Domingo 17º del TO A
(1R 3, 5-13; Rm 8, 28-30; Mt 13, 44-52)
El discernimiento no es una sabiduría
cualquiera, sino la sabiduría para gobernar. Salomón debe gobernar un reino,
pero todos necesitamos gobernar bien, aunque sólo sea nuestra propia vida, para
conducirla a su meta. Si Dios es “la verdad y la vida plena” a la que hemos
sido llamados en nuestra existencia por la “misericordia”, el discernimiento
debe guiarnos a él, por los caminos de la sabiduría, que se nos revelan como
“tesoro escondido” y “perla preciosa”. En efecto dice la Escritura que el temor
de Dios es el principio de la sabiduría. Quien posee muchos conocimientos y se
aparta de Dios, está falto de sabiduría.
Si el discernimiento es tan importante
que de él depende la realización de nuestra existencia, es vital saber donde se
encuentra o como puede adquirirse. Para san Pablo la condición necesaria para
poseerlo, consiste en que el amor de Dios, que procede del Espíritu Santo, sea
el motor de nuestra existencia. “Para
quien ama a Dios todo concurre al bien.” Es el amor de Dios el que ilumina
todos los acontecimientos del que ama, para discernir y ser encaminado por ellos
al bien. La propia comunidad, como germen del Reino de Dios, independientemente
de sus limitaciones individuales, es la perla de gran valor, el tesoro que, sólo
el discernimiento del amor que encierra, hace posible apreciar a quien lo posee.
Para san Agustín, en efecto, la perla
preciosa es la Caridad, y sólo los que la poseen han nacido de Dios. Este es el
gran criterio de discernimiento, continúa diciendo, porque aunque lo poseyeses
todo, sin la Caridad, de nada te serviría. Y al contrario, si no tienes nada,
si a todo renuncias, y lo desprecias, y alcanzas a conseguirla, lo tienes todo,
como dice san Pablo: “El que ama ha cumplido la Ley” (Rm 13, 8.10). Ha
alcanzado el Reino de Dios que es amor.
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