Miércoles Santo

Miércoles Santo

Is 50, 4-9; Mt 26, 14-25

Queridos hermanos:

El Señor fue entregado para el perdón de los pecados, con los que entregamos al Señor, como se nos muestra en este Evangelio. El motivo de la Pascua es precisamente el amor de Dios y la causa, el pecado y la esclavitud del hombre; el amor de Dios siempre precede. Lo uno lleva a lo otro y revela la gloria de Dios, que de tal manera ama a los hombres que se hace siervo.

¿Quién, ante esta palabra, puede sentirse seguro y firme en su justicia y en su fidelidad? Como decía el Papa Francisco: llevamos en nuestro interior nuestro “pequeño” Judas, traidor y amante del dinero. “¿Seré yo, maestro?” ¿Seguiré siendo yo, que tantas veces te he traicionado? Tú sabes que te amo, pero sabes también la fragilidad y la imperfección de mi amor.

            Abrázame fuerte, oh Señor, para que no dude ni titubee ante la seducción del mal que me circunda y que quizá persiste en mí como raíz escondida de corrupción en letargo. Limpia mi corazón de la avaricia para que no se endurezca, se vacíe de amor y ciegue mis ojos a tu misericordia y piedad. Concédeme permanecer junto a tus fieles y celebrar la Pascua contigo en este “cenáculo” íntimo de comunión fraterna.     

           Que así sea. 

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Martes Santo

Martes santo

Is 49, 1-6; Jn 13, 21-33.36-38

Queridos hermanos:

Seguimos en el ámbito de la glorificación del Señor. Cristo es glorificado juntamente con el Padre en el mismo momento en que el Señor consiente ser entregado por Judas, comenzando con ello la salvación humana, en la más grande de las manifestaciones de su amor: el Padre que nos entrega a su Hijo y el Hijo que se ofrece por nosotros. Dios se ha cubierto de gloria en todas sus obras, pero ninguna es comparable a la Redención, que destruye el pecado y la muerte en el sacrificio de su propio Hijo, en el que su justicia se identifica con su misericordia en favor nuestro.

Dios, impasible, se involucra en Cristo con nuestra carne, que le permite sufrir y morir por nosotros. En Cristo, no solo un hombre justo se ofrece, sino que Dios mismo queda unido al sufrimiento y a la muerte que nos sobreviene por el pecado, mereciendo infinitamente nuestra redención.

“¡Padre, glorifica tu Nombre! Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. Es el tiempo esplendoroso del amor: el Padre entrega a Cristo por amor, mientras los judíos por envidia, Judas por avaricia y el diablo por miedo, sin discernir que con su muerte Cristo destruiría definitivamente su imperio de muerte.

Como Pedro, también nosotros estamos incapacitados para dar nuestra vida por el Señor, hasta que seamos revestidos de su victoria sobre la muerte y quede destruido nuestro temor por el don de la fortaleza del Espíritu.     

           Que así sea. 

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Lunes santo

Lunes santo

Is 42, 1-7; Jn 12, 1-11

Queridos hermanos:

Las lecturas nos sitúan a seis días de la Pascua, como lo hace este primer día de la Semana Santa. Se acerca la glorificación del Señor, prefigurada a través de una mujer amada y perdonada, que muestra al Señor su amor y su sumisión, ofreciéndole su tesoro más preciado. Juan sitúa esta escena en la casa de Lázaro, dándole un clima de despedida, quizá motivado por actitudes o palabras del Señor. Los sinópticos Mateo y Marcos sitúan la escena en la casa de Simón el leproso, y Lucas, con algunas variaciones, en la casa de Simón el fariseo. Se aproxima el tiempo en el que el Hijo del hombre será glorificado por su entrega en la cruz, glorificación a la que el Padre responderá con la gloria de su resurrección.

La cerrazón de los sumos sacerdotes para creer en el testimonio de esta obra que ha realizado el Señor con la resurrección de Lázaro, los lleva a pretender tapar el sol con un dedo, privándose de su luz. También Judas aparece situado del lado de los incrédulos, criticándolo todo, cegado por el brillo del dinero. Jesús, en cambio, integra el acontecimiento en la onda de su entrega, que deberá pasar un instante por la sepultura, dejando a las mujeres privadas del gesto misericordioso de ungir su cuerpo en la madrugada del domingo.

Frente al misterio de la muerte y del más allá, el hecho de que alguien haya vuelto de la tumba suscita inevitablemente la curiosidad de los judíos, quienes acuden a Betania en busca de respuestas, las cuales sólo “Moisés y los Profetas” pueden dar de manera cabal, escuchándolos con fe: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los oigan”. También nosotros estamos invitados a esta escucha que nos habla de Cristo y nos revela los misterios del cielo y el amor del Padre.

           Que así sea.

 

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Domingo de Ramos en la Pasión del Señor C

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor C

Is 50, 4-7; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14-23, 56

Queridos hermanos:

Con este Domingo de Ramos comenzamos la Semana Santa, que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las palmas, única en la liturgia de la Iglesia, tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y, después de escuchar la proclamación del Evangelio, caminaban hasta la ciudad. Los niños participaban llevando en sus manos ramas de olivo y palmas. La descripción más antigua de esta fiesta en la Iglesia de Roma data del siglo X.

Comenzamos la celebración con la procesión de las palmas, que hace presente la peregrinación del Señor, quien se dirige a Jerusalén acompañado por una multitud de sus discípulos, para celebrar la fiesta de la Pascua. Esta actualiza la liberación de la esclavitud de Egipto mediante el sacrificio del “cordero pascual”. Mientras sus discípulos lo aclaman como Rey-Mesías, la multitud que había llegado a Jerusalén para la fiesta pregunta, sorprendida, quién es ese Jesús, como nos relata el Evangelio de san Mateo. Será esta multitud, que no conoce a Cristo, la que, incitada por los sumos sacerdotes, aclamará su crucifixión cuando Jesús sea entregado a Pilato, porque “del árbol caído todos hacen leña”. Los discípulos responden a la multitud: “Es el profeta Jesús de Nazaret”. Sin embargo, ni siquiera sus propios discípulos comprenden que Él es el “verdadero cordero sin mancha”, que va a ser sacrificado para quitar el pecado del mundo; que Él es la “verdadera Pascua”, quien va a liberarlos de la esclavitud del diablo.

Tal como hizo en Egipto, el Señor viene ahora en su propio Hijo a salvar a su pueblo de la muerte con su propia sangre, entrando en su pasión. En esta, la Iglesia contempla el amor de Dios, quien, tomando sobre sí el sufrimiento de nuestros pecados, deshace la mentira del diablo que nos lleva a dudar del amor de Dios. El Señor se entrega por nosotros, enfrentando el combate con la muerte para vencerla definitivamente, como nos presenta la primera lectura del Siervo, a quien aclamamos como Señor en la segunda lectura.

Cristo es entregado: Dios lo entrega por compasión al linaje humano; Judas, por avaricia; los judíos, por envidia; y el diablo, por temor a que con su palabra arrancase de su poder al género humano. No advirtió que, por su muerte, se lo arrancaría mejor de lo que ya lo había hecho con su doctrina y sus milagros (Orígenes en Mt. 35).

 Cristo mismo se entrega por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total con la voluntad del Padre. La gente que lo acompaña en su entrada gloriosa se separa de él en el bullicio de la fiesta, y quedará solo cuando aparezca la cruz, a excepción del discípulo y de la madre, a quienes el amor hace permanecer unidos a Cristo llevando su oprobio.

En este día, Cristo, subiendo a Jerusalén, sabe que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin y que comienza el tiempo del testimonio y de dar fruto mediante el sacrificio. Ha llegado “Su hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz, asumiendo la condición de siervo lleno de confianza en su Padre y de amor por nosotros; la hora de amarnos hasta el extremo. Nosotros, llenos de palabras y faltos de amor, necesitamos acudir a esta mesa para saciarnos de Cristo y llevarlo a los hermanos, no sea que el Señor tenga que maldecirnos como a la higuera en la que no encontró más que hojas, palabras, pero no fruto.

Toda alma santa en este día es como el asno del Señor, como dice un escritor anónimo del siglo IX. Acoger a Cristo con palmas y ramos debe responder a nuestra adhesión a sus preceptos, a su voluntad y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea solo contra un pecador, comienza las celebraciones de la Pascua lejos del Señor, para su desventura. Por eso, es necesario buscar y eliminar toda corrupción que haya en nosotros antes de celebrarla. En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación, y para la Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, como lo sería también para nosotros el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del Señor. La palma, que significa la victoria, llevémosla gozosos con toda verdad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 5º de Cuaresma

Sábado 5º de Cuaresma

Ez 37, 21-28; Jn 11, 45-56

Queridos hermanos:

Una vez más, los judíos intentan matar a Jesús, pero en vano, porque aún no había llegado su hora. Jesús deberá confirmar su testimonio por tercera vez y ante el Sumo Sacerdote antes de ser consumado. Ignorando su mensaje de paz, los judíos juzgan su ministerio como un intento de alzarse con el poder, acarreando las represalias de Roma y provocando la ruina de la nación. Es exactamente eso lo que sucederá en el año 135, con la rebelión de Simón Bar Kojba, reconocido como Mesías por Akiva ben Josef, y que supuso para Israel la mayor de sus catástrofes.

Se cumple en ellos la sentencia manifestada a Isaías: “Mirarán, pero no verán; oirán, pero no escucharán; no se convertirán y no serán curados”. Se ha embotado el corazón de este pueblo, han cegado sus ojos y han tapado sus oídos.

Olvidando que la misión de su nación era la de ser testigo de las obras de Dios ante los poderes del mundo, prefirieron salvar su miserable existencia de pueblo sometido para no perder su bienestar y sus corrompidas canonjías, si acogían al verdadero Mesías que fustigaba su prevaricación.

También nosotros seremos tentados en nuestras seguridades y en nuestras reivindicaciones frente al Cordero manso, que no abre su boca ante el esquilador, dejándose degollar para lavar con su sangre nuestras inmundicias. ¡Padre, perdónalos a ellos porque no saben lo que hacen, y a nosotros, que sabemos lo que no debemos hacer!         

           Que así sea.

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Viernes 5º de Cuaresma

Viernes 5º de Cuaresma

Jr 20, 10-13; Jn 10, 31-42

Queridos hermanos:

Creer en Cristo es aceptar el testimonio que da de Él la Escritura, acoger su predicación y, sobre todo, el testimonio de sus obras, en las que el Padre y el Espíritu testifican la veracidad de sus palabras y su presencia en Él.

El testimonio definitivo será la resurrección de Cristo de la muerte, con la promesa de la resurrección de cuantos crean en Él, gracias al Espíritu que el Padre les enviará desde el cielo. Los milagros que Jesús llama signos o señales muestran su unión con Dios y su misión salvadora del pecado y la muerte, para la que ha sido consagrado y enviado por su Padre.

Tanto su palabra como sus obras testificarán en el juicio acerca de nuestra acogida o rechazo del Hijo, y también del Padre que lo ha enviado. Asimismo, sus discípulos, enviados en su nombre, serán objeto de la acogida o el rechazo, porque en ellos se hace presente quien los envía: Cristo, y también el Padre. Así ha ocurrido con Juan Bautista, Jeremías y todos los profetas.

Una vez más, los judíos, tardos para creer, son rápidos para juzgar con criterios carnales, en los que no interviene el discernimiento de las obras que, trascendiendo la carne, deberían apoyarlos en el Señor.

Esta palabra nos invita a creer, apoyándonos en los signos que Dios mismo nos presenta, porque ha tenido a bien llamarnos al conocimiento de su Hijo, para que tengamos en Él vida eterna.  

           Que así sea.              

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Jueves 5º de Cuaresma

Jueves 5º de Cuaresma

Ge 17, 3-9; Jn 8, 51-59

Queridos hermanos:

Recordemos que Jesús había dicho: “Mis palabras son espíritu y son vida”. Para discernir sus palabras, por tanto, es necesario su mismo espíritu, sin cerrarse en la materialidad de estas. Quienes guarden su palabra, que es vida y vida eterna, no gustarán la muerte perdurable, de la que serán librados.

El Señor no busca la aceptación de los hombres ni su propia gloria, sino salvarlos de la muerte perdonando el pecado, y para ello debe ser reconocido y aceptado por ellos a través de sus palabras, y, sobre todo, de las obras con las que el Padre y el Espíritu testifican en su favor para salvarlos. Cristo testifica al Padre y al Espíritu, y pone como testigo a la Escritura, de la que también recibe gloria, porque Él es su cumplimiento y su objeto, que han ido anunciando y revelando. Abrahán nació antes que Él, pero es Él quien le dio la existencia participándole su “ser”.

Ante su incredulidad, Jesús desaparece dejándolos con las piedras en sus manos, negándose a juzgarlos mientras dure el “tiempo de higos”, del “año de gracia”, como hará ante la adúltera, retardando el tiempo de la justicia y dilatando el de la misericordia, con la paciencia y la esperanza de salvarlos.

Ya decía san Gregorio (Ev. hom. 18): “Como los buenos, al recibir ultrajes, mejoran, los malos empeoran al recibir beneficios, y de los ultrajes intentan pasar al homicidio”. Como dice la Escritura: “No reprendas al cínico, que te odiará” (Pr 9, 8).

           Que así sea.

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Miércoles 5º de Cuaresma

Miércoles 5º de Cuaresma

Dn 3, 14-20.91-92.95; Jn 8, 31-42

Queridos hermanos: 

El mundo es libre para negarse al bien y hacer el mal, pero su esclavitud al diablo, consecuencia del pecado, le impide negarse a sí mismo por amor. Esta libertad para poder amar debe recibirla de Cristo, por la fe, que le otorga el Espíritu Santo y el amor de Dios: “Si guardáis mi palabra, conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres”.

        Hay una libertad, o mejor llamémosla albedrío, para actuar a nivel carnal, pero la libertad del espíritu, que trasciende el mundo natural y se adentra en lo sobrenatural del amor de Dios, requiere del “conocimiento” de la Verdad que se nos ha manifestado en Cristo, como entrega misericordiosa de Dios, para deshacer la mentira primordial del diablo.

Quien engendra en nosotros el pecado no es Dios, sino el diablo, padre del pecado y la muerte. Un hijo muestra la naturaleza del padre, como el árbol, a través de sus frutos. Hemos escuchado que Cristo, en el Evangelio, llama a los judíos que habían creído en Él “hijos del diablo”. Pero, como decimos que la fe en Cristo hace hijos de Dios, podemos deducir que, entre el primer acto de creer y la fidelidad que obra por la caridad, media todo un camino que recorrer; toda una transformación, un proceso que debe realizarse para pasar de ser hijos del diablo a ser hijos de Dios, de manera que sea Él quien engendre en nosotros las obras de la fe.

Esa transformación será, por tanto, visible a través de nuestras obras, que deben pasar de ser obras de muerte, de pecado, a obras de vida, de amor, como las de Cristo: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos”. Ser hijos del diablo consistirá en que el pecado viva en ellos y, como aquellos judíos: “Queréis matarme a mí, que os he dicho la verdad”. En efecto, la obra del diablo es el pecado que mata a Dios en nosotros, y la obra de Dios es el amor que nos salva.

Entre el creer y el amar hay todo un camino que recorrer, como entre la fe y la fidelidad, que San Juan señala claramente: “A todos los que recibieron (la Palabra) les dio poder de hacerse (llegar a ser) hijos de Dios, a los que creen en su Nombre” (cf. 1, 12); “Si os mantenéis en mi palabra (fidelidad), seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres” (8, 31-32). Si el que comete pecado es un esclavo, la liberación del pecado nos introduce en el ámbito del amor, propio de los hijos de Dios, que permanecen en la casa del Padre para siempre.       

           Que así sea.

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Martes 5º de Cuaresma

Martes 5º de Cuaresma

Nm 21, 4-9; Jn 8, 21-30

Queridos hermanos:

Una vez más, en este itinerario cuaresmal, somos invitados a la fe en la misericordia divina, que se ha hecho carne en Cristo. Jesús anuncia su igualdad con "Yo soy" y, a la vez, prepara su distinción con el Padre dentro del misterio de su unidad. La salvación de los judíos consiste en creer en esta revelación suya, antes de que esta Verdad se les imponga cuando sea levantado.

Nadie puede perdonar pecados más que Dios. De ahí que creer en Cristo, como el Señor, sea cuestión de vida o muerte para todos nosotros, al igual que lo fue para los judíos: “Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, si no creéis que Yo Soy.

Creer en Cristo es acoger la misericordia de Dios Padre, quien lo ha enviado a salvar al mundo, perdonando el pecado y destruyendo la muerte. Lo que sucedió en figura cuando Israel murmuraba contra Dios y fue mordido por las serpientes en el desierto se convierte ahora en realidad universal para quienes hemos sido mordidos por la muerte del pecado: Cristo es elevado en el mástil de la cruz como remedio contra la muerte, por la fe en Él.

 Mientras Cristo regresa al Padre, cumplida su misión, quien no lo haya acogido no puede seguirlo y permanece en la muerte del pecado: “Donde yo voy, vosotros no podéis venir”, porque sois de abajo; yo soy de arriba y vuelvo a donde pertenezco.

Los judíos van a levantar a Cristo en la cruz dándole muerte, y el Padre lo va a exaltar a la gloria resucitándolo, y con Él a cuantos lo han acogido por la fe, sentándolos con Él en los cielos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.” “Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.” 

Que así sea.

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Lunes 5º de Cuaresma

 

Lunes 5º de Cuaresma

Dn 13, 1-62; Jn 8,12-20 

Queridos hermanos:

         Cristo ha venido a dar la luz a los ciegos que, como nosotros, pueden decir con el salmo: “En la culpa nací; pecador me concibió mi madre”. Pero, para ser curados de nuestra ceguera, necesitamos aceptar el juicio de Dios sobre nuestros pecados. Necesitamos acoger el Evangelio del perdón y la misericordia, reconociéndonos pecadores; la Palabra debe iluminar nuestra ceguera, como dice Jesús a los fariseos: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero como decís: vemos, vuestro pecado permanece” (Jn 9, 41).

No basta solamente con tener delante el agua; hay que beberla, sumergirse en ella; hay que creer. Hay que dejarse iluminar por la luz que se ha acercado a nosotros. Dejarse iluminar es aceptar el testimonio de Cristo y el del Padre, que testifica a través de las obras que realiza Cristo en su nombre y que le acreditan como enviado de Dios. Si no me creéis a mí, creed por las obras.

 Cuando la luz es rechazada, el hombre es emplazado a juicio: “Y el juicio está en que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 19-21). A cuantos la reciben, en cambio, les da el poder de hacerse hijos de Dios y los constituye en luz. Con la “luz” sucede como con el “agua” de la fe, cuya virtud no es la de quitar la sed simplemente, sino la de hacer brotar la fuente en el corazón del que cree en Jesucristo. Así, la “luz” de la fe no solo tiene la virtud de iluminar al creyente en Cristo, sino la de hacerlo luz en el Señor.

