. Debe ser consciente de la salvación que gratuitamente ha recibido, y por la cual vive. Debe recordar perfectamente los padecimientos sufridos por el testimonio de Jesús y sobre todo las consolaciones de haber visto su palabra acogida por tanta gente, sobre la cual ha visto irrumpir el Reino de Dios en el gozo del Espíritu Santo, cuando como siervo inútil, ha encarnado al mensajero de la Buena Noticia.

          Por eso, al escuchar esta Palabra y ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, su celo se robustece pensando en aquellos que aún no la han conocido. Su vigilancia se renueva, pues por nada quisieran abandonar el lugar  glorioso cercano a su Señor en el día del juicio, ni dejar su puesto en la Iglesia o ser despojados de él por el enemigo que constantemente “ronda buscando a quien devorar”. Contemplan también las obras santas que les concede realizar Aquél que los conforta, por el cual están crucificados para el mundo, y no viven ya para sí, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

          Son  ellos, los hambrientos por Cristo, los desnudos, los presos, los enfermos, en los que Cristo es acogido o rechazado. No es ya su vida la que viven, sino que Cristo vive en ellos. Pero si al escuchar esta Palabra, caen en la cuenta de que ya el Maligno les ha desposeído de su puesto junto a los “hermanos más pequeños”, si ya se ven grandes y opresores, e hijos de otro padre, esta Palabra les llama nuevamente, porque si nosotros somos infieles, Él, permanece fiel.

          Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO 

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

          Ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la próxima venida del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo de toda la creación.

          La palabra de este día nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios que recibimos por la efusión de su Espíritu. El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada cual según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, en consonancia con el don recibido. Pensemos a la esposa del Cantar de los cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba”.

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio el pecado como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde los orígenes, como vemos en el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena.

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor, con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

          Que así sea.

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Domingo 33º del TO A

Domingo 33º del TO A  

(Pr 31, 10-13.19-20.30-31; 1Ts 5, 1-6; Mt 25, 14-30)

Queridos hermanos:

          Este penúltimo domingo, ante el final del año litúrgico y de la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige una mirada a la venida próxima del Señor, como juez, a quien hay que rendir cuentas, y a la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

          La palabra de este domingo nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para hacer fructificar el don del amor de Dios que hemos recibido por la efusión de su Espíritu. El amor es entendido como trabajo, en el servicio. Escuchando la primera lectura uno puede pensar cuál sea la función de un hombre con una mujer semejante, pero no hay que olvidar que para Israel, la actividad prioritaria del varón es el estudio de las Escrituras; después viene el cultivo de la tierra, y después todo lo demás. Es la actitud de servicio: de entrega y amor de esa mujer ideal de la que nos habla la primera lectura, la que centra la palabra del Evangelio, dando contenido al trabajo y al negociar de los siervos de la parábola. No es tanto lo que uno dé, cuanto lo que uno se da, como dijo el Señor a Oseas: “Yo quiero amor” Es la actitud de la viuda del Evangelio con sus dos moneditas. Los carismas, son el amor concreto con el que el Espíritu edifica a la Iglesia en función del mundo. Entonces nosotros, si hemos dado este fruto seremos llamados “siervo bueno y fiel, y seremos invitados a entrar en el gozo del Señor; y aquellos a quienes con nuestra vida y con nuestras palabras habremos ganado para el Señor recibirán su propia sentencia: “Venid benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”.

          El Señor que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada uno según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe el talento del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para quienes le aman.”

          Esta vida, con sus trabajos, sus sufrimientos y sus frutos,  es en realidad “lo poco” a lo que somos llamados a ser fieles, y que será “lo mucho” en una vida eterna, para nosotros, y para cuantos el Señor acoja en su gloria a través de nuestro servicio humilde. Las gracias recibidas y puestas por obra, habrán fructificado centuplicadas por la virtud de su Nombre, para su gloria, en la salvación de los hombres, alcanzándoles la herencia preparada para ellos desde la creación del mundo, participando del gozo de su Señor, que será pleno en ellos y en nosotros, que hemos puesto nuestra vida en ayudarlos a alcanzarlo, como el “siervo bueno y fiel”.

          El estar en vela del que habla san Pablo en la segunda lectura, consiste en la vigilancia de un corazón que ama, en consonancia con el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba y la voz de mi amado oí.”

          El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en la primera lectura y en el Evangelio. En cambio el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde el Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, deberá ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a su propia gangrena. Quien habiendo recibido de Cristo su talento sólo vive para las cosas de la tierra, es como si lo enterrara; como si ocultara la luz debajo del celemín, dijo Orígenes: Cuando vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este mérito, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró (Orígenes, in Matthaeum, 33).

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con la que tenemos de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando la conciencia de nuestras faltas, en la medida en que progresa nuestro conocimiento de Dios y madura en nosotros su amor. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho. Ya dice san Juan que: “el amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

          Dice Jesús: ”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo”. Es la actividad constante del amor, que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

        Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                                                                  www.jesusbayarri.com

Sábado 32º del TO

Sábado 32º del TO (cf. domingo 29º C)

Lc 18, 1-8

Queridos hermanos.

          Hoy la palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar esto, quiere decir que no hay otra posibilidad alternativa de vida cristiana que, permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque, como nos dice la parábola, en la vida cristiana se realiza un combate, que debe durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del hombre”, cuando venga a hacer justicia, y mientras tanto, el adversario, no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

          Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se prepara para conquistarla, la figura de este adversario era Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra, y para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés mientras combate, sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda, figura de la Iglesia, necesita de la constancia en la súplica ante el juez, como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas, por lo que se requiere el auxilio de la intercesión poderosa de Dios, mientras dura el tiempo establecido por él, para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Con todo, Dios que escucha siempre la oración hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

          Cristo al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, ya nos pone sobre aviso, acerca de que el combate nos acompañará toda la vida, entonces se le quitará todo poder al Adversario. Sólo entonces se alcanzará la victoria definitiva y el combate no será ya necesario.

          Una tal oración, implica una fe en consonancia con ella que la haga posible. Cristo lo manifiesta así, cuando une oración y fe: “Pero cuando el Hijo del hombre venga ¿encontrará la fe sobre la tierra? La fe que hace que sus elegidos estén clamando a Él día y noche mientras esperan en su justicia frente a su adversario.

          El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a él día y noche, como hace esperar al ciego de Jericó, Bartimeo, porque con su clamor, hacen presente la salvación de Cristo, testificando con su fe el amor de Dios a cuantos les rodean.

          La oración garantiza la victoria, y la fe hace posible la oración.

          En la oración no son necesarias muchas palabras, pero debe ser constante, lo cual nos hace comprender que se trata, sobre todo, de una actitud del corazón, que busca la cercanía, la unión con el amor que es Dios, y descubriendo la propia precariedad confía plenamente en él. Más importante que lo que pedimos, es que lo pidamos; que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, de bendición y de agradecimiento con Dios, haciéndole presente también nuestras preocupaciones y necesidades y sobre todo las de nuestros semejantes. Ya decía san Agustín, que la oración es el encuentro de la sed de Dios (que es su amor), con la sed del hombre, (que es su necesidad de amor y de amar). Como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

           Que así sea.

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Domingo 32º del TO A

Domingo 32º del TO A

(Sb 6, 13-17; 1Ts 4, 12-17; Mt 25, 1-13)

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra, como la anticipación del Adviento que se acerca, nos llama a la vigilancia, a estar en vela, porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

          Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los Cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama”. Efectivamente, es el amor, el que hace posible la espera contra toda desesperanza y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la promesa.

          Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos unirá a él y estaremos siempre con él.

          La primera lectura nos habla del objeto de nuestra vigilancia, personalizando la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros.

          Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así se requiere el discernimiento del corazón que da la Sabiduría.

          La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

          Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla y la deseemos.

          Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la celebración de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestras relaciones con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introducen en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

          ¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu reino!     ¡Anatema quien no ame a Cristo!

          Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Sábado 31º del TO

Sábado 31º del TO

Lc 16, 9-15

Queridos hermanos:

          Lo propio de Dios es el amor, que une al Padre y al Hijo y que conocemos como el Espíritu Santo. Este amor de Dios, no se queda en sí mismo, sino que se abre a nosotros, para dársenos, y por eso, lo propio del hombre es, el don del Espíritu Santo de amor, que como en Dios, no se queda en sí mismo, sino que se abre a los demás, al prójimo, hermanos y enemigos.

          Si en nuestro corazón, dejamos entrar “el amor al dinero”, nuestro corazón se cierra en sí mismo; la imagen de Dios en nosotros, queda sustituida por la imagen del diablo, por la idolatría. Por eso dice la Escritura que: “La causa de todos los males, es el amor al dinero”. Como nos ha dicho el Evangelio: “No se puede servir a Dios y al dinero”.

          Como dice la conclusión del evangelio refiriéndose a los fariseos, la clave está en ver la actitud del corazón que ama el dinero y no a Dios, atesorando bienes terrenales, y desplazando a Dios de su lugar para colocar el ídolo. Es el corazón del hombre el que puede hacer de las cosas algo abominable, ya que las cosas en sí mismas han sido creadas buenas por Dios: “todo era bueno” (Ge 1,25). También el dinero es un bien, que el corazón puede idolatrar y pervertir.

          Por supuesto que si la ganancia es fruto de cualquier injusticia o maldad, el dinero obtenido es totalmente injusto, por lo que ya la moral exige la restitución. Difícilmente este dinero podría servir para hacerse amigos con vistas a las moradas eternas, ya que en justicia debe restituirse. No sería por tanto a este dinero al que Cristo se refiere. Si tenemos en cuenta, en cambio, la “destinación universal de los bienes”, toda acumulación tiene en sí, una connotación injusta, aunque haya sido legalmente adquirido, ya que se le priva de su finalidad última, de ser útil a quien lo ganó, y al bienestar y prosperidad de la sociedad. Este dinero injustamente atesorado y acumulado, si que puede ser purificado, utilizándolo para el bien común, la limosna y todo tipo de caridad, que además del dinero en sí, limpia el corazón del que lo posee, ya que: “donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón.”

          El corazón estará limpio del amor al dinero, cuando lo considere instrumento y no fin. Entonces podrá serle confiado lo importante. El dinero siempre será algo “ajeno” y externo a nuestro ser, aunque pueda pervertir aquel corazón del cual se adueña. En cambio por el bautismo, nuestro ser recibe el don del Espíritu, que lo transforma ontológicamente, porque no queda como algo adherido y extraño, sino como algo propio del nuevo ser que ha sido constituido “hombre nuevo”. El don del Espíritu es por tanto algo “propio”, “nuestro”, que Dios da a quien ha sido fiel en lo “ajeno”. El amor al dinero es abominable para Dios porque, sitúa la abominación de la idolatría en el corazón desplazando a Dios.

           Que así sea.

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Martes 31º del TO

Martes 31º del TO

Lc 14, 15-24

Queridos hermanos:

          Ante la exclamación: “¡Quien pudiera comer en el Reino de Dios!” Jesús responde con esta parábola que viene a decir: Eso depende de ti, porque Dios te llama en este momento y después llamará a todos. El Reino de los Cielos ha llegado y los que se hacen violencia a sí mismos lo arrebatan.

          Basta creer para comer del Reino. Para entender mejor esta palabra hay que recordar, cómo Dios ha invitado a Adán y Eva al Reino de la comunión con él, desde la creación, y el hombre ha rechazado la invitación; se ha hecho presente después en Egipto para invitar a los hebreos esclavos, a su Reino; y a los que han querido salir los ha sacado de allí, los ha limpiado en el desierto, los ha hecho un pueblo, y les ha dado una tierra. Esos son los primeros invitados de la parábola, que han olvidado que la promesa, no era sólo de liberación de la esclavitud física, sino también de la espiritual, de los ídolos del corazón.

        Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, comenzando por Israel, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso; pero la invitación no es sólo para ellos, sino para todos los hijos de Adán.

          Ante nosotros están pues, misericordia y responsabilidad, para orientar nuestra libertad y nuestra vida al Evangelio del Reino o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. “Hay de los hartos, y de los justos a sus propios ojos, porque se excluyen a sí mismos del Reino, rechazando la vestidura blanca de bodas. Dichosos, en cambio, los menesterosos que ahora tienen hambre, porque serán revestidos de dignidad y saciados.

          Por mucho que haga o por mucho que deje de hacer el hombre por entrar en el Reino, siempre será poco; siempre será don gratuito, incomparablemente superior a nuestra responsable aceptación de las exigencias del Reino.

         Con que facilidad, sin embargo, rechazamos la invitación del Señor por la complacencia de los ídolos del mundo, nosotros, los alejados, que hoy nos hemos convertido en invitados de primera hora.

          La palabra viene hoy a llamarnos a la vigilancia, para no enredarnos en los asuntos mundanos y estar preparados a la llamada del Señor en cuanto llegue y llame. Dichoso el siervo a quien el Señor encuentre dispuesto. Escapará del llanto y el rechinar de dientes.

          La Eucaristía nos invita a entrar a su fiesta escatológica de la comunión, para recibir vida eterna, porque ¡el Reino de Dios ha llegado! Cristo es el Reino y nos invita al banquete de su cuerpo y de su sangre.

           Que así sea.

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Domingo 31º del TO A

 

Domingo 31º del TO A 

(Ml 1, 14-2,2.8-10; 1Ts 2, 7-9.13; Mt 23, 1-12)

Queridos hermanos:

           Dios es amor, y ha glorificado su nombre amando a los hombres en muchas ocasiones y de muchas formas; primero creándolos y después salvándolos. Israel ha visto la acción de Dios en el Éxodo librándoles de la esclavitud y ha glorificado a Dios. Dios se ha cubierto de gloria a sus ojos. La gloria de Dios es, sobre todo, su amor por el hombre, que se hace eminente en Cristo.

Dios, que es Amor, quiere la felicidad del hombre, y lo llama a la comunión con él que es la vida, sacándolo de su propia complacencia y abriéndolo a la fe y al amor. El problema de escribas y fariseos es que cerrados a la fe, prefieren ser amados, antes que amar; prefieren la estima de los hombres a la comunión con Dios. Por eso les dirá Jesús: “Cómo podéis creer vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios”. Sin la fe, el amor no puede estar en su corazón, y la Ley desposeída del amor se convierte en una carga insoportable para sí mismo, y en una exigencia para los demás. Su culto es perverso y vano porque no busca la complacencia de Dios sino la suya propia, y el verdadero culto a Dios es el amor: “¡Misericordia quiero!”.

          Esta palabra viene en nuestra ayuda para movernos a buscar al Señor, negándonos a nosotros mismos mediante la penitencia, y abriéndonos a los demás mediante la misericordia, en nuestro camino hacia la Pascua. Necesitamos abajar nuestro yo, para abrirnos al tú del amor, y en éste, encontrarnos ante el Tú de Dios.

          En Cristo, Dios va a glorificar su nombre como nunca antes, manifestando su amor, salvando a todos los hombres de la muerte, entregándolo por nuestros pecados y resucitándolo para nuestra justificación. “Ahora va a ser glorificado el Hijo del hombre y Dios va a ser glorificado en él. ¡Padre, glorifica tu nombre!” y dijo Dios: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” La gloria de Dios y su complacencia, son su entrega, y la que realiza su Hijo por nosotros.

          Creer en Jesucristo da gloria a Dios, porque por la fe, el hombre fructifica en el amor: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.” La semejanza de los discípulos con el Padre, y el Hijo, es el amor, y el amor lo glorifica.

          Si la principal misión de Israel y también de la Iglesia es llevar a los hombres a Dios, ésta se cumple en el amor, porque: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros.”  El amor evangeliza mejor que las palabras, porque “dicen y no hacen.”

          Un fruto de amor da gloria a Dios, porque el amor es de Dios; es él quien lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado. El que no cree, no tiene el amor de Dios en su corazón y está condenado a buscar su propia gloria, porque no es posible vivir sin amor; entonces pide la vida a las cosas y a las personas, sirviéndose de ellas, pero sin amarlas, pero nada ni nadie pueden dar vida fuera de Dios. El que no cree, no ama y no da gloria a Dios.

          No hay más solución que volverse a Cristo; creer en su palabra y guardarla en el corazón, para que como dice la segunda lectura, permanezca operante en nosotros y dé frutos de amor.

