San Benito, abad
Pr 2, 1-9; Mt 19, 27-29
Entrar en el Reino de
Dios implica la fe, y el “seguimiento de Cristo”, dejar casa, hermanos,
hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a la propia vida, y
recibir en el mundo presente el ciento por uno, y en el venidero, vida eterna.
Seguir a Cristo, se
contrapone a buscar en este mundo la propia vida olvidando a Cristo, porque: “El que busca en este mundo su vida, la
perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para
una vida eterna.”
Jesús
viene a decirnos hoy: La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso,
cuando hayas vendido tus bienes, “ven y
sígueme”; cree, hazte discípulo del “maestro
bueno”, llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste”, y tendrás derecho a la herencia de
los hijos que es la vida eterna.
El Señor invitó a seguirle en su misión
salvadora a aquel rico que se marchó triste porque tenía muchos bienes;
su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el
que sentía por sus bienes, y que le impidió creer que en aquel Jesús estaba
realmente su Señor y su Dios, para seguirle. Le fue imposible encontrar el
tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir
el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto,
ciertamente habría vendido todo y le habría seguido como Benito. Como le dijo
Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su
religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.
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