En el corazón del cristiano, por el Espíritu, hay luz: luz del intelecto y llama ardiente de amor en el corazón, como cantamos en el “Veni Creator Spiritus”. Luz, también para iluminar a otros y para ver con la mirada de Dios el corazón del hombre, sin quedarnos en la apariencia de las cosas. Si la luz ha llegado a nosotros, escuchemos, pues, lo que nos dice el apóstol: “Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rm 13, 12).

           Que así sea.

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Domingo 5º de Cuaresma C

Domingo 5º de Cuaresma C

Is 43, 16-21; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11.

Queridos hermanos:

En medio de este desierto actual de la Cuaresma, que mira al Bautismo en la Pascua, la Palabra nos presenta el agua viva del Espíritu, que brota a borbotones en una tierra árida y seca donde reina la muerte, para transformarla en un vergel, llevándonos al conocimiento de Cristo, quien, en san Pablo, se hace comunión con sus padecimientos, como dice la segunda lectura.

Israel se encuentra en el destierro por haberse alejado de Dios. Tiene el fruto de sus pecados en las manos, como la adúltera, pero es invitado a mirar hacia adelante y confiar en el amor de Dios, que tuvo poder para conducir a su pueblo por el desierto en medio de grandes prodigios y ahora les abre un camino de retorno.

Cristo ha venido a proclamar el “año de gracia del Señor”, pero los judíos que se creen justificados y no necesitados de la misericordia, sino de justicia, piden a Cristo anticipar el juicio sobre aquella mujer por motivos espurios. Entonces Cristo viene a decirles: “Mi tiempo es tiempo de gracia para quien acoja al ‘enviado’ para actuar la misericordia divina y crea en Él, y tiempo de asumir en mi propio cuerpo la venganza que los enemigos merecen por sus pecados. Cuando termine este tiempo de gracia, tiempo de higos, tiempo de la dulzura del verano, de sentarse junto a la parra y la higuera, y llegue el tiempo de juicio, lo será para todos, pero sobre todo para quienes rechazáis mi oferta de misericordia. ¿Por qué debo juzgar sólo a esta mujer y no también al que adulteró con ella y, de un jalón, a todos vosotros? Si queréis anticipar la hora del juicio, estoy de acuerdo, pero lo será para todos y comenzaremos por los más viejos”.

Entonces, como dice el libro de Daniel: “se abrieron los libros”, y el dedo del Legislador que escribió la ley de santidad sobre las tablas de piedra comenzó a escribir sobre la arena las sentencias a los acusadores, convertidos ahora en los primeros acusados, y como nos ocurre a nosotros, aquellos judíos, más dispuestos a juzgar que a ser juzgados, inmediatamente perdieron todo interés en el asunto y comenzaron a escabullirse, dejando sola a la mujer con el Señor.

Como decía la primera lectura, Cristo, mediante el perdón, abre un camino de retorno a la adúltera, figura de todos nosotros sorprendidos “in fraganti”, para que, abandonando sus pecados, pueda lanzarse hacia la meta en el amor de Cristo, quien rompe la muerte y cambia la condena en gracia. Él se ha hecho, como dice san Pablo, “nuestra justicia” por el perdón de los pecados. En Él podemos ser justificados. Recordemos sus palabras: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados”.

La Ley, ante la imposibilidad de cambiar el corazón del pecador, lo aniquilaba, pero Cristo, con la gracia de la fe, obtiene el perdón, anula el pecado, salva de la muerte y, con el don del Espíritu Santo, regenera al pecador dándole un corazón nuevo, en el que el fuego del amor graba su ley en sus tablas de carne.

La Cuaresma es tiempo de misericordia y camino de esperanza en la promesa que ya se divisa; tiempo de preparar la blancura de la túnica nupcial y de vigilar, no sea que se cierre la puerta ante nosotros.     

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 4º de Cuaresma

Sábado 4º de Cuaresma

Jr 11, 18-20; Jn 7, 40-53

Queridos hermanos:

El Señor ha sido enviado para alcanzarnos el agua viva del Espíritu. Solo en quienes han comenzado a creer, empiezan a revelarse, de fe en fe, los misterios del reino de Dios en Cristo: el Profeta esperado, el Mesías prometido, el Siervo del Señor y el Hijo de Dios. Envuelto en el misterio de las Escrituras, únicamente el Espíritu Santo puede desvelar y unificar, testificando a nuestro espíritu aquello que solo el amor puede discernir: ¡Es el Señor!

