Lunes 16º del TO
Mt 12, 38-42
Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el
amor, para darle a gustar la vida eterna, y por su amor, dispone las gracias
necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los
ninivitas, la reina de Saba, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos,
recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra
la vida en quien la escucha.
Como
ocurría ya desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel
sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza
Cristo no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, y
piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver
sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo
efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su
incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será
oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de
los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de higos, sino de
juicio; no de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la
muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días
en el seno de la muerte. Sólo al “final” verán venir la señal del Hijo del
hombre sobre las nubes del cielo.
Jonás
realizó dos señales: La predicación, que sirvió a los ninivitas, que se
convirtieron, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que sólo
puede conocerse a través de las Escrituras. En cuanto a Cristo, los judíos no
aceptaron la primera, y la segunda no pudieron verla; no hubo más señal para
ellos que la predicación de los testigos elegidos por Dios.
El significado de las “señales” sólo
puede verse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que
implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra
libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tendrán que ser
purificadas en la prueba.
Nosotros hemos creído en Cristo, pero
hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole
signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente
al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo
material debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.
Que en la Eucaristía podamos entrar con
Cristo en la muerte y resucitar con él por la potencia de su brazo, y que nos
libre de nuestros enemigos que nos acosan, hundiéndolos en el mar.
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