Martes 18º del TO
Mt 14,
22-36
La fe nace del encuentro con el Señor
Queridos hermanos:
Hoy la Palabra nos invita a contemplar el encuentro personal con Dios, ese momento vital en que los apóstoles cimentan su fe. No se trata de una experiencia aislada o comprensible desde la lógica humana. Este encuentro se da, con frecuencia, en medio de acontecimientos que nos sobrepasan, que nos desestabilizan y nos obligan a apoyarnos en Dios, pues no podemos resolverlos por nuestras propias fuerzas ni comprenderlos plenamente con la razón.
Ya sea en el dominio de
Cristo sobre la tormenta y el mar de la muerte, o en la delicadeza de una brisa
suave, la vida verdadera surge del encuentro con el Señor. Ese Yo eterno ante
quien se inclina el universo entero, ante quien toda rodilla se ha de doblar,
en el cielo y en la tierra. Él, en su amorosa gratuidad, nos empuja a
situaciones que jamás hubiéramos elegido vivir, pero que nos revelan su poder y
su misericordia. ¡Incluso Cristo! Él mismo se sometió totalmente al Padre,
inclinando la cabeza en la cruz y entregándole su espíritu.
Los discípulos deben
aprender que, cuando el mal se levanta contra ellos, Cristo está cerca. Está
ahí, con el poder de Dios, para protegerlos, guiarlos al puerto deseado y
calmar la furia del mal. Pero más aún: está para resucitarlos, para vencer la
muerte misma. Buscar al Señor en medio de la noche, en medio de la adversidad,
y despertar la conciencia de su presencia es una experiencia imprescindible
para todo discípulo fiel.
El Señor no solo provee
en medio de las olas, el viento y la tormenta: también permite la persecución.
¿Para qué? Para fortalecer, para purificar, para santificar a sus elegidos. Fue
el Señor quien empujó a Elías al desierto para encontrarle. Fue Él quien
endureció el corazón del faraón para manifestar su gloria en Egipto. Fue Él
quien luchó con Jacob para hacerlo “fuerte con Dios”.
¡Ánimo! ¡Soy yo, no
temáis! Esta travesía —con sus vientos contrarios y sus noches oscuras— es
figura de la vida cristiana. Como enseña Orígenes en su comentario a Mateo
(11,6-7), contra nuestra voluntad hemos sido enfrentados al mar y al viento,
para que, junto a Cristo, podamos alcanzar la otra orilla. Es necesario el
combate, necesario el esfuerzo, necesario el clamor confiado en el nombre del
Señor.
¿Dónde está vuestra fe?
¿Por qué habéis dudado? Con esta fe viva, los discípulos clamarán al Señor
seguros de su auxilio. Y lo verán. Sí, lo verán en medio de la persecución, en
medio de todos los acontecimientos de la vida y exclamarán: “¡Es el Señor!” ¿Acaso
hay algo que escape a su voluntad amorosa? Como dirá san Pablo: “Para los
que aman a Dios, todo coopera para su bien.”
Después de esta
experiencia, los discípulos ya no se preguntarán: “¿Quién es este?”, ni se
atemorizarán ante su presencia. Se postrarán. Porque han visto, porque han
creído, porque han vivido la fe que salva.
Por la fe somos injertados en el pueblo santo, en su Alianza eterna, y participamos de sus promesas. La Eucaristía —misterio de nuestra fe— nos viene como don, como sello de la Alianza en la sangre de Cristo, como testimonio vivo aceptado por nuestro ¡Amén!.
Que así sea.