Martes 18º del TO

Martes 18º del TO

Mt 14, 22-36

La fe nace del encuentro con el Señor

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra nos invita a contemplar el encuentro personal con Dios, ese momento vital en que los apóstoles cimentan su fe. No se trata de una experiencia aislada o comprensible desde la lógica humana. Este encuentro se da, con frecuencia, en medio de acontecimientos que nos sobrepasan, que nos desestabilizan y nos obligan a apoyarnos en Dios, pues no podemos resolverlos por nuestras propias fuerzas ni comprenderlos plenamente con la razón.

Ya sea en el dominio de Cristo sobre la tormenta y el mar de la muerte, o en la delicadeza de una brisa suave, la vida verdadera surge del encuentro con el Señor. Ese Yo eterno ante quien se inclina el universo entero, ante quien toda rodilla se ha de doblar, en el cielo y en la tierra. Él, en su amorosa gratuidad, nos empuja a situaciones que jamás hubiéramos elegido vivir, pero que nos revelan su poder y su misericordia. ¡Incluso Cristo! Él mismo se sometió totalmente al Padre, inclinando la cabeza en la cruz y entregándole su espíritu.

Los discípulos deben aprender que, cuando el mal se levanta contra ellos, Cristo está cerca. Está ahí, con el poder de Dios, para protegerlos, guiarlos al puerto deseado y calmar la furia del mal. Pero más aún: está para resucitarlos, para vencer la muerte misma. Buscar al Señor en medio de la noche, en medio de la adversidad, y despertar la conciencia de su presencia es una experiencia imprescindible para todo discípulo fiel.

El Señor no solo provee en medio de las olas, el viento y la tormenta: también permite la persecución. ¿Para qué? Para fortalecer, para purificar, para santificar a sus elegidos. Fue el Señor quien empujó a Elías al desierto para encontrarle. Fue Él quien endureció el corazón del faraón para manifestar su gloria en Egipto. Fue Él quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”.

¡Ánimo! ¡Soy yo, no temáis! Esta travesía —con sus vientos contrarios y sus noches oscuras— es figura de la vida cristiana. Como enseña Orígenes en su comentario a Mateo (11,6-7), contra nuestra voluntad hemos sido enfrentados al mar y al viento, para que, junto a Cristo, podamos alcanzar la otra orilla. Es necesario el combate, necesario el esfuerzo, necesario el clamor confiado en el nombre del Señor.

¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué habéis dudado? Con esta fe viva, los discípulos clamarán al Señor seguros de su auxilio. Y lo verán. Sí, lo verán en medio de la persecución, en medio de todos los acontecimientos de la vida y exclamarán: “¡Es el Señor!” ¿Acaso hay algo que escape a su voluntad amorosa? Como dirá san Pablo: “Para los que aman a Dios, todo coopera para su bien.”

Después de esta experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: “¿Quién es este?”, ni se atemorizarán ante su presencia. Se postrarán. Porque han visto, porque han creído, porque han vivido la fe que salva.

Por la fe somos injertados en el pueblo santo, en su Alianza eterna, y participamos de sus promesas. La Eucaristía —misterio de nuestra fe— nos viene como don, como sello de la Alianza en la sangre de Cristo, como testimonio vivo aceptado por nuestro ¡Amén!. 

          Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

 

         

Lunes 18º del TO

Lunes 18º del TO  

Mt 14, 13-21

El Pan que Sacia y Sobreabunda

Queridos hermanos

En esta Palabra se revela un misterio divino: un banquete gratuito, rebosante y abundante, ofrecido por los apóstoles en el contexto sagrado de la Pascua. Este banquete lleva a plenitud aquel signo profético de Eliseo, quien con veinte panes de cebada sació a cien hombres, según la promesa del Señor: “Comerán, se saciarán y sobrará”.

Pero es Cristo, el verdadero alimento que sacia de vida al que escucha, como proclama Isaías: “Venid, comed sin pagar, escuchad y viviréis” (Is 55, 1-3). Él es la Palabra eterna que sella la Alianza de amor del Padre, esa Alianza de la que nada podrá separarnos, como nos recuerda san Pablo: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” (Rm 8, 35ss). Él es el Profeta prometido, el Hijo amado del que el Padre dice: “Escuchadle”.

El Evangelio de hoy nos conduce al corazón de la Pascua, a la Eucaristía como plenitud del signo. Cristo, desde la precariedad humana, pronuncia la Palabra del Señor que transforma lo limitado en fecundo, lo ordinario en inagotable. Primero para Israel, luego para las naciones.

Y es aquí donde se manifiesta la verdadera realeza de Cristo. La multitud quiso coronarlo rey por el pan que compartía, pero Él no vino a resolver el hambre física como fin último, sino a saciar el corazón humano. Su misión mesiánica va más allá del estómago: se dirige al alma.

No fueron los veinte panes de Eliseo ni los cinco de Cristo los que saciaron, sino Cristo mismo. Él, por su Pascua, nos invita—por la fe y el bautismo—a formar un solo pueblo, un solo cuerpo en la Eucaristía.

Cristo es el Pan del cielo. No cae como el maná, sino que se encarna en Jesús de Nazaret. Y desde la Iglesia, generación tras generación, sigue saciando al hombre con su gracia sobreabundante, su vida eterna, su amor sin medida. Es pan que baja del cielo, da vida al mundo, y quien lo come no muere.

La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo. Alianza eterna que nos une al Padre. Un solo cuerpo, un solo Espíritu, una sola meta, una sola esperanza. En ella, nuestra carne es injertada en el Espíritu de Dios, nuestra historia se sumerge en la eternidad.

Y aquí surge la gran pregunta que interpela a nuestro caminar: ¿Hemos sido realmente saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en nosotros su gracia, para ser capaces de alimentar a esta generación con el Pan bajado del cielo?

Que el Señor nos conceda vivir esta Eucaristía con la conciencia de que somos llamados a ser signos de su generosidad, testigos de su amor, servidores de su mesa.

Amén.                                                                                                                                                                                     www.jesusbayarri.com

 

 

Domingo 18º del TO C

 

Domingo 18º del TO C 

Qo 1,2; 2, 21-23; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21

Enriquecerse en Orden a Dios

Queridos hermanos, hoy se nos invita a mirar con profundidad el misterio del corazón humano y su relación con los bienes de este mundo. La experiencia de la muerte, que todos vivimos como consecuencia del pecado, nos revela cuán frágil es la vida terrenal. Esa fragilidad, esa incertidumbre del mañana, nos empuja a buscar seguridad... y tantas veces creemos encontrarla en el dinero, en los bienes, en lo que se puede guardar y atesorar. Pero ¡cuidado! Porque el Evangelio nos confronta con claridad y sin rodeos: ¡Necio el que busca seguridad donde no hay vida!

¿Dónde está el verdadero problema?

No en las cosas, que han sido creadas por Dios como buenas. No en la abundancia o en la escasez. El problema está en el corazón que endiosa lo que es pasajero. En el corazón que pide vida eterna a lo que no puede ofrecer más que polvo. Y cuando esto ocurre, el hombre se esclaviza... se ata a lo temporal... y se pierde en lo vano. 

La Palabra nos revela el secreto del corazón humano

 Aquel corazón que atesora involucra su entendimiento y voluntad. Es un abismo que sólo Dios puede colmar. “Sea el Señor tu delicia, y Él te concederá los deseos de tu corazón” (Sal 37,4). Todo lo demás es precario, todo lo demás se corrompe. Sólo Dios es plenitud eterna. Por eso, afanarse por los bienes como si fuesen el fin último de la vida es—como dice la Escritura—una necedad vana para los llamados a la ciudadanía del cielo.

¿Amas o codicias?

No es lo mismo codiciar que atesorar. El Reino de los cielos es un tesoro escondido; quien lo busca y lo guarda lo hace por amor. Pero el que codicia pone su amor en lo creado y no en el Creador. San Agustín lo enseñaba con sabiduría: “No hay nadie que no ame... pero el problema está en el objeto de ese amor.”

La caridad, remedio del corazón

El amor al dinero se transforma en amor a Dios y al prójimo por medio de la caridad y la limosna. “Dad en limosna lo que tenéis en el corazón, y todo será puro para vosotros.” San Basilio lo señala con fuerza: lo que perdió al rico de la parábola fue su falta de generosidad. Enriquecerse en orden a Dios es empobrecerse frente a los ídolos. Y el dinero, ese gran ídolo de nuestro tiempo, sólo se purifica cuando se entrega, cuando se transforma en cruz, cuando se vuelve limosna.

El joven rico, imagen del corazón aferrado

Dios le dio la oportunidad de trasladar sus riquezas a las moradas eternas. Pero no pudo. No supo despegarse de ellas. Y a cambio recibió tristeza. Porque los dones de Dios, si se poseen con corazón idólatra, se convierten en trampas. La verdadera sabiduría está en poner nuestra esperanza en el Señor y hacer de la caridad nuestro anhelo. ¡Sólo en Él hay seguridad verdadera!

Cristo, plenitud de vida

“Dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.” Cristo ha venido para sanar el corazón, arrancar de él el pecado y que su Espíritu viva en nosotros. Ha venido para saciar nuestra sed de eternidad y romper nuestras cadenas con la codicia.

San Pablo nos llama a mirar hacia arriba

Busquemos los bienes celestiales, donde está Cristo, y demos muerte a la codicia, que no es otra cosa que idolatría.

La Eucaristía, misterio de comunión

Al participar del Pan vivo, decimos “Amén” a la entrega de Cristo. Amén a la vida eterna. Amén al amor que se da por completo. Porque en Él, y sólo en Él, nuestra vida se enriquece hasta hacerse eterna. 

Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

Sábado 17º del TO

Sábado 17º del TO

Mt 14, 1-12

La fama de Jesús y su rechazo

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra nos revela la creciente fama de Jesús, que no solo realiza prodigios, sino que asombra a todos con su predicación, sus obras, y las de sus discípulos, quienes parten por los caminos anunciando el Reino. Su renombre alcanza incluso al impío Herodes, aunque esta autoridad de Jesús no le convierte, como tampoco sucede con los demonios, quienes, aun reconociendo a Cristo, no pueden creer en Él.

Herodes, atraído por la exhortación de Juan el Bautista, lo escuchaba con gusto... pero terminó mandándolo decapitar. Y cuando le llegue el momento de encontrarse con Jesús, no será diferente: lo tratará de loco, lo despreciará, y se burlará de Él. ¡Qué contraste tan impactante! El Señor, que se acerca al pecador con misericordia, no se trata con este pobre impío de corazón endurecido. Le llama “zorro” y guarda silencio ante él. Así ocurría con aquellos monjes, famosos por su santidad, que negaban toda palabra o señal a quienes los buscaban por simple curiosidad, sin intención de convertirse. Porque la Escritura nos enseña que el Señor resiste a los soberbios. Como dice el Evangelio, Jesús no se confiaba ni siquiera a quienes en algún momento creyeron, porque conocía lo que había en el corazón de las personas. San Pablo lo declara con firmeza: “De Dios nadie se burla” (Ga 6,7).

Hermanos, si aquellos que rechazaron a Juan el Bautista no pudieron acoger al Mesías (Lc 7,30), ¡cuánto menos Herodes, que lo mandó matar! Según los evangelistas Mateo y Marcos, Herodes alimentaba la idea de que Juan había resucitado, tal vez intentando escapar del peso de su remordimiento por haber derramado la sangre de un profeta.

Dios actúa a través de sus enviados, y ¡ay de aquel que permanece indiferente o los rechaza! Porque nos dice el Señor: “Quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza a Aquel que me ha enviado”. Y nos recuerda: “Cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”.

El mensaje no puede separarse del mensajero. Rechazar al enviado es rechazar al que lo envía. Mc Luhan lo expresó con mirada contemporánea: “El medio es el mensaje”. Y el Padre no envió a cualquier profeta a proclamar la Buena Nueva: envió a su propio Hijo, que se identifica con sus discípulos. Por eso les dice: “Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra”, porque Él mismo lo es: “Yo soy la luz del mundo y la sal de la tierra”. 

           Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

Viernes 17º del TO

Viernes 17º del TO

Mt 13, 54-58

Queridos hermanos, ¿quién no se ha sentido desconcertado ante la grandeza que brota de la sencillez? No es de extrañar la perplejidad de los habitantes de Nazaret, los conciudadanos de Jesús, al ver que aquel a quien conocieron como "el hijo del carpintero", emerge de pronto como maestro y profeta, asombrando al mundo con sus palabras y sus obras.

También nosotros, si somos sinceros, luchamos por comprender esa elección libre y gratuita del Señor, que —como dice la Escritura— “alza del polvo al pobre, para sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Esta es la lógica divina que atraviesa toda la historia de la salvación: una lógica que escoge lo pequeño para confundir lo grande, lo débil para avergonzar a lo fuerte, lo despreciado para mostrar la dignidad escondida.

Según una antigua tradición copta, san José —viudo y padre de cuatro hijos: Santiago, José, Simón y Judas— se desposó con María y fue así como Santiago, aún niño, entró en la familia. Con el paso del tiempo, este niño sería llamado “el hermano del Señor”, pues llegó a ser uno de los doce apóstoles. José, el "tekton", el artesano —carpintero como lo traducimos— encarnaba la humildad y el trabajo silencioso. Y de su oficio y figura tomaría Jesús su único título distintivo entre sus paisanos: “el hijo del carpintero”.

A través de José, el Padre nos revela la humildad del Hijo. En contraste con la soberbia que rige los poderes del mundo, el Señor se nos muestra manso, rechazando la violencia que nace del orgullo. Es el Cordero degollado quien vence a la bestia. Para transitar los caminos del amor —¡el verdadero amor!— se requiere humildad, mansedumbre y sumisión. No son virtudes débiles, sino la fortaleza de quienes han aprendido a confiar en el poder de Dios.

Hoy el Señor nos invita a reconocer su encarnación, que muchas veces se nos presenta en rostros comunes, en personas enviadas que nos desconciertan. Y nos llama, como lo hizo a su pueblo, a superar la tentación de despreciar lo conocido, de rechazar al que no encaja en nuestras expectativas. Porque el Mesías, hermanos, sigue viniendo a nosotros envuelto en humildad.

¡Que tengamos ojos para ver y corazones para recibir a Aquel que viene a salvarnos desde lo más bajo, entregando su vida hasta el extremo!

            Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

Jueves 17º del TO

Jueves 17º del TO

Mt 13, 47-53

El Discernimiento: Camino hacia el Reino

Queridos hermanos, el Reino de los Cielos es una realidad sobrenatural, tejida por la gracia divina, ofrecida como un traje de fiesta a quienes —aun bajo la sombra del pecado— han sido llamados por Dios a participar libre y responsablemente en su salvación. Esta gracia no se impone, sino que se entrega como don gratuito, esperando la respuesta libre del corazón humano.

Hoy, la Palabra nos exhorta al discernimiento. ¿Y qué es discernir, sino aprender a ver con los ojos de Dios? El Evangelio nos invita a abrazarlo, como el sabio amante de las Escrituras que ha descubierto en ellas el tesoro escondido. La parábola de la red, que arrastra tanto lo bueno como lo malo, exige también discernimiento: tiempo para reconocer, separar y valorar. Como la cizaña y el trigo, todo será juzgado. Nosotros, hermanos, necesitamos discernir para conducir nuestra vida, porque también seremos juzgados, como los peces recogidos en la red.

Pero no temáis: en Cristo, Dios ha querido entrar en la red con nosotros. En su gracia redentora, ha tomado sobre sí nuestras flaquezas, para que, al llegar el día del juicio, nuestros corazones hayan sido purificados.

Discernir no es poseer cualquier sabiduría; es sabiduría para gobernar. Todos, sin excepción, estamos llamados a gobernar nuestra existencia con prudencia, hacia su meta eterna. Si Dios es la Verdad y la Vida, a la que hemos sido llamados por misericordia, entonces el discernimiento es el faro que nos guía por el camino de la sabiduría, revelado como perla preciosa y tesoro escondido.

La Escritura nos enseña: “El temor de Dios es el principio de la sabiduría.” Y si alguien se llena de saber pero se aparta de Dios, ha perdido la sabiduría verdadera. Así pues, preguntémonos: ¿dónde encontrar este discernimiento?

San Pablo responde con claridad: la condición indispensable para adquirirlo es que el amor de Dios, derramado por el Espíritu Santo, sea el motor de nuestra vida. “Para quien ama a Dios, todo concurre para su bien.” El amor transforma cada acontecimiento en oportunidad para crecer en sabiduría, y para avanzar en dirección al bien.

La comunidad cristiana, hermanos, aunque limitada en lo humano, es germen del Reino. Ella misma es la perla de gran valor. Pero esta perla solo se aprecia mediante el discernimiento del amor que en ella habita.

Para san Agustín, la perla preciosa es la Caridad. Y sólo quien la posee, ha nacido verdaderamente de Dios. Éste es el gran criterio de discernimiento: porque aunque lo poseas todo, si te falta la Caridad, nada tienes. Pero si no posees nada, y renuncias a todo por alcanzarla, entonces lo posees todo.

San Pablo nos lo recuerda: “El que ama ha cumplido la Ley.” Ha alcanzado el Reino, porque Dios —en su esencia más pura— es amor.  

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

Miércoles 17º del TO

Miércoles 17º del TO

Mt 13, 44-46

El valor infinito del Reino de los Cielos

Queridos hermanos, para descubrir el valor del Reino de los Cielos —ya sea tesoro o perla— necesitamos sabiduría y discernimiento. ¿Estamos dispuestos a evaluar lo que Él nos ofrece y a medir lo que podemos ofrecer a cambio?

Cualquier precio resulta insignificante ante la grandeza del Reino. Jesús lo compara con ese tesoro oculto en un campo: quien lo descubre sacrifica todo para adquirirlo, pues su valor es infinito.

A cambio, se nos pide, solamente en prenda, como garantía o como aval, apenas lo que poseemos en bienes, tiempo o dedicación, o dicho de otra forma la propia vida, que debe ponerse a su servicio sin límite alguno, hasta el punto de negársela a uno mismo según nos sea solicitado. Ya lo decía la Escritura desde antiguo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Haz esto y vivirás”.

Reflexionemos en la parábola del joven rico: él valoró sus bienes por encima de la vida eterna del Reino y se marchó con tristeza. Rico en posesiones, pero pobre en sabiduría y discernimiento, no supo apreciar el tesoro escondido en la carne de Cristo, aun viendo el brillo de sus palabras y obras.

Jesús ofrece siempre una salida del peligro para el corazón apegado al dinero:

«Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6,20).

«Haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9).

Sala tu dinero con la limosna. Vende tus bienes, deja atrás tus seguridades y acoge la invitación: “Ven y sígueme”. Solo así podrás amar a tus enemigos y ser verdaderamente hijo del Padre celeste, heredero de la vida eterna.

El discernimiento y la sabiduría no se compran ni se prestan en los bancos. Nacen de un corazón puro, de un amor que madura al pie de la Cruz. Acudamos a Cristo, que se dio generosamente a la muerte, para recibir gratuitamente este don que transforma nuestra vida y nuestro destino eterno.   

          Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

 

Santos Marta, María y Lázaro

Santos Marta, María y Lázaro 

Lc 10, 38-42 ó Jn 11, 19-27

Queridos hermanos, la Palabra hoy nos revela el misterio de la acogida y la hospitalidad, virtudes que en el mundo bíblico han sido tradicionalmente sagradas. Pero lo que hoy contemplamos va aún más allá: no hablamos simplemente de recibir al prójimo, sino de acoger a Dios mismo. Como Abrahán en el encinar de Mambré y María en Betania, descubrimos que, gracias al discernimiento de la fe, somos capaces de reconocer al Señor que se nos manifiesta en los más diversos rostros y circunstancias. Él viene. Se acerca. Nos visita. No por obligación, sino por amor. Y su deseo es que lo recibamos con fe y caridad, para que podamos heredar vida eterna.

Dos caminos, una elección 

La Palabra nos muestra dos posibles actitudes ante el amor al Señor: una natural y otra sobrenatural. Ambas pueden coexistir en nosotros. La primera, como la de Marta, es buena: sirve, actúa, se entrega. La segunda, como la de María, es “la mejor parte”: contempla, escucha, se deja transformar. No despreciemos el servicio, pero aspiremos a la intimidad. Porque sentarse a los pies del Maestro, como lo hizo María, es abrazar el don gratuito de la fe, es dejar que el Señor nos hable al corazón.

Como aquella esposa del Cantar de los Cantares, María podría decir: “He encontrado al amor de mi vida. Lo he abrazado y no lo dejaré jamás.” Y nadie podrá arrancárselo. Esta es la parte buena que no será quitada.

Nuestro ¡Amén! personal 

La Palabra nos invita a responder con nuestro propio ¡Amén!: a elegir, día tras día, al Señor como nuestra parte buena. A recibir de Él, gratuitamente, por la fe, su Espíritu, su amor, y su vida eterna.

Pero si en nuestro servicio descubrimos el deseo de compensación o de reconocimiento… preguntémonos con sinceridad: ¿No estaremos más cerca de Marta que de María? ¿No vivimos más en la exigencia que en el don? ¿En nosotros mismos, más que en el Señor? Nuestro amor aún debe madurar. Ser purificado. Ser divinizado, hasta alcanzar esa universalidad del amor divino: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre buenos y malos.”

Correcciones amorosas del Médico Divino 

Sí, como Marta, también nosotros somos llamados al conocimiento de Dios en el amor. Y ese conocimiento, que será plenitud en la Bienaventuranza, también puede crecer en esta vida si acogemos las gracias que Él nos ha destinado. A veces implicarán correcciones amorosas, curaciones espirituales que el Médico Divino aplicará a nuestro corazón enfermo. Y aunque puedan doler, ¡qué alegre tristeza si viene de su mano!

Confesión que salva 

Y así, hermanos, llegaremos también nosotros a la profesión de fe que salva. Aquella que Marta, amada por el Señor, pronunció en medio del dolor por la muerte de su hermano: “Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.”

Que esta confesión sea también nuestra. Que el Señor, al acercarse a nuestra alma, encuentre siempre un corazón dispuesto, una fe que escucha, y una caridad que abraza.

¿Qué parte elegirás hoy tú? ¿Servir desde el ruido, o permanecer junto a Jesús en el silencio que da vida? 

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com

Lunes 17º del TO

Lunes 17º del TO

Mt 13, 31-35

La gracia germina en nuestra tierra humana

Queridos hermanos:

Las parábolas del Reino, como preciosos hilos entrelazados, tejen juntas la gracia divina y la acción del hombre. En ellas, como en el misterio de la Encarnación, se entrecruzan el Verbo eterno y nuestra humanidad frágil, sin romperse, sin disolverse. Cristo es el Reino: en Él, nuestra humanidad ha sido injertada de forma indisoluble. Así, la semilla divina —pequeña como un grano de mostaza— contiene en sí la potencia y el vigor de Dios. No con estruendo, sino con firmeza silenciosa, se abre paso, crece y se fortalece hasta alcanzar proporciones que superan con mucho cualquier obra humana.

Sin embargo, no podemos permanecer inactivos. Dios, en su misterio de amor, ha querido supeditar su obra al asentimiento del hombre. Necesita —¡sí!— de nuestra respuesta. El Reino avanza, pero desea hacerlo con nosotros. Por eso, la acción humana, aunque pequeña, debe ser el mínimo obstáculo posible para la gracia. Así lo dijo el Señor: “Las puertas del infierno no prevalecerán” frente al Reino de Dios (Mt 16,18), porque el Reino es sostenido en su combate por la fuerza de la gracia. Aun así, cabe preguntarnos con temor y temblor: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

¿Las últimas generaciones perseverarán en la fe? ¿Nos mantendremos firmes hasta ser contados en esa “muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7,9), en el Reino eterno, que vence hasta las últimas defensas del infierno?

La semilla debe enterrarse, la levadura integrarse en la masa. Así también el alma debe rendirse al soplo del Espíritu, sin resistencias, sin rebeldías. San Pablo lo expresó con humildad y claridad: “Por la gracia de Dios soy lo que soy; pero la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1Co 15,10).

La pequeña semilla del Reino se convertirá en cosecha abundante, en muchedumbre incontable, con Cristo a la cabeza, guardada en el granero divino. Mientras tanto, el Dragón y sus ángeles serán encadenados y precipitados al abismo, vencidos por la potencia del Cordero.

El camino del hombre corre paralelo al del Reino. No se aparta, no se cruza, sino que se mantiene en tensión entre la potencia de la Palabra y la libertad de la criatura. La semilla necesita una tierra humilde que la acoja, y el hombre debe trabajar, sabiendo siempre que es Dios quien da el incremento. Los inicios humildes del Reino no se comparan con su glorioso desarrollo. A cada uno de nosotros nos corresponde aceptar, guardar, lanzar la red, creer, perseverar, vivir... y Dios, por su parte, abrirá las compuertas de su gracia.

Entonces, frente a la escasez de fruto, no culpemos a Dios: la causa está en nuestra respuesta imperfecta. Digamos con el corazón: “Amén” al Cristo que se nos da. Y Él —fiel a su promesa— multiplicará el fruto ciento por uno.

           Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com 

Domingo 17º del TO C

Domingo 17º del TO C 

Ge 18, 20-32; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13

La oración como camino de misericordia

Queridos hermanos, en medio de los pecados del mundo, en medio de nuestras caídas, Dios no ha cerrado el cielo. Él, en su infinita bondad, ha querido derramar su misericordia a través de la oración. La oración es el hilo invisible que une la tierra con el cielo, el puente por el que suben nuestros clamores y descienden sus gracias.

Desde la oración de Abrahán, con sus seis intercesiones en favor de los justos, detenida finalmente en el número diez, hasta la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores ofreciendo su propia vida como rescate, se extiende un camino de fe que transforma la súplica en comunión. A la grandeza de esta misericordia no alcanzó aún la fe de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, que el Hijo ofreció al Padre, y por la cual el Padre fue complacido en Él. Lot fue salvado, sí, pero Sodoma no escapó de la destrucción.

Este es el misterio que nos revela el Evangelio: que en Cristo aprendamos el corazón de la misericordia perfecta. Él no intercede por unos pocos justos, sino que se entrega por todos los pecadores, asumiendo su culpa para redimirlos. Con este mismo espíritu, Cristo instruye a sus discípulos a salvar al pecador por medio de la intercesión, del perdón, del amor.

Hoy, la Palabra nos llama a una oración fecunda, abierta al perdón, tanto para nosotros como para los demás. Así es como se vive en el amor de Dios. La oración nos hace conscientes de nuestra necesidad de su Palabra, y nos prepara para ser escuchados. Es circulación viva del amor entre los miembros del Cuerpo de Cristo, que se abre a las heridas del mundo.

La oración del “Padre nuestro” nos enseña a hablar con Dios desde lo más profundo del alma. Nos muestra nuestra hambre de ser saciados, nuestro anhelo de libertad. Y lo hace desde nuestra condición de creaturas nuevas, regeneradas por el Espíritu Santo. Pedimos el Reino, buscamos el Pan que sustente esta vida renovada, ese alimento que nos defiende del maligno y nos fortalece en la lucha.

Y este Dios bueno y generoso, nos perdona gratuitamente. Nos da su Espíritu para que también nosotros sepamos perdonar, para que el mal no tenga dominio, y para que nuestra súplica diaria del perdón sea escuchada. Esta circulación de amor sólo puede romperse cuando cerramos el corazón al perdón de nuestros hermanos. "Porque si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará."

El mundo, hermanos, pide sustento en las cosas pasajeras. El que peca pide pan como lo hace quien atesora, quien busca afecto desordenado, quien se apoya en una razón embriagada de orgullo o en una voluntad ensoberbecida. Todos esos panes se corrompen. Pero nosotros, discípulos del Señor, pedimos al Padre el Pan del cielo, el Pan de vida eterna. Aquel que nos trae el Reino, el Pan vivo que recibió un cuerpo para hacer la voluntad de Dios. Una carne que da vida eterna y resucita en el último día. Alimento que sacia sin corromperse; alimento que alcanza el perdón.

Este es el Pan que recibimos en la Eucaristía. Y por él damos gracias, bendecimos, adoramos. Por este Pan eterno, Dios añade también el alimento material, porque su providencia no descuida ningún detalle de nuestras vidas.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Sábado 16º del TO

Sábado 16º del TO

Mt 13, 24-30

La parábola de la cizaña: tiempo de misericordia

Hermanos, todos hemos sido llamados al amor. Pero esta vocación no es un destino automático: es un camino. Un camino que implica conversión constante, maduración en la caridad y afirmación en la verdad. Es un tiempo santo, un tiempo en el que Dios obra en lo oculto, incluso transformando la cizaña en grano, y purificando nuestros corazones para hacernos dignos del “granero” eterno de su Reino.

Como en otras parábolas del Reino, la de la cizaña nos introduce en el misterio de la libertad humana: esa tensión profunda entre el bien sembrado constantemente y proclamado por el Evangelio y la seducción del mal. Dios, en su paciencia, permite al maligno sembrar su engaño, pero no para condenar, sino para que el hombre se ejercite en la virtud con su gracia, elija el Bien y se afiance en la Verdad.

¡Cuántos hoy, como los siervos de la parábola, se escandalizan ante la presencia del mal! Algunos se desaniman, otros desestiman el poder del Evangelio, y no pocos rechazan las fatigas del combate espiritual. Pero olvidan que incluso san Pablo, ese gran apóstol, fue en su momento cizaña. Dios permitió su error, no por debilidad, sino por misericordia. Lo llamó, lo transformó, y su vida se convirtió en un testimonio del triunfo del Bien sobre el mal.

¿Y cuál fue el punto de partida de esa conversión? La humildad, hermanos. La misma humildad que nos enseña el Padrenuestro, cuando reconocemos nuestros pecados y proclamamos que el amor de Dios ya ha comenzado a fructificar en nosotros. Esa humildad nos sostiene en cada paso del camino cristiano.

La misericordia divina siembra verdad y vida con la luz de su Palabra, mientras que el maligno siembra mentira, engaño y muerte, oculto en las tinieblas que le son propias. Pero no temamos, porque así como las tinieblas no vencieron a la luz cuando el mundo fue creado, tampoco lo harán ahora que la creación ha sido redimida por Cristo. Hoy es tiempo de espera. Tiempo de paciencia. Tiempo de higos... Tiempo del perdón poderoso, del amor eterno que aguarda la justicia y el juicio.

La Revelación nos muestra que Dios no es sólo justo, omnipresente y omnisciente. Es, por encima de todo, Amor misericordioso. Nos ha creado para participar de su gloria, en comunión con Él, y nos ha hecho libres: libres para elegirlo, libres para rechazarlo. Pero si elegimos el mal, su misericordia no se retira. Nos concede tiempo, nos ofrece conversión. Y con su gracia, podemos vencer el mal a fuerza de bien. El Dios revelado por la fe no se desentiende del mundo: espera, llama y redime.

No hay contradicción entre la existencia del mal y la realidad del Dios-Amor. Sí la habría si llamáramos “dios” a una idea abstracta, fría, omnipresente pero ausente, omnisciente pero distante. Pero el Dios vivo, el Dios que se ha revelado en Cristo, es ternura que salva, justicia que espera, amor que transforma.

Hermanos, abramos el corazón a este tiempo de gracia. Que la cizaña que aún habita en nosotros sea transformada. Que nuestra fe dé fruto. Que nuestra libertad, ejercida en la virtud, nos conduzca al granero eterno del Reino. 

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com

 

Santiago Apóstol

Santiago Apóstol

Hch 4, 33; 5, 12.27-33; 12.2; 2Co 4, 7-15; Mt 20, 20-28

Queridos hermanos:

En esta solemnidad de Santiago Apóstol, la Palabra nos presenta el anuncio de la Pasión como antesala luminosa de la Pascua. Santiago, el hijo del trueno, será el primero de los apóstoles en derramar su sangre por Cristo: el primero en beber del cáliz, el primero en ser bautizado con el bautismo del Señor. En él se inaugura la senda del martirio que no es derrota, sino comunión plena con el Redentor.

Cristo asume la multitud de nuestros pecados y, al sumergirse en la muerte, prepara su resurrección victoriosa. Sin embargo, mientras Él se dispone a entregarse por amor, sus discípulos aún no logran superar la concepción mundana del Reino: sueñan con lugares de honor, sin advertir que la gloria del Mesías no se mide con los criterios de este mundo. La carne mira por sí misma, buscando influencias y privilegios.

Y ahí estamos también nosotros, retratados en la realidad caída de los apóstoles. Queremos figurar, sobresalir, prevalecer. Pero Cristo nos revela al hombre nuevo: aquel que se niega a sí mismo por amor, antepone el bien del otro al suyo propio y sirve sin esperar recompensa. Hasta entregar la vida. Ese es el camino del discípulo. Porque el Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.

Es fácil dejarse seducir por los criterios del mundo. Pero Cristo vive en otra sintonía, propia del Espíritu: es la onda del amor. Su Reino no se edifica con poder, sino con entrega. Quien quiera estar cerca del Señor, deberá acercarse a su bautismo y a su cáliz: símbolos de donación total.

 Jesús va delante. No solo marca el camino; Él es el camino. Consciente de que los judíos lo buscaban para matarlo, camina firme, y sus discípulos se sorprenden y se llenan de miedo. ¿Acaso no es también nuestro temor el de entrar en el misterio del amor que se dona?

Este puede ser un punto clave para nuestra conversión: dejar de mirarnos a nosotros mismos y fijar la mirada en Cristo. Él es el rostro visible del Padre, que brilla en el amor y el servicio. Esa es la gracia que se nos ofrece: no como mérito, sino como comunión. El que ama ya no necesita esperar la recompensa de la vida eterna, porque Dios es amor, y quien ama ya vive en Dios. Ha pasado de la muerte a la Vida. Ha regresado al Paraíso.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Jueves 16º del TO

Jueves 16º del TO

Mt 13, 10-17

La Gracia de Volverse al Señor

Queridos hermanos:

El volver nuestro corazón al Señor no es obra exclusivamente humana; es, ante todo, una gracia concedida que debemos acoger con humildad. No somos los árbitros que disponen cuándo el Señor debe escuchar nuestras súplicas ni cuándo Dios ha de mostrarse favorable. Es Él quien toma la iniciativa, y nosotros debemos responder con fe.

¡Cuántos, como los escribas y fariseos, frustraron el plan divino sobre sus vidas! ¡Cuántos, como los hijos de Israel, cerraron sus oídos para no oír, y sus ojos para no ver! El endurecimiento del corazón ante la gracia es tragedia espiritual. Por eso el Señor nos advierte con palabras firmes: “Mirad cómo escucháis”.

Nos dice la Imitación de Cristo: “Temo al Dios que pasa”. ¡Qué profunda esta frase! Pues hay gracias que se nos ofrecen una sola vez, bendiciones que nos reclaman vigilancia, no sea que pasen de largo y tengamos que lamentar su pérdida.

El profeta Isaías nos exhorta: “Vigilancia y calma”. Y el Espíritu Santo nos lo recuerda en lo íntimo del alma. El que ama, espera; y el que espera, vela. Como la esposa del Cantar de los Cantares, nos mantenemos atentos a la voz del Amado, deseando que nuestros corazones entren en sintonía con el suyo. En esa comunión silenciosa y profunda, hay amor más elocuente que las palabras, luz más reveladora que las razones, y fecundidad más poderosa que nuestros propios esfuerzos.

Porque al que tiene, se le dará en abundancia, y al que no tiene, se le pedirá aún aquello que se le ofreció. Las palabras del Señor, al igual que sus obras, requieren del intérprete divino que las haga fecundas, purificando el corazón entorpecido por la pesadez del mundo.

Pero el Señor —¡bendito sea su nombre!— es rico en misericordia. Nunca desespera de la salvación de nadie. Aunque corrija con severidad, se apiada nuevamente, como nos asegura la Escritura: “Porque no rechaza para siempre el Señor; aunque aflige, se compadece según su gran amor”. 

Y si el Espíritu permanece en nosotros hasta el fin de los tiempos —como fuente que brota para vida eterna— Él mismo irá colmando nuestras carencias, tan evidentes como inmensas. Nos conducirá hacia una plenitud insospechada, bienaventurada, prometida a quienes siguen al Pastor eterno. Y esta promesa se ha hecho carne... y hemos visto su Gloria: gloria que proviene del Padre, gloria que nos ha sido enviada.

           Que así sea.

                                                  www.jesusbayarri.com

         

         

         

         

         

 

 

 

Miércoles 16º del TO

Miércoles 16º del TO

Mt 13, 1-9

La semilla, la Palabra y la esperanza eterna

Queridos hermanos, somos el fruto bendito de una siembra eterna. El Señor, agricultor divino, ha venido sembrando generación tras generación, hasta culminar su entrega perfecta: la cruz gloriosa de su Hijo, por nuestra salvación. Cada uno de nosotros, por pura gracia, ha sido invitado a continuar esa siembra con nuestra propia entrega, nacida de una fe heredada y nutrida por quienes nos precedieron en la carne y en el espíritu: padres, abuelos, catequistas, párrocos, y tantos otros hermanos en la fe que nos han marcado el camino. Hoy los traemos ante el Señor con gratitud y con oración, anhelando compartir con ellos, muy pronto, nuestra “dichosa esperanza” junto al Cristo glorioso.

La tierra del corazón y el combate del Evangelio

La Palabra, como semilla viva, cae sobre una tierra que muchas veces ofrece resistencia. El Evangelio combate con fuerza contra la seducción del mal en el terreno duro de nuestra existencia. El “camino” representa los corazones pisoteados por los ídolos. Las “piedras” encarnan los obstáculos que el mundo y la carne nos presentan. Los “espinos”, las riquezas que ahogan la fe. ¿Y qué es esto, sino nuestra naturaleza caída que necesita auxilio sobrenatural? Dios desea entrar en esa tierra, labrarla, cuidarla, transformarla. San Lucas nos llama a recibir la Palabra “con corazón bueno y recto” (Lc 8,15).  

Palabras de batalla: velad, esforzaos, perseverad

Escuchad estas palabras, hermanos: velad, esforzaos, perseverad, permaneced, haceos violencia. Ellas revelan la exigencia del combate espiritual, semejante al trabajo arduo para cosechar frutos que permanecen. La vida del creyente es campo de cultivo, no para el éxito efímero, sino para la eternidad.

La Palabra encarnada en nosotros

Como semilla, la Palabra debe hundirse en nuestra tierra, hacerse una con ella, germinar en amor. No somos receptores pasivos, sino tierra que el agricultor divino quiere labrar con paciencia y ternura. “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).

¿Cómo escucháis? ¿Cómo comprendéis?

San Mateo dice que la buena tierra es “el que escucha la Palabra y la comprende” (Mt 13,23). Escuchar no es lo mismo que oír. Comprender no es sólo razonar. Implica abrir el corazón, dejar que la Palabra nos transforme desde dentro, implicar la voluntad en una conversión total. Porque del buen tesoro del corazón, el hombre bueno saca lo bueno.

El sembrador sale a nuestro encuentro

¡Sí, hermanos! El sembrador ha salido. Se ha hecho accesible a nosotros. San Juan Crisóstomo lo afirma: sale para ofrecernos el misterio del Reino. Y san Hilario nos anima a subir a su barca, a reparo de las olas, para entrar en su intimidad. No estamos solos. La siembra no se ha detenido. La gracia sigue actuando.

El ciento por uno en Cristo

Aunque haya impedimentos, la fecundidad de la Palabra supera cualquier expectativa humana. Porque quien acoge la semilla y deja que el agricultor divino trabaje su tierra, cosechará en Cristo el ciento por uno.

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

Santa Brígida

Santa Brígida

Ga 2, 19-20; Jn 15, 1-8

El fruto del amor glorifica al Padre

Queridos hermanos:

Así como Cristo nos habló del pan de su cuerpo, que sacia y da al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid, fuente maternal de donde brota el vino nuevo del amor divino, como fruto abundante en su sangre, para la vida del mundo.

En esta nueva imagen eucarística, la vida del Señor fluye hacia sus discípulos como la savia de la vid hacia los sarmientos. Llamados en Cristo, somos invitados a la fecundidad generosa del amor. Esa abundancia de amor es la que glorifica al Padre, no nuestras palabras o alabanzas, sino la transformación que obra en nosotros su Espíritu. Porque el Padre nos ha engendrado en Cristo, amándonos hasta el extremo.

La gloria del Padre es su Espíritu Santo, entregado a Cristo y comunicado a nosotros, para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno (cf. Jn 17,22). Y ese amor nos hace testigos vivos de su misericordia. Porque Dios, en su infinita bondad, ha permitido que pecadores miserables como nosotros lleguemos a ser hijos suyos, negándonos a nosotros mismos, y amando como Él nos ama. Así lo vivió san Pablo, y así estamos llamados a vivirlo nosotros.

Cristo glorificó al Padre entregándose por sus enemigos. “¡Padre, glorifica tu Nombre!”, exclamó. Él es el fruto pleno del amor, aquel que Dios reclama por boca del profeta Oseas: “Yo quiero amor.” Y es por ese amor que Dios, celoso de la salvación de todos, poda su viña, purifica, y corta lo que no da fruto. Este celo lo expresa Cristo con su mandamiento: “Lo que os mando es que os améis unos a otros.”

Pero cumplir este precepto no consiste en aplicarlo al otro, sino en hacerlo vida en uno mismo. Amar no es exigir al hermano, sino exigirse uno: “Si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de particular?” El amor nos justifica, y quien ama justifica también al amado. Porque el amor excusa todo y no toma en cuenta el mal. Quien busca justificarse a sí mismo es quien aún no ha amado. En cambio, quien ama se inmola en alguna medida, y en ese sacrificio recibe de Cristo la plenitud del gozo (cf. Jn 15,11).

Hoy la Palabra nos habla del gran amor de Dios hacia el mundo de los pecadores, y de nuestra misión: testimoniar ese amor con nuestra propia vida, especialmente ante quienes viven en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos de un celo que nos purifique y nos haga inocentes, pues “la caridad cubre multitud de pecados.”

El Verbo fue enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor divino a nuestros corazones, perdidos por el pecado, e introducirnos en la fiesta nupcial del Reino. Por la pasión y muerte de Cristo, hemos sido perdonados, y por el Evangelio, somos llamados a ser injertados en Él, la vid verdadera. Así, su vida divina fluye en nosotros, por la fe y por el Espíritu, para que demos el fruto abundante de su amor: vida para el mundo.

La obra de Dios en Cristo nos ha envuelto gratuitamente en su amor. Ahora nos toca a nosotros custodiar ese don, permanecer en su fuego divino, y unirnos a Cristo por la gracia. Porque el fruto de su amor, unido a nosotros, lo alcanza todo del Padre. Y los hombres, tocados por ese amor que habita en nosotros, glorificarán al Padre por la salvación recibida en Cristo, en cuya mano ha sido puesto todo.

Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía, para renovar nuestro amor y avivar nuestro celo por aquellos que aún no le conocen.  

Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

 

 

Santa María Magdalena

Santa María Magdalena

Ct 3, 1-4b; Jn 20, 1-2.11-18

Cristo se manifiesta

Queridos hermanos:

En los relatos evangélicos, vemos constantemente que Cristo resucitado no es reconocido cuando aparece, sino en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. San Juan utiliza este verbo con intención teológica: Cristo no se impone a la vista como simple aparición, sino que se revela, se manifiesta, como gracia concedida a quien Él elige, especialmente a quienes le aman profundamente.

Así sucede con el apóstol Juan y con María Magdalena. También en momentos litúrgicos, como la fracción del pan en Emaús, o al entrar en el Cenáculo ante los once. En el Evangelio que hoy contemplamos, Jesús se manifiesta primero a María Magdalena, aquella de quien había expulsado siete demonios, testigo silenciosa de la muerte del Señor y fiel junto al sepulcro. Ella será la primera en contemplar a Cristo Resucitado y en anunciarlo a los discípulos.

Este primer encuentro no es casual: prepara los posteriores encuentros mistagógicos y sacramentales con los once. A María, Cristo le dice: "Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios". Aquí se inaugura la filiación divina compartida, el misterio por el cual somos hechos hijos en el Hijo.

El Hijo eterno, el Verbo encarnado, ha tomado cuerpo para cumplir la voluntad del Padre: "No quisiste sacrificios, pero me formaste un cuerpo... He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 5s). Esa voluntad consiste en que los hombres sean incorporados a Cristo, adoptados como hijos en Él. Ya no somos solo discípulos: somos hermanos en Cristo, miembros de su cuerpo, unidos por el fuego vivo de su amor, como expresó el Papa Benedicto XVI: "Formamos una sola cosa con Él y entre nosotros". ¡Qué sublime vocación la nuestra!

Y así como en el nacimiento humano la cabeza precede al cuerpo, en la glorificación de Cristo junto al Padre, su cuerpo —la Iglesia— asciende también con Él. San Pablo lo proclama: "Hemos sido resucitados con Cristo y sentados con Él en los cielos". Es el misterio consumado por su entrega y resurrección, el cumplimiento de la obra que el Padre le confió.

María Magdalena, que anhela tocar al Maestro, deberá esperar a que nazca plenamente el cuerpo místico de Cristo —la Iglesia— para ser esposa, para tocarlo en la comunidad. Solo en comunidad, como las mujeres en Mateo 28, 9, se le puede “abrazar y no soltar”, como la esposa del Cantar: “Lo he abrazado y no lo soltaré” (Ct 3, 4).

En la Iglesia, por la Eucaristía, se nos concede incorporarnos a Cristo, gustar su amor, y adorarle abrazados a sus pies en comunión con los hermanos. Sólo en comunidad, podemos decir con verdad: “Padre nuestro... Dios nuestro.”

Que así sea.

                                        www.jesusbayarri.com