Si por la Eucaristía nos unimos a Cristo en este sacramento de su amor al Padre, lo glorificamos juntamente con él, haciéndonos uno con su entrega amorosa a su voluntad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

 

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Sábado 30º del TO

Sábado 30º del TO 

Lc 14, 1.7-11

Queridos hermanos:

          Esta palabra parece una lección de puras relaciones humanas, educación o buenas maneras, pero sabemos que Cristo no se molestaría sólo por eso, y que los evangelistas le han sabido dar su aplicación espiritual. La humildad sin duda es una virtud cristiana que forma grupo con el servicio y la caridad en las que se puede contemplar la verdadera grandeza cristiana a ejemplo del Maestro y el Señor, que se ciñe para servir. Esta es la fuente de la verdadera humildad: la caridad de Cristo que ha querido humillarse hasta la muerte de cruz por nosotros.

          Quien tiene el Espíritu de Cristo, participa de su humildad en la alegría que procede del mismo Espíritu, y que caracteriza la autenticidad de la humildad cristiana. Como dice san Pablo: “considerando a los otros como superiores a ti; teniendo los sentimientos de Jesús”.

          Dios revela sus secretos a los humildes. Dice también la Escritura que: “Dios da su gracia a los humildes”; que “el que se humille será ensalzado”. Así pues, la humildad no es una meta, sino la aceptación de que sea Dios mismo quién provea y quién colme nuestro ser. Naturalmente esto no es posible sin el obsequio de la fe, porque nuestro espíritu herido por la muerte del pecado, busca constantemente ser. Es necesario haber tomado conciencia del encuentro, que Dios mismo ha propiciado a través de Cristo en nuestra existencia.

          Nuestra actuación patentiza, hasta que punto se ha realizado en nosotros el encuentro con Cristo, que hace posible que podamos abajarnos, vaciarnos, someternos como él se anonadó a sí mismo. A quién ha encontrado a Cristo, le basta ser en Cristo. Su deseo de ser, queda satisfecho y han sido plantadas en él, las raíces de la humildad. El mundo deja de ser el proveedor de sustento para su espíritu, porque Cristo ha empezado ha vivir en él.

          El hombre tiene una dimensión y una vocación de realización, que Dios, desde su “Hagamos”, espacio-temporal, ha querido con una grandiosidad muy distinta a la que aspira la caída naturaleza humana. Sus aspiraciones no son otra cosa que vana hinchazón, incapacitado para las grandezas de la oblación que sólo Cristo revela y comunica por participación del Espíritu. Como dice el Concilio en su constitución GS, sólo el Verbo Encarnado revela al hombre su auténtica dimensión, cuyo conocimiento aceptado, llamamos humildad, en la más teresiana de sus acepciones.

          Dios se complace en la humildad del hombre, porque sus rasgos son los de su Hijo predilecto, aceptados en el Siervo obediente que imprime sus marcas en quién lo ama. Ella será la vestidura que lo coronará de gloria y honor en el Reino, el día de la resurrección de los justos.

          Que así sea.

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Viernes 30º del TO

Viernes 30º del TO 

Lc 14, 1-6

Queridos hermanos:

          Nuevamente la palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu que es el amor. Entramos de nuevo en el tema de la misericordia como corazón de la ley y de la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, conocimiento de Dios.”

          El Espíritu Santo hace ver la realidad con su óptica de misericordia: “misericordia quiero”; pero sin el Espíritu no puede captarse más que la materialidad de la Ley, sabiendo, no obstante, que su corazón es el amor, y mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús tendrá siempre gran dificultad en introducir a los sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor, es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal podemos decir: “El amor (corazón) tiene razones que la razón no comprende” El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que, “amar, es cumplir la ley entera”, y que quien ama a cumplido la ley.

          La respuesta de Jesús viene a ser: El sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido el sábado. Dios ha descansado del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor: “mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” dirá Jesús.  El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla.  En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “haces la paz y todo (lo) creas. Tú que iluminas la tierra y (a) todos sus habitantes; que renuevas cada día la obra de la creación”.

          También en nosotros la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo, “por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

          Es interesante la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad, como acción de Satanás: Con Satanás entró el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que sus manifestaciones progresivas sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una creatura como el diablo puede ser tal, cuál no será la misericordia de Dios su creador, viendo la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal: “Las aguas torrenciales (de la muerte) no pueden apagar el amor”.

          A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad tienen un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad, y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio muchas veces insustituible, para obtener un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, en el caso de haber gozado siempre de buena salud se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal, les haya alcanzado una salud eterna salvándolos definitivamente?      

          Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa.

          Que así sea.

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