Es natural que surjan dudas, como las tuvo Natanael, “el verdadero israelita en quien no hay engaño”. Sin embargo, solo la buena fe apoyada en su benignidad busca e indaga, esperando la confirmación interior del testimonio, de las palabras y los acontecimientos. En cambio, la mala fe, que se revela ante la llamada a conversión del “Profeta”, lo rechaza sin discernimiento e incluso lo insidia para perderlo. Sin embargo, Dios no permitirá esto hasta que haya concluido su ministerio y haya finalizado el tiempo favorable para la conversión de los incrédulos.

Mientras la gracia de la escucha ilumina a los guardias del Evangelio, dándoles parresía, se endurece el corazón de quienes cierran su oído a la Palabra, incapacitándolos para creer y ser curados. Ni la letra de la ley ni su conocimiento salvan sin el testimonio del Espíritu, que escribe sus preceptos en las tablas espirituales del corazón humano por la fe. La gracia no hace acepción entre guardias y magistrados, entre eruditos y gente sencilla; no depende de lo externo de la condición humana, sino del tesoro escondido del corazón que solo Dios conoce. También el dubitativo Nicodemo, en quien la gracia está actuando, recibe la fortaleza necesaria para testificar.

El discernimiento no procede de la erudición de la letra, sino de la sintonía del corazón con la Palabra, cuyo espíritu es el amor. Y el amor no defrauda nunca, porque el amor es de Dios. 

           Que así sea.

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Viernes 4º de Cuaresma

Viernes 4º de Cuaresma

Sb 2, 1ª.12-22; Jn 7, 1-2.10.25-30

Queridos hermanos:

En la proximidad de la Pascua, la Palabra nos presenta hoy el rechazo de Cristo, el Justo de la primera lectura. Desde el justo Abel, pasando por los profetas y los justos, el bien ha sido siempre perseguido, como lo han sido Cristo mismo y cuantos permanecen fieles a la voluntad de Dios. El “misterio de la iniquidad” tiene un tiempo para actuar, que contribuye al bien de quienes aman a Dios, como dice san Pablo, y que les está velado discernir a sus contemporáneos de forma misteriosa, cuya cerrazón se comprende a la luz del profeta Isaías: «Ve y di a este pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis; ved bien, pero no comprendáis. Engorda el corazón de este pueblo, hazle duro de oídos y pégale los ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se le cure» (Is 6, 9-10). El pueblo que se ha negado a convertirse a la Palabra del Señor deberá esperar a que Dios “sea propicio”. Esto ocurrirá ante la proximidad del Mesías cuando les envíe a Juan Bautista, quien les anunciará un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Él destapará sus ojos y sus oídos y ablandará su corazón para que puedan acoger a Cristo y, con Él, la salvación. “Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar su bautismo, frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7, 30).

La Iglesia misma, y cuantas obras suscita el Espíritu a través de la historia, pasan inevitablemente por la incomprensión, el rechazo y la persecución, que las purifica y consolida, como ocurrió frente a los enemigos a los que tuvo que enfrentarse el pueblo en la conquista de la Tierra Prometida. Estos les mantuvieron preparados y diestros para el combate. “Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros” (Jn 15, 20).

Se cumplen así las profecías que anunciaban el “día del Señor” como tinieblas y oscuridad, nubarrones y densa niebla (Ez 30, 3; Jl 2, 2), y lo terrible de su visita: ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar (Ml 3, 2-3).

        La conversión, como gracia de la misericordia de Dios, debe acogerse cuando el Señor se hace presente a través de su enviado, no sea que, cuando venga, no tengamos ojos para ver ni oídos para oír, y nuestro corazón esté endurecido para convertirse, y no seamos curados. Como dirá San Pablo: “En el nombre de Cristo os suplicamos: ¡Reconciliaos con Dios! Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de salvación”.  

 Que así sea.

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Jueves 4º de Cuaresma

Jueves 4º de Cuaresma

Ex 32, 7-14; Jn 5,31-47

Queridos hermanos:

Hoy, una vez más, la palabra nos habla de la fe. Estamos en el tiempo de la preparación del bautismo y de las profesiones de fe.

La obra de Cristo es suscitar en nosotros la fe (“Venid a mí”), y a ella tienden su predicación, sus obras y el ejemplo de su vida, que se ofrece a Dios como sacrificio de alabanza. 

Las Escrituras (Moisés y los Profetas) han testificado proféticamente a Cristo; después, el Bautista lo ha señalado. El Padre, con las obras (milagros) y, por último, el Espíritu, han dado también testimonio de Cristo, para que cada cual en su generación, acogiendo la palabra de Dios, creyera, esperara y transmitiera la feliz esperanza de la salvación. Todos estos testigos dan testimonio en favor de los creyentes y testificarán también contra los incrédulos, porque rechazar su testimonio implica un rechazo a Dios, que los iba suscitando para darnos vida. "Rechazáis el testimonio del Padre sobre mí. Si otro viene en su propio nombre, lo recibiréis". Esta profecía se cumpliría tristemente, al pie de la letra, cien años más tarde con Simón Bar Kojba, a quien aceptaron como Mesías, y cientos de miles de judíos murieron a manos de los romanos.

A través del Espíritu, que derrama el amor de Dios en sus corazones, los creyentes pueden tener vida y ser salvos. Los incrédulos, en cambio, ponen su corazón y su esperanza en el mundo que aman y en el que buscan su gloria, ansiando la complacencia de los hombres y no la gloria que procede de Dios, por la efusión de su Espíritu. No está en ellos el amor de Dios, porque no han recibido su Gloria, resistiéndose a creer. Aman el mundo, y la Palabra no prende en ellos porque les faltan las raíces de la fe, que deberían haberse desarrollado con Moisés y los Profetas, para fructificar en los últimos tiempos con la llegada de Cristo.

Nosotros, que vivimos en el tiempo de los frutos, en el que la mies blanquea ya para la siega, debemos acoger el testimonio de los segadores del Evangelio, que desde oriente y occidente, desde el norte y el sur, nos anuncian el cumplimiento de las promesas y la realización de las profecías. El profeta ha llegado, el Reino está en medio de nosotros, y la fuente de aguas vivas mana a raudales para saciar la sed sempiterna: “¡Oh, sedientos todos, acudid por agua! Y los que no tenéis dinero, venid a beber sin plata y sin pagar. El que tenga sed, que venga; y beba el que crea en mí. El que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás.”     

           Así sea.

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Miércoles 4º de Cuaresma

Miércoles 4º de Cuaresma

Is 49, 8-15; Jn 5, 17-30

Queridos hermanos:

Dice el Señor: “Mi Padre trabaja siempre”. Sabemos que la actividad esencial de Dios, “el acto puro”, es puro amor. Por amor crea todas las cosas y, con amor infinito, las gobierna: amor para crear, amor para renovar la faz de la tierra, amor para redimir y amor para recrear constantemente todo en su misericordia. Esta constante actividad de Dios, en el gobierno como juez, que Israel juzgaba compatible con su descanso como creador, Cristo se la atribuye a sí mismo al decir: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo; como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio se lo ha entregado al Hijo”. Juzgar es también gobernar.

El descanso sabático busca centrar al hombre en la actividad divina del amor, que es la vida verdadera y perdurable, desatándolo del deseo de ganancia, de la idolatría al dinero y de la propia independencia y seguridad, para centrarlo en la providencia y la gratuidad del amor de Dios y en la escucha de su palabra. En definitiva, el espíritu del sábado, como el de todos los mandamientos, es el amor, y no el cumplimiento ciego de una norma de inactividad a costa de lo que sea. Los escribas y fariseos del Evangelio están incapacitados para discernir entre la norma y el espíritu que la inspira, porque su corazón no está en sintonía con el amor, que es Dios, al que desconocen profundamente; su discernimiento es tan inmaduro como su amor (cf. Flp 1,9-10+). Su relación con Dios a través de la ley no es el amor, sino la búsqueda de su autojustificación para poder prescindir de la misericordia. No comprenden, por tanto, aquello de: “Misericordia quiero, conocimiento de Dios. Yo quiero amor y no obras vacías”.

Jesús centra su actividad actual como juez con relación a la aceptación o rechazo del Hijo, en quien el Padre ha depositado la gracia: “El que cree en él no es juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida”. Él es la Palabra del Padre que hace presente su amor constante y lo convierte en juicio para quien la escucha, sea que la acepte o que la rechace. En efecto, rechazarla es rechazar el amor de Dios que anuncia: “A quien rechace mis palabras, yo no lo juzgo; la Palabra lo juzgará el último día”, dice el Señor.

           Que así sea.

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Martes 4º de Cuaresma

Martes 4º de Cuaresma

Ez 47, 1-9.12; Jn 5, 1 –3. 5 – 16

Queridos hermanos:

La palabra de hoy, en este itinerario cuaresmal, nos presenta el agua, figura del bautismo que purifica y salva perdonando los pecados, y el día del sábado como tiempo propicio para la acción ininterrumpida de la misericordia divina.

El hombre enfermo de la piscina hace presente a la generación incrédula y pecadora del desierto, y, como ella, ha pasado treinta y ocho años esperando ser purificado. El mismo tiempo tuvo que esperar Israel en el desierto, desde Cades Barnea hasta completar su purificación, pasando por las aguas del torrente Zéred (cf. Dt 2, 14), una vez extinguida la generación incrédula al Señor. San Agustín dice que, si 40 es signo de curación, de plenitud, el 38, siendo incompleto, lo es de la enfermedad en vías de curación. En definitiva, indica la necesidad de purificación y, por tanto, de la salvación que trae Cristo.

La misericordia y el poder del Señor han hecho reconocer al paralítico la autoridad de Cristo para mandarle arrastrar la camilla en sábado. Esa misma autoridad le debe servir para creer y dejar de pecar en obediencia a su potente Salvador, que le ha liberado gratuitamente de un gran mal, por puro amor, previniéndole de un mal peor que treinta y ocho años de parálisis, como consecuencia del pecado. Esto lo experimentó la generación incrédula en el desierto, viéndose privada de entrar en la Tierra Prometida. No será ya el agua, sino la fe en Cristo, la que, con la curación, le alcanzará la salvación.

Jesús, curando en sábado, está en sintonía con el espíritu del sábado, que Dios ha hecho para la salud del hombre y no para su propia complacencia. Está en el espíritu del sábado el alegrarse por la salvación de Dios. La transgresión del sábado, en cambio, está en buscar provecho en la acción del hombre sin confiar en Dios. La falta de profundidad en el juicio sobre el sábado esconde, en el fondo, un juicio a Dios, quien con el precepto buscaría sólo la sumisión del hombre y no su bien al acercar su corazón a Él. En cambio, la libertad frente al precepto está motivada por el “conocimiento” de Dios, que es amor siempre y sin segundas intenciones: “Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”. Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín parafraseando a Tácito. En sábado, la actividad del amor, como la del gobierno del universo, no se interrumpe ni en el Padre ni en el Hijo: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo”.

El legalismo encierra siempre una falsa concepción de Dios, que puede llegar a ser idolatría y hasta mala fe.

Que la Eucaristía nos introduzca y nos haga madurar constantemente en el amor del Señor, y nos permita así profundizar en el discernimiento.            

Así sea.

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Lunes 4º de Cuaresma

Lunes 4º de Cuaresma

Is 65, 17-21; Jn 4, 43-54

Queridos hermanos:

Una palabra sobre la fe de un cortesano, a quien, en principio, interesa sobre todo una curación, y que recurre a la fama de Cristo con la esperanza de una fe muy humana, puramente terrena. El Señor pone a prueba esa fe, dándole una palabra en la que apoyarse antes de ver el fruto. En cierto sentido, recuerda a la de Tomás, quien necesita ver y tocar, no tanto para creer en Cristo, puesto que era uno de los que había perseverado con Él en sus pruebas, sino para aceptar el hecho de no haber tenido la gracia de verle resucitado, como los demás. Por eso Cristo mismo se le mostrará y, más que reprender su incredulidad, elogiará la fe de la mayoría, que deberá basarse en el testimonio de los discípulos, prescindiendo de la gracia particular de verle, como es nuestro caso: “Dichosos los que sin ver creerán”.

El Señor no se resiste a tener compasión de quien le suplica; no tiene ningún problema en curar al hijo del funcionario, pero sí le importa mucho suscitar en él la salvación que proviene de la fe y no de los sentidos. Por eso, cuando aparece la fe, no retarda la curación. Generalmente, es Dios mismo quien, a través de cualquier precariedad, atraerá al hombre a Cristo, como en este caso, a través de la enfermedad del hijo, para llamarle a la fe. Condiciona la curación a la fe en una palabra suya, fe que será confirmada y se propagará después de la curación a toda su casa. Este fue el fruto que Cristo buscaba al curar al hijo de aquel hombre, y mientras él creyó por la palabra, su familia creyó por su testimonio, confirmando el prodigio.

También nosotros somos llamados a creer por el testimonio de la Iglesia, sacramento de Cristo, a través de sus enviados, y sobre todo a través de la Palabra que ellos nos han transmitido. Como aquel hombre, hemos recibido una palabra que lleva consigo una promesa de vida, como decía la primera lectura, y, como él, nos hemos puesto en camino hacia su cumplimiento. De nosotros depende alcanzarlo guardando la palabra como si de una semilla se tratase, porque, como dice la Escritura: “El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma”.

La Eucaristía es también una semilla sembrada que somos invitados a acoger, con una promesa de vida eterna que fructifica en quienes la reciben con fe.    

           Que así sea.

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Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

Domingo 4º de Cuaresma C (Laetare)

Jos 5, 9a.10-12; 2Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32

Queridos hermanos:

El hombre subyugado por el mal cae en la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos. Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, solo quiere su bien y los llama a la unión filial con Él. Acude en su ayuda y espera pacientemente a que se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama que la del bien del ser amado. Pero no hay bien mayor que amar a Dios, y es por eso por lo que Él quiere ser correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos”. No obstante, el amor no puede imponerse y espera activa y ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de explicarla a los letrados y fariseos que se escandalizan por su actitud misericordiosa.

Dios actúa en Egipto con poder en favor de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su corazón a Él, para librarlo no solo de la esclavitud al faraón, sino del oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto, pero murieron en el desierto porque sus corazones no dejaron los ídolos para volverse a Dios. Solo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la libertad y disfrutó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo había llegado. Josué, circuncidando a este pueblