San Vicente Mártir

San Vicente Mártir

Hb 7, 1-3.15-17; Mc 3, 1-6

En Valencia: Eclo 51, 1-12; Rm 8, 35.37-39; Mt 10, 17-22 ó Jn 12, 24-26

Queridos hermanos:

Recordamos hoy al patrono de Valencia, el diácono Vicente (vencedor), llegado a la ciudad para implantar con el testimonio de su sangre la fe de Cristo, que en el transcurso de la historia ha fructificado abundantemente en santidad y cuyo fruto perdura aún hoy, en estos “tiempos recios”, en los que nos toca a nosotros tomar el testigo de una vida cristiana que siga siendo luz en medio de las tinieblas que pretenden enseñorearse en nuestras vidas.

Hay persecuciones porque sigue habiendo lobos, o gente seducida por el lobo, que suelen vestirse con piel de oveja. No hay que provocar la persecución, sino actuar con prudencia ante quienes engañan, con la astucia que saben utilizar los malos para sus maldades. Con todo, la persecución no faltará. Dios, que la permite, hará que produzca fruto mediante el testimonio del Espíritu, y sea un medio de conversión para nosotros y para el mundo que no lo conoce o se ha apartado de Él.

Como dice San Agustín: Si el que nos parece el peor se convierte, puede llegar a ser el mejor; y si el que nos parecía el mejor se pervierte será el peor. Nuestro trabajo es prestar libremente y de buen grado nuestro cuerpo, y el fruto será Dios quien lo dé muy por encima de nuestras capacidades. Él inspira a quien habla en su nombre y convierte a quien escucha con un corazón recto.

El protomártir en Valencia, Vicente, como Esteban, nos pone de manifiesto no solo la negación real a los discípulos en aquel ambiente del rechazo a Cristo, sino su condición frente al mundo, siempre en constante oposición a su misión: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción”. Esa es la condición del cristiano y deberá serlo en cada generación, según la visión profética del Señor: Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán. Yo, al elegiros, os he sacado del mundo. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado primero, porque no han conocido ni al Padre ni a mí”.

Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, y mi espíritu hablará por vosotros, dándoos una sabiduría a la que no podrá contradecir ningún adversario vuestro; también hablaré ante el Padre en defensa vuestra, mostrándole mis llagas gloriosas que os purifican de todo pecado y de todo mal; os fortaleceré para que podáis perseverar hasta el fin, en el testimonio que se os asignará para salvación del mundo, y que os salva a vosotros desde ahora: Veréis el cielo abierto y al Hijo del hombre en pie a la derecha del Padre.

Caridad y anuncio son inseparables y se corresponden mutuamente: Cristo es el cumplimiento de las profecías, al que tienden todas las Escrituras y la misma historia de la salvación humana. Vicente recibe el Espíritu del Señor y junto a su sangre ofrece a Dios el perdón de sus enemigos, como digno discípulo del Señor crucificado por él.

Así se propagará su testimonio precioso por el mundo romano, y llegará hasta nosotros, como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13). Con la persecución hacemos presente al Señor, que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa, desde su cuna hasta el sepulcro.  

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 2º del TO

Martes 2º del TO 

Mc 2, 23-28

Queridos hermanos:

Esta palabra, a través de un problema de discernimiento, nos habla del corazón de la ley, que es el amor, con el que Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y las relaciones con sus semejantes.

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia, como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios, que es amor al hombre, y busca la edificación del hombre en el amor y en la contemplación de la gratuidad y la bondad divina que lo despeguen del interés. Para este discernimiento respecto a la ley, es necesario tener el espíritu de la ley, que es el amor, presente en el corazón. Solo así es posible juzgar y, en consecuencia, actuar rectamente en cualquier circunstancia.

Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin la distorsión del juicio, son el amor: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Experiencia del amor que es Dios, que nace del conocimiento de la propia indignidad: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado”. A través del conocimiento de los propios pecados, se ilumina la grandeza del amor gratuito de Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de 'Misericordia quiero, que no sacrificios”. Cuando san Pablo dice: “su dios es el vientre”, se refiere a quienes están más pendientes de los ayunos que de la caridad, como veíamos ayer.

El discernimiento capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, progresa con el amor: “La ciencia infla, mientras la caridad edifica”. Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de Tácito: “ama y haz lo que quieras”, que cristianizó después san Agustín, porque si te guía el amor, será bueno cuanto hagas, y aquello de: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”: de su poder, pero sobre todo de su misericordia. Quien tiene amor tiene discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado; tocar al leproso, y las curaciones en general, mueven los corazones a la bendición y glorificación de Dios, y ese sí es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo, para que después le sigan el espíritu y, por último, también el cuerpo. El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eterno; nuestra riqueza aquí en la tierra y nuestra meta celeste.

Cierta preocupación social por el pobre no es de Dios, si se funda y se apoya en el enfrentamiento con el rico a través del odio. La famosa “lucha de clases” no deja de ser una realidad ajena al amor, que utiliza la precariedad del pobre para odiar, y cuya paternidad oculta procede del diablo, que odia la comunión y favorece la división.  

Que así sea.

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Lunes 2º del TO

Lunes 2º del TO (cf. dgo. 8 B; sab 13).

Mc 2,18-22

Queridos hermanos:

El Evangelio nos presenta ya la alegría de las bodas con la presencia del novio y anuncia el ayuno cristiano como actitud ante la ausencia del esposo, para excitar el deseo de su presencia pascual. Uno es el ayuno en la expectación y otro en la separación. Sin el consuelo del esposo, cualquier otro consuelo, si no es ilícito, al menos es vano e impropio del amor, que recurre al ayuno.  

La novedad del encuentro con Cristo es incomprensible para los judíos que carecen de la experiencia de la consolación del Espíritu ante la fragilidad de la carne y la tensión de la concupiscencia.

Como Cristo, los discípulos se someterán al combate del desierto, como testimonio de su total sumisión de amor al Padre, que les lleva a dejarse conducir por el Espíritu hasta la muerte y muerte de cruz en favor de los hombres.

Juan y sus discípulos, como los judíos, viven la ausencia y excitan la espera de aquel que aún no han conocido, aunque está en medio de ellos. En cambio, los discípulos de Cristo, en plena efervescencia del vino nuevo que han degustado en el encuentro con Cristo, gozan ahora de su presencia, y escandalizan a los judíos “piadosos” (escándalo farisaico, por inexperiencia del gozo del Espíritu), que se dejan llevar por la envidia, viendo la libertad y la alegría que los mueve. No pueden comprender que haya comenzado el banquete de bodas en el que rebosa el vino nuevo, y ellos sigan ignorantes y excluidos. Lo mismo ocurre con aquellos que, aun siguiendo a Cristo, van cayendo en lo anodino de la rutina, mientras a su alrededor surgen grupos llenos de la efervescencia del vino nuevo.

Cuando se separa de ellos el esposo y parece ocultarse en las pruebas, los discípulos tienen la consolación del Espíritu, y en medio de la separación, su recuerdo se hace “memorial” perpetuo y gozoso, mientras dura la espera de su regreso, relativizando la aflicción de su ayuno en una entrega amorosa que invoca al Señor: ¡Retorna!, como la esposa del Cantar.

Privarse de alimento es nada ante el quebranto que significa ser privados de la presencia del que aman, cuya cercanía los unía al Padre, inflamándolos en la esperanza de la vida eterna en la comunión fraterna.

Volver al sinsentido de una vida sin la presencia física de Cristo es ciertamente el tremendo ayuno, solo soportable por la consolación del Espíritu, que clama en lo profundo del corazón: ¡Abbá, padre!

Sin Cristo y sin la unción del Espíritu que centra la relación con Dios en el amor, tanto los discípulos de los fariseos como los de Juan necesitan ejercitarse con frecuencia en el combate contra la carne, en el que tiene su sentido el ayuno, pero que no debe dejar de ser más que un medio para dar preponderancia al espíritu. Hacer del ayuno un valor en sí mismo, un fin, y no un mero instrumento al servicio del amor, es lo que lleva a los fariseos a criticar a Cristo que come y bebe, y a sus discípulos que no ayunan. Ese es el valor que da el mundo a las dietas y a las privaciones, a las que san Pablo alude cuando dice a los filipenses, refiriéndose a los judíos: “su dios es el vientre” (Flp 3,19).

La aflicción del ayuno tiene sentido solamente ante la ausencia del esposo, que conduce a la negación de toda complacencia que pueda significar olvido, y a toda consolación, alternativa de su ansiada presencia amorosa: “Si me olvido de ti, Jerusalén…”

El tiempo de la expectación que gime y clama por la venida del Salvador ha terminado, y Juan se goza con su presencia y transfiere sus discípulos al esperado de todas las gentes, mientras él termina su carrera y se prepara a recibir la corona de gloria que le espera.

Para san Pablo, la comunidad cristiana es la esposa a la que él asiste como amigo del esposo, contemplando en ella la acción del Espíritu de Dios.

En Cristo, el esposo que ama, embellece y enriquece a su esposa con la dote de su Espíritu, nosotros somos llamados a una relación de amor con Dios. Somos invitados a participar de la alegría de la fiesta nupcial en su reino. La esposa es santificada por la santidad del esposo, llevándola a la plenitud de su amor, y ella sale a su encuentro en el desierto para escuchar su voz y dejarse seducir por él.

           Que así sea.

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Domingo 2º del TO C

Domingo 2º del TO C

Is 62, 1-5; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-12

Queridos hermanos:

La palabra de este segundo domingo del tiempo ordinario contempla una de las principales manifestaciones de Cristo recogidas en la liturgia. Los evangelios nos presentan aquellos acontecimientos de la vida de Cristo que caracterizan su misión, sin detenerse en anécdotas biográficas más o menos entrañables. Por este motivo, con frecuencia, son una referencia de las principales fiestas judías, que, de hecho, marcan hitos importantes de la intervención de Dios en la historia de su pueblo.

La primera lectura sitúa toda la narración en torno a la metáfora matrimonial para describir las relaciones de Dios con su pueblo. En efecto, Cristo ha venido a desposar a la humanidad entera, en medio del gozo del vino nuevo de su amor, que se hará Alianza Nueva y Eterna en la cruz. Esta será su “hora”, consumación de su entrega, y glorificación definitiva del Nombre de Dios, anticipada simbólicamente ante su nueva familia: su madre y sus hermanos, los primeros discípulos, con los que comienza a estrechar los lazos de su fe, para emprender con ellos una vida nueva hacia la casa del Padre, arrastrando tras de sí a la humanidad entera.

El Evangelio nos muestra en esta primera señal la anticipación de aquella sangre con la que realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, como dice la segunda lectura, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta y la alegría del perdón y la misericordia. Así, la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

El que Cristo acuda a estas bodas con su madre puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos anuncia, además, una nueva familia y una nueva vida, en la que, después del bautismo, es conducido por el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador y la gracia.

Como a los criados, también a nosotros, María nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Pero lo que Cristo ha dicho a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua”, es algo que, estando en su capacidad, puede parecer irrelevante e incluso sin ningún sentido en aquel trance. También en nuestra vida, Dios puede pedirnos cosas que no comprendemos, y si no sacrificamos nuestra razón, no dejamos actuar al Señor.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 1º del TO

Sábado 1º del TO

Mc 2, 13-17

Queridos hermanos:

A través de la llamada a Mateo, Cristo busca a los pecadores: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores; no necesitan médico los sanos sino los que están mal". Mientras Cristo se acerca a los pecadores, aquellos fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos. Quizá estos fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí carecen por completo es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: "Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, que no sacrificio". De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no los lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación. Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en la caridad, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este itinerario es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros. La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura como vemos en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: "este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida". También a Nicodemo le dice Jesús: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios".

Se trata, por tanto, de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo, por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra lleva consigo la fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la muerte en la fe y en la esperanza; pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva. Conocer este amor de Dios es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe, contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos. Para aprender este conocimiento de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y también nosotros somos llamados a ello, para que la Eucaristía a través de esta palabra sea: "Misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos".

            Que así sea.

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Viernes 1º del TO

Viernes 1º del TO (cf. 7º Dgo. B)

Mc 2, 1-12             

Queridos hermanos:

El amor de Dios por el hombre no queda anulado por el pecado, pero Dios se duele del extravío del hombre y busca su salvación mediante la conversión y la fe: “Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor.” Dios es fiel y su amor no mengua ante nuestra infidelidad; en lugar de quedarse en su dignidad ofendida, envía a Jesucristo como cumplimiento de sus promesas, y sella su alianza en la sangre de Cristo para el perdón de los pecados. Siendo amor, no puede negarse a sí mismo, y a pesar de nuestra infidelidad, permanece fiel. Las ofensas recibidas no hacen malo un corazón bueno.

Entre la fidelidad de Dios y la del hombre, media la fe, lo mismo que entre el pecado y la justicia, por la que al hombre le son perdonados sus pecados y le es dado el Espíritu Santo, para que no sólo quede curado, sino también fortalecido para seguir al Señor haciendo la voluntad amorosa de Dios. El “sí” de Dios al hombre, que se ha mantenido a través de la historia a pesar de la infidelidad humana y que ha llegado a su plenitud en Cristo, alcanza para el hombre a través de la fe, su sí a Dios.

El hombre, acogiendo a Cristo mediante la fe, responde a Dios que lo entrega para perdonar sus pecados, valorando su amor. Por eso dice el Evangelio que Cristo “viendo la fe de ellos,” afirma que los pecados del paralítico están perdonados. Sólo menciona los del paralítico, porque es en él en quien va a realizar la señal que se le solicita, pero la fe que comparten les hace compartir también la justificación y el perdón. La fe del paralítico al que Cristo llama “hijo” queda implícita en la de aquellos que le ayudan, y en la obra que realizan juntos, de la misma manera que lo está el perdón de aquellos de los que se proclama su fe, en el perdón del paralítico.

Es importante destacar la “obra” que realizan juntos de “abrir el techo encima de donde Él estaba” y que el evangelista interpreta diciendo: “Viendo la fe de ellos”. Hay ocasiones extremas en las que la oración requiere pasar a la acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro, que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como ha hecho Cristo por nosotros.

Una fe intrépida obtiene una insólita curación y un imponderable perdón. Cristo otorga la curación y atestigua el perdón que obtiene la fe. Grandezas nunca vistas exigen notable sumisión y humildad en los agraciados con su contemplación. Cuanto más grande es el don, mayor respuesta exige al agraciado. “A quien se confió mucho, se le pedirá más” (Lc 12, 48).

Cristo relaciona la capacidad de perdonar con la de curar: “Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar...” La enfermedad y la muerte hacen referencia al pecado, y por ello el perdón del pecado vence también la muerte que actúa en la enfermedad. Cristo une con frecuencia las curaciones a la fe que perdona los pecados, y el perdón, al amor que lo hace visible. En efecto, donde está el amor no tiene cabida el pecado.

Los prodigios del pasado que narra la Escritura, en los que Dios mostró su amor salvando a Israel de Egipto y perdonando sus pecados, se renuevan ahora en Cristo, que salva definitivamente a su pueblo de los pecados, que han llevado al Señor a aceptar la condición de esclavo y de siervo. Amor salvador de Dios, como había anunciado el ángel a María; amor que es significado a través de las curaciones, y que hace brotar en el pueblo la glorificación y las alabanzas a Dios, que obra maravillas.

También nuestra fe debe hacerse visible a todos en el amor a los hermanos y en la intercesión valiente y esforzada por ellos al Señor que ve los corazones. Nuestra fe debe llegar a ser “fidelidad” por la confianza, la paciencia y la perseverancia, para que la justificación se traduzca en vida, que salta hasta la eternidad, como dice la Escritura:” El justo vivirá por su fidelidad” (cf. Ha 2, 4 y Rm 1, 17). Podemos decir que por la fidelidad, la fe se manifiesta como amor.

        Que la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, borre nuestros pecados y nos alcance la salvación y la vida eterna, intercediendo por nuestros hermanos.  

         Que así sea.

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Jueves 1º del TO

Jueves 1º del TO

Mc 1, 40-45

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios, y como agraciados, somos llamados a ser agradecidos.

La lepra, impureza que excluía de la vida del pueblo, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la que los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, como le ocurrió a María, la hermana de Moisés, quedando leprosa y fuera del campamento durante siete días.

El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret va a profesar su fe en Cristo, postrándose ante él y reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, al atreverse a infringirla acercándose a Jesús, siendo leproso.

        Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que él puede curar con solo su palabra y decirle: queda limpio. Además, también, porque la Ley prohibía tocar a un leproso. Pero nosotros sabemos que Jesús no solo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con solo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo “quiero, queda limpio”. Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además, quiso someterse a la Ley en lugar de ignorarla, mandando después al “leproso” curado para que la cumpliese igualmente, presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo, Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, como lo testifica la curación.

La curación, como dijo el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de fe que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea, recuperando además su puesto en la comunidad. El Señor cura y manda al leproso para evangelizar a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, dice San Jerónimo, y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud, ni lo hizo tan solo para que cumpliera un precepto de la Ley.

Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros estamos siendo curados por el Señor y somos enviados a anunciar la Buena Noticia a todos los hombres.      

           Que así sea.

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Miércoles 1º del TO

Miércoles 1º del TO

Mc 1, 29-39

Queridos hermanos:

Como dice Job, la vida es una misión y un servicio. Somos introducidos a la existencia y se nos concede un principio, un cuerpo y un tiempo para alcanzar una meta recorriendo un camino. Pero como la meta es el Amor, el camino no consiste en cubrir una distancia, sino en progresar en el “conocimiento” de Dios a través de la entrega al prójimo, porque nuestro camino no lo realizamos en soledad sino en racimo. Saliendo del ámbito de nuestro yo, de la posesión, y encontrando a los demás que nos rodean mediante nuestra entrega, vamos progresando en nuestra ascensión amorosa, hasta alcanzar al Yo, Señor del universo que se nos ha manifestado en Cristo.

En Cristo se da el recorrido inverso al nuestro. Él ha “salido” en misión desde el extremo centro de la dimensión divina, para alcanzar nuestra extraviada realidad, que deambula en el espacio y el tiempo, muerta a consecuencia del pecado. Cristo ha recibido también un cuerpo y ha sido injertado en un principio como el nuestro, para que, a través del Evangelio, consiga unificarnos en el amor.

Él se ha acercado a los postrados en su lecho, impedidos por la fiebre de sí mismos, y les ha tomado de la mano, levantándolos para el servicio de la comunidad. Sus manos clavadas han dado vida a las nuestras, consumidas por la fiebre del mal. Hemos sido levantados para permanecer en pie y testificar la verdad que se nos ha manifestado. La fe y la esperanza de la hemorroísa tocaron a Cristo para alcanzar la curación, y hoy la caridad de Cristo toma la mano de la enferma para restablecerla. Él, que iba a tomar sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en curar a los que estaban sometidos al dominio del mal.

Cristo testifica la verdad del amor del Padre, que no se ha desvanecido por el pecado, para deshacer la mentira primordial del diablo y reunir a los que son de la verdad. Pablo anuncia el Evangelio para suscitar la fe, como un deber del que no puede desertar y para el que ha sido ungido con el Espíritu Santo.

Como la suegra de Pedro, también los que acogen el testimonio de los enviados son constituidos en anunciadores de lo que han recibido, incorporándose al servicio de la comunidad en el amor. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo, van así impregnando los tejidos de la humanidad, que se encamina a la realización definitiva de su vocación universal al Amor.

Ahora, en la Eucaristía, somos servidos por el Señor, que nos entrega su cuerpo y su sangre para la vida del mundo. 

             Que así sea.

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Martes 1º del TO

Martes 1º del TO

Mc 1, 21-28


Queridos hermanos:

El Señor nos ama y quiere relacionarse con nosotros para que tengamos vida, porque sabe que sólo Él es nuestro bien. En el Sinaí, el pueblo se aterrorizó ante la majestad de la cercanía de Dios, y por eso Dios les hablará en adelante por medio de profetas, a la espera del Profeta por excelencia, en el que Dios ocultará su majestad en un hombre como nosotros. Él será su elegido, su siervo, su Hijo, su predilecto en quien se complace su alma.

Dios da testimonio de este Profeta en el Tabor, invitando a escuchar a Cristo. Él, desde una nueva montaña, proclamará la nueva ley de la vida que recibirá el pueblo a través del Espíritu que les será dado. “Habéis oído que se dijo… pues yo os digo.” Será poderoso en palabras y obras, y ante Él retrocederá el mal, porque vencerá al que se hizo fuerte con nuestra desobediencia.

Cristo muestra su autoridad y su fortaleza con los espíritus del mal y los expulsa, mientras usa de misericordia y compasión con los pecadores y los enfermos, porque encarna el “Año de gracia del Señor”; el verdadero sábado en el que hay que hacer el bien y no el mal, el sábado en el que Dios gobierna el universo haciendo justicia a los oprimidos por el diablo. El espíritu inmundo del pasaje evangélico, mentiroso y padre de la mentira, trata en vano de resistirse porque aún no es el tiempo de su derrota definitiva. Pero su reconocimiento de Cristo no le da acceso a la virtud de su Nombre para ser salvo, porque la invocación de su Nombre es imposible y siempre ruina para el diablo. No es la ciencia la que salva, sino la caridad, de la que carecen los demonios (San Agustín. Ciudad de Dios, libro 9 cap. 20-21), y que sólo es derramada por el Espíritu Santo en el corazón de aquellos que creen, esperan y aman al Señor.

Nosotros sabemos cuál es esta doctrina, la autoridad y el poder que puede curar nuestras miserias e impurezas si nos acogemos a Cristo e invocamos su Nombre, ya que Él se ha acercado a nosotros lleno de misericordia, ofreciéndonos su palabra, su cuerpo y su sangre para que tengamos vida: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y, ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!” (Rm 10, 13-15).

          Que así sea.

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Lunes 1º del TO

Lunes 1º del TO 

Mc 1, 14-20

Queridos hermanos:

Ayer en el bautismo, veíamos que, una vez recibido el Espíritu, Cristo comienza una vida nueva centrada en la misión de dar testimonio de la llegada del Reino, llamando a sus primeros discípulos. El Espíritu que condujo al Señor al desierto lo mueve ahora a Galilea, al extremo de la Tierra Santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta, y donde prolifera la violencia de zelotes y sicarios contra la opresión romana: “Al pueblo que caminaba entre tinieblas y en sombras de muerte” va a brillarle “una gran luz”. Allí, a la depresión más profunda de la tierra, ha querido descender Cristo, a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados: tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, para iluminarlos, inundarlos con el gozo del Espíritu y liberarlos del yugo y de la carga que los oprimía como a nosotros. Termina el tiempo del ultraje demoníaco y comienza el tiempo de la honra perpetua: “Te escondí por un instante mi rostro, pero con amor eterno te quiero, dice tu Redentor”.

Tres son los temas que el Señor nos plantea hoy: El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca y la conversión para acoger por la fe la Buena Noticia. El Reinado de Dios “ha llegado” en Cristo, y “está cerca” para nosotros. Las promesas de Dios comienzan a realizarse a través de un camino de maduración, después de haberse sembrado como semilla, y haber sido acogida la Buena Noticia por la conversión y la fe, que nos obtendrá el Espíritu Santo.

El Reinado de Dios ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz: «Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres.» Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a clausurar la misión de Juan el Bautista llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, y a completar el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. El amigo del novio da paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado, la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna los convierte en primicias para las naciones: Pedro, Andrés, Santiago y Juan, seguidme, y cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros a juzgar a las doce tribus de Israel.

Esta palabra es para nosotros hoy, que también hemos sido llamados por nuestro nombre, para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre, y en este Nombre proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con Él, y que él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles bendigan a Dios por su misericordia.

Que así sea.

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El Bautismo del Señor C

El Bautismo del Señor C

Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Lc 3, 15-16.21-22

Queridos hermanos:

Conmemoramos el Bautismo del Señor, que según el testimonio de Juan trae un nuevo bautismo, no solo de conversión para el perdón de los pecados, como el suyo, sino una nueva justicia en el fuego del amor de Dios, con el don del Espíritu Santo, que nos sumerge en la filiación adoptiva mediante la fe en Cristo. A la penitencia proclamada por Juan, se une la gracia que viene con Cristo:

¡Oh, Señor! ¿No fue suficiente la humillación de tu Hijo en el Jordán para borrar nuestros pecados, que tuvo que bautizarse en su sangre para lavarnos? ¿Tuvo que entregar su espíritu, poniéndolo en tus manos para que lo derramases sobre nosotros? ¿Tuvo que encender tu fuego sobre la tierra para que nosotros nos abrasáramos en él?

El Padre y el Espíritu testifican en favor de Jesús de Nazaret, el “elegido”, el “siervo” en quien Dios se complace y del que nos habla la primera lectura (Is 42, 1), y el rey-mesías a quien reconoce como el Hijo por él engendrado en su “hoy” eterno (Sal 2, 7) antes de todos los siglos, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo como dice la segunda lectura.

San Pedro nos habla de la unción de Cristo con el Espíritu y con poder. Cristo se somete al bautismo de Juan como signo de acogida del enviado del Padre, porque en eso consiste la justicia, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces sino la de los justos, como acogida del don gratuito de Dios y de su plan de salvación, por el cual Cristo fue hecho en todo semejante a sus hermanos, menos en el pecado, participando con ellos de la tentación, del dolor, y de cierta “ignorancia”, por la cual se dice en el Evangelio que crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.

“Convenía” que Cristo diera cumplimiento, llevara a plenitud y superara la justicia de escribas y fariseos, plenitud de Cristo, “nuestra justicia”, necesaria para que sus discípulos entrasen en el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 20).

La misión de Juan como profeta y “más que un profeta” no es solo la de anunciar a Cristo, sino la de identificarlo como el Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.» Cordero o siervo. Uno y otro toman sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.

Para el desempeño de su misión, Dios mismo va a revelar a Juan quién es su Elegido en medio de las aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido de Dios.» Por fin, en Cristo, la paloma, otrora mensajera de Noé, figura ahora del Espíritu, encuentra donde posarse y donde permanecer, habiéndose extinguido ya las aguas de muerte del pecado. Él, en efecto, será quien dé el Espíritu sin medida.

A partir del bautismo, el Espíritu impulsa a Cristo al cumplimiento de su misión. El desierto será el punto de ruptura y arranque, en el que Nazaret queda atrás y comienza su ascenso místico a Jerusalén. Su familia se dilata acogiendo a todos aquellos que escuchan la Palabra y la guardan, comienza el pastoreo de las ovejas perdidas de la casa de Israel, y su pueblo se abre a los cuatro vientos para acoger a cuantos, de oriente y occidente, del norte y del sur, vienen a sentarse con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de Dios.

También nosotros hoy, llamados a la justicia por la misericordia de Dios, somos invitados a sentarnos a la mesa del Reino con Cristo Jesús, por la gracia salvadora de Dios, aguardando la “feliz esperanza” de la Vida eterna.  

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Día 11 de enero después de Epifanía

Día 11 de enero después de Epifanía 

1ªJn 5, 5-6. 8-13; Lc 5, 12-16.

Queridos hermanos:

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios en todo, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados. Con Él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios y, como agraciados, somos llamados a ser agradecidos, dando gratis lo que gratis hemos recibido.

La lepra, impureza que excluía de la vida del pueblo, es imagen del pecado, que aniquila en el hombre la vida de Dios, por la que los fieles se mantienen en comunión. El juicio y la murmuración separan de los hermanos, como le ocurrió a María, la hermana de Moisés (Nm 12, 11-15), que, quedando leprosa, debió permanecer siete días fuera del campamento.

El leproso que se acerca a Jesús de Nazaret va a profesar su fe en Cristo, postrándose ante Él y reconociendo su autoridad sobre la lepra y sobre la Ley, atreviéndose a infringirla acercándose a Jesús siendo leproso. Puede sorprendernos que Jesús toque al leproso, siendo así que Él puede curar con sólo su palabra. Además, también, porque la Ley prohibía tocar a un leproso. Pero nosotros sabemos que Jesús no sólo no puede ser contaminado por la impureza, sino que puede limpiar toda impureza con sólo quererlo. Podemos decir que lo tocó ya curado, pues le dijo: "Quiero, queda limpio". Es su voluntad lo que cura y lo que le hizo extender la mano sobre el leproso. Además, quiso someterse a la Ley en lugar de ignorarla, mandando después al "leproso" curado para que la cumpliese igualmente presentándose al sacerdote, siendo así que, como dice San Juan Crisóstomo, Cristo no estaba bajo la Ley, sino sobre ella como Señor de la Ley, como lo testifica la curación.

La curación, como dijo el Señor, fue para dar testimonio ante los sacerdotes que no creían, de manera que fueran evangelizados para su salvación e inexcusables si persistían en su incredulidad. El leproso, en cambio, hizo la profesión de fe que lo salva, como dice Cromacio de Aquilea. El Señor cura y manda al leproso para dar testimonio a los sacerdotes y para que viesen su fidelidad a la Ley, dice San Jerónimo, y no porque la felicidad del leproso dependiera de su salud, ni lo hizo tan sólo para que cumpliera un precepto de la Ley.

Cuando la suegra de Pedro es curada, se pone a servir; cuando el endemoniado es curado, es enviado a testificar a los de su casa; ahora el leproso es enviado a evangelizar a los sacerdotes. También nosotros estamos siendo curados por el Señor y somos enviados a testificarlo, anunciando con nuestra vida la Buena Noticia a todos los hombres.

Que así sea.

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Día 10 de enero después de Epífanía

Día 10 de enero después de Epifanía  

(1Jn 4, 19-5, 4; Lc 4, 14-22a)

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos sitúa frente a dos problemas a los que se enfrenta la razón humana ante la fe: el escándalo de la encarnación y el proyectar en Dios nuestras expectativas. El primero consiste en aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros, problema, por tanto, de humildad, a la que se resiste el orgullo.

Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que, en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

Es Dios quien elige cómo, cuándo y a través de quién desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado».

Jesús comienza su misión anunciando el cumplimiento de las promesas proclamadas por Isaías, de las que el pueblo tiene una concepción más carnal que espiritual; la “buena noticia” y “el año de gracia” deberán comprenderse como un tiempo favorable de perdón ofrecido por Dios, en el que su justicia no será aplicada sobre los culpables, sino sobre su Hijo inocente, encarnado en Jesucristo, el Siervo, en quien se complace su alma, a cuya justicia tendrá acceso el hombre que, por la conversión, acoja al Salvador.

Sus paisanos deberán aceptar que el “hijo de José, el carpintero” es el elegido por Dios, no solo como maestro, sino como Señor; no solo como “rabí”, sino como “rabbuni”. Pero cuando venga el Cristo nadie sabrá de dónde es, y a este Jesús lo hemos visto nacer y crecer entre nosotros. ¿Qué tiene de diferente a cualquiera de nosotros? El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que se resiste, como los ángeles caídos, a humillarse ante un hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos. Eso debe bastarnos. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: «¿De dónde le viene esto?», pero eso supone reconocer en Él la presencia de Dios y, por tanto, obedecerle, por lo que, con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».    

           Que así sea.

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Día 9 de enero después de Epifanía

Día 9 de enero después de Epifanía. 

1Jn 4, 11-18; Mc 6, 45-52

Queridos hermanos:

Cristo ha comenzado su ministerio en Galilea y hoy lo vemos manifestándose a sus discípulos como Señor sobre el mar, figura de la muerte, y sobre la naturaleza, cuando los elementos son contrarios. Los discípulos, que no han comprendido la multiplicación de los panes, ante este nuevo signo, no son capaces de ir más allá del estupor. Su fe está aún en ciernes ante un maestro que supera cuanto pueden esperar de Él. Los encontraremos después, de nuevo, sobre la barca, cuando su fe haya sido fundamentada, postrándose ante Él.

Paralelamente a su predicación a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Señor va preparando a sus discípulos para su misión universal en la que aparecerá constantemente la muerte, con acontecimientos que superarán sus propias fuerzas y deberán acudir al Señor, aparentemente ausente, y apoyarse en Él. Es el Señor quien permite en nuestra vida el viento contrario para nuestro crecimiento en la fe. ¡Ánimo, que soy yo; no temáis! 

Los discípulos deben aprender que cuando el mal se vuelve contra ellos, Cristo está cerca con el poder de Dios, para guardarlos y llevarlos al puerto deseado y para calmar la violencia del mal, pero, sobre todo, para resucitarlos venciendo el poder de la muerte. Buscar al Señor en medio de la noche y de las adversidades de la vida y avivar la conciencia de su presencia es una experiencia necesaria para el discípulo fiel.

Esta travesía es figura de la vida cristiana. Contra nuestro deseo hemos sido enfrentados al mar y al viento para poder llegar a la otra orilla con Cristo, como dice Orígenes en su comentario al Evangelio de san Mateo. Es necesario todo un camino de combate contra el mar y el viento en el nombre de Cristo, confiando en su ayuda.

Frecuentemente, la mente de los discípulos está cerrada como la de los judíos, y solamente cuando reciban el Espíritu Santo recordarán y comprenderán los hechos y las palabras del Señor, con el discernimiento del amor derramado en su corazón, del que habla la primera lectura, y con la fortaleza necesaria para ponerlas en práctica hasta el derramamiento de su sangre.

Con esta fe, los discípulos invocarán al Señor, seguros de su auxilio, y le verán en medio de la persecución y de todos los acontecimientos de la vida: ¡Es el Señor! ¿Hay acaso algún acontecimiento que escape a la voluntad amorosa de Dios? Como dirá san Pablo, para los que aman a Dios todo concurre para su bien.

           Que así sea

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Dia 8 de enero después de Epifanía

Día 8 de enero después de Epifanía

1Jn 4, 7-10; Mc 6, 34-44

Queridos hermanos:

El Evangelio está en el trasfondo pascual de la Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo de la pobreza humana, sobre la que es pronunciada una palabra del Señor que la hace fruto inagotable de vida y de evangelización, primero para Israel y después para las naciones.

A Cristo quisieron hacerlo rey por multiplicar el pan, pero Él no lo hizo para solucionar el problema del hambre, sino por compasión y como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el corazón del hombre, amándonos y derramando su amor en nuestro corazón para que también nosotros nos amemos, como dice la primera lectura. No fueron los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que saciaron, sino la Palabra del Señor; Cristo mismo, con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo, un solo cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino que se encarna y se hace alimento en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia sacia al hombre, generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no mueran.

La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que, como Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. “Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la meta y la esperanza en la vocación a la que hemos sido convocados”, como dice la carta a los Efesios (Ef 4, 4). La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión de su Espíritu.

¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan bajado del cielo que es Cristo? Nosotros somos invitados a unirnos a Cristo y hacernos un espíritu con Él: ¡Maran atha!           

          Que así sea.

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7 de enero, después de Epifanía

Día 7 de enero, después de Epifanía 

1Jn 3, 22-4,6; Mt 4,12-17.23-25.

Queridos hermanos:

Hoy contemplamos a Jesús comenzar su ministerio en Galilea, en el extremo de la tierra santa de Israel que se abre a los gentiles, tierra de donde no sale ningún profeta y donde “el pueblo que caminaba entre tinieblas ha visto una gran luz”. Allí, a la depresión más profunda de la tierra, ha querido bajar Cristo a buscar a los pueblos en otro tiempo olvidados, no sólo de Galilea, sino a todos los gentiles, para iluminarnos con su luz, inundarnos con el gozo del Espíritu y liberarnos del yugo y de la carga que nos oprimían.

El Reino de los Cielos ha irrumpido con Cristo, invitándonos a salir de nuestras prisiones y a seguirle en la implantación de su señorío en el corazón de los hombres, arrebatándolos al mar de la muerte con el anzuelo de su cruz. Es el tiempo de la gracia de la conversión. La ira y la condena del pecado se cambian en misericordia. Se anuncia la Buena Noticia del Reino, y comienza el tiempo del cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías.

Cristo viene a tomar el relevo de Juan el Bautista, llenando de contenido con la Palabra el eco de la Voz, completando el bautismo de agua con el fuego del Espíritu Santo. Cuando en el “hoy” de la cruz se abren las puertas del Reino, a la voz del mensajero se une la Palabra, diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”, como dijo en el principio: “Hágase la luz”, dando así inicio a la nueva creación. El Reino irrumpe entonces en quien acoge la Palabra y es bautizado en el Espíritu Santo, como anunció Juan. El amigo del novio ha dado paso al Esposo y la novia exulta escuchándolo llamar a su puerta: “Levántate, amada mía; mira que el invierno ya ha pasado, la higuera echa sus yemas y el tiempo de las canciones ha llegado.”

Si la Antigua Alianza prescindió del testimonio de los galileos, la Alianza Nueva y Eterna los convierte en primicias para las naciones. Esta palabra es para nosotros hoy, que también hemos sido llamados personalmente para anunciar el Nombre que está sobre todo nombre y, en su poder, proclamar el juicio de la misericordia a esta generación en tinieblas, para que brille para ellos la gran luz del Evangelio y sean inundados del gozo de su amor.

Como dice la primera lectura, el que acoge a Cristo es de Dios; el mundo, en cambio, lo rechaza y no escucha sus palabras. El Anticristo comienza a actuar en cuanto Cristo comienza a manifestarse, y después de la Resurrección, se opone y rechaza a sus discípulos, que saben discernir entre el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira.

Bajemos con el Señor a Galilea a encontrarnos con Él, y que Él mismo nos envíe a las naciones. Recibamos el pan de su cuerpo y el vino de su sangre, para que nuestra entrega sea la suya, y anunciando su muerte, podamos proclamar su resurrección con la nuestra, y glorifiquemos a Dios con nuestro cuerpo. Que mientras nosotros muramos, el mundo reciba la vida, y que los gentiles bendigan a Dios por su misericordia.

Que así sea.

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La Epifanía del Señor

La Epifanía del Señor

Is 60, 1-6¸ Ef 3, 2-3a.5-6; Mt 2, 1-12

Queridos hermanos:

La Iglesia, desde sus primeros tiempos, en este episodio de la adoración de los Magos del Evangelio según San Mateo, ha querido dar fecha y festejar la manifestación del Misterio escondido durante siglos y revelado ahora, por el que hemos conocido el amoroso designio de Dios de llamar a todos los pueblos a su heredad. Esta amorosa “epifanía” de su luz no podía situarse en mejor fecha que la del solsticio de invierno, en que se celebraba al “Sol Invencible”, así que se adoptó el 25 de diciembre para conmemorar la Navidad.

Celebrada en Egipto el 6 de enero, antes de que se fijara la Navidad, esta fiesta aparece en Roma a partir de la segunda mitad del siglo IV, pero no es hasta el siglo VI que a los Magos del Evangelio se les da el título de Reyes, sin duda aludiendo a los textos de los que habla la Escritura: “Reyes serán tus tutores, y sus princesas, nodrizas tuyas. Rostro en tierra se postrarán ante ti (Is 49, 23). Un sinfín de camellos te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá. Todos ellos de Sabá vienen llevando oro e incienso y pregonando alabanzas al Señor. Te nutrirás con la leche de las naciones, con las riquezas de los reyes serás amamantada, y sabrás que yo soy el Señor, tu Salvador, y el que rescata, el Fuerte de Jacob (Is 60, 6.16). Los reyes de Tarsis y las islas traerán consigo tributo. Los reyes de Sabá y de Seba todos pagarán impuestos (Sal 72, 10). Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor (Ap 21, 24)."

Los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar aparecerán solo en el siglo XI, y más tarde aún, en el siglo siguiente, el emperador Barbarroja trasladará el cofre de sus reliquias desde Milán a Colonia, donde se veneran en la actualidad.

Esta es la fiesta de la “manifestación” de Dios y la adoración de las naciones representadas por los “Reyes Magos” que le rinden tributo. La tradición litúrgica reúne y contempla en esta fiesta también la manifestación de Cristo por la palabra del Padre en el bautismo del Señor, y también la que hace Cristo mismo en las bodas de Caná, al realizar su primer signo.

En Cristo, Dios se ha hecho hombre, prójimo nuestro; amarle es amar a Dios y al prójimo a la vez. La adoración fruto del amor implica todo el ser: corazón, alma y fuerzas, porque el hombre no puede ofrecer lo que Dios se merece, y así debe ofrecerse a sí mismo íntegramente, todo su ser, con el desprecio de los ídolos: el oro de sus bienes, de su trabajo y de sus fuerzas; el incienso de su alma y de su vida, y la mirra de su corazón. Ese es el culto perfecto del hombre a Dios: su entrega total; el obsequio de su mente y de su voluntad en adoración de amor.

La luz que brilló a los pastores llega ahora a todos los pueblos de la tierra, representados por estos magos, sabios, astrónomos o reyes (al parecer persas), a los que deslumbró la evangelizadora estrella de Oriente, indicándoles el camino hacia el verdadero “Sol Invencible” que nace del cielo y desvanece toda sombra de oscuridad y de tinieblas; sol que no tramonta y al que nada puede eclipsar.

A su luz somos acogidos todos los que en otro tiempo vivimos en oscuridad y sombra de muerte. Ante él deponemos con los Reyes Magos los ídolos del mundo que en otro tiempo fueron nuestro apoyo: el oro de nuestros desvelos; el incienso de nuestro sometimiento y nuestra pleitesía; y la mirra de nuestra huida del sufrimiento, espectro de nuestra muerte profunda y sin remedio (cf. Ge 2, 17).

Qué necesaria es hoy María, estrella para nosotros y para tantos pretendidos e ilustrados sabios y gobernantes, a los que la ceguera hace temer o despreciar la luz que manifiesta la perversidad de sus obras. Con Herodes, el nuevo faraón, brilla una vez más el misterio de la cruz de Cristo, perseguido y rechazado en tantos inocentes, generación tras generación. Con esta luz nos llega el baño santificador del Espíritu y el vino nuevo del Amor, que viene a iluminar y alegrar nuestra aguada existencia.

  Proclamemos juntos nuestra fe.

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