Domingo 33º del TO C
Ml 3, 19-20; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19.
Queridos hermanos:
Este penúltimo domingo, al acercarnos al final del año litúrgico y a la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige nuestra mirada hacia la próxima venida del Señor como juez, ante quien habrá que rendir cuentas, y hacia la preparación cósmica de ese acontecimiento decisivo para toda la creación. Es el tiempo de la separación definitiva del mal y de sus consecuencias; el tiempo de la restauración plena del plan de Dios en todo su esplendor.
Esta vida, este mundo y todo cuanto parece
estable y permanente tienen un final establecido, que se acerca velozmente y
que nos ha sido revelado junto a la promesa de una vida nueva y eterna en
compañía del Señor. A Él nos hemos unido por la fe, y esa unión nos hace vivir
en la esperanza dichosa de su regreso, porque lo amamos. Estos dones nos
impulsan a testificarlos ante el mundo que gime bajo la esclavitud del mal,
pues el Señor, que es amor, se ha entregado por todos en su Hijo. Nos llama, en
primer lugar, a conocer su amor, para que, viviendo una vida ordenada y
coherente con el don de su gracia, podamos rescatar a muchos en su nombre para
la vida eterna.
El mundo y el diablo tratarán de impedir
nuestra misión, como lo hicieron con el Señor, persiguiéndolo y llevándolo a la
muerte. Pero el Señor, victorioso sobre el pecado y la muerte, nos entrega su
victoria y la fuerza de su Espíritu de amor. Él nos sostiene en el combate al
que somos sometidos, dándonos paciencia en el sufrimiento y confianza en su
asistencia, asegurándonos que no perecerá ni uno solo de nuestros cabellos, y
que con nuestra perseverancia alcanzaremos la salvación.
Poner el corazón en lo pasajero es una forma de
idolatría, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, por
el contrario, nos ayuda a trascender en el Señor, roca firme, y a recibir de Él
fortaleza ante los acontecimientos, así como discernimiento frente a los falsos
profetas que confunden a muchos.
Al tiempo del fin precederá un tiempo de
impiedad y arrogancia; tiempo de violencia e injusticia; tiempo de falsedad y
engaño, como el nuestro. Contra ello nos previene el Señor: “No os dejéis
engañar”.
Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos
existen en nuestros días, arrogándose la identidad cristiana. Dice el Señor:
“No les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, rezando por ella sin
escandalizaros de sus defectos o de sus excesos, de sus manchas y arrugas. Que
no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia.
Después, el mal, exasperado por la inminencia
de su derrota definitiva, se volverá contra nosotros y seremos perseguidos
hasta la muerte. Ese será el momento favorable para el testimonio de la Verdad
y el tiempo de la misericordia divina, que busca la salvación de los impíos.
Que no os desesperen los sufrimientos, porque seréis preservados y “no perecerá
uno solo de vuestros cabellos”.
Que el amor nos mantenga vigilantes, con el
discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que
desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una
palabra del Señor que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son
temibles por su violencia, pero quizá más aún por su seducción hacia un
engañoso bienestar y una falsa paz. Se necesita la iluminación de la cruz y de
la historia para reconocer, en medio de ellos, al Señor. Por último, las
fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.
La misericordia de Dios, como en tiempos de
Jonás, hará una última llamada a la humanidad, porque el trigo deberá ser
purificado y separado de la paja, que será quemada por el fuego, como decía
Malaquías. Mientras tanto, para vosotros brillará un sol de justicia que lleva
la salvación en sus rayos.
Proclamemos juntos nuestra fe.