Lunes 15º del TO
Mt 10, 34-11, 1
Seguir
a Cristo implica asumir y encarnar su contradicción y su bendición. El centro
de la existencia debe desplazarse de uno mismo, para que Cristo lo ocupe en la
encrucijada entre Dios y las creaturas. Existen dos reinos: Uno gobernado por
un tirano usurpador que ha esclavizado a los hombres con engaños y a quien el
hombre ha dado poder por su libertad, y otro gobernado por Dios, que irrumpe en
Cristo para derrocar al explotador y liberar a quienes se acojan a él por la
fe. Con ese poder envía Cristo a sus discípulos y por eso testifica: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un
rayo”. El reino del diablo al verse acometido, se revela y mueve guerra
allí donde es sacudido por los enviados.
Seguir
a Cristo significa acoger el Reino de Dios y entrar en él, lo cual supera
totalmente las fuerzas humanas, y debe recibirse de lo alto, gratuitamente,
mediante la fe, porque “nuestra lucha no
es contra la carne ni la sangre”, ni el amor a que somos llamados es de
naturaleza terrenal, sino celeste. Es más, nuestros amores, siempre
interesados, son impedimento, ataduras a este mundo que hay que deshacer para
poder “volar” a la inmolación del propio yo, en aras del amor de Cristo.
Dice el Señor: Si alguno viene en pos de mí, que he
venido a entrar en la muerte para vencerla, por vosotros y con vosotros,
vaciándome de mis prerrogativas y de mi propia voluntad entregada totalmente al
Padre, será incorporado a mi vida y a mi misión. “Donde yo esté, allí estará también mi servidor”; “el que me sirva que
me siga”. Yo me he uncido a vosotros en el yugo de vuestra carne, para arar
juntos lo que para vosotros es una tarea imposible, y así pueda de nuevo
fructificar vuestro corazón. Yo no he retenido ávidamente mi condición divina,
y vosotros, deberéis negaros a vosotros mismos vuestra condición humana: padre,
madre, hermanos, mujer, hijos y todos los bienes, hasta la propia vida. Para
eso, como yo he recibido vuestra carne, vosotros deberéis recibir mi espíritu,
para uniros a mí bajo un mismo yugo (Dt 22, 10). Nuestra libertad deberá
entonces desatar todas las amarras propias de nuestra condición personal para
poder arar con el Señor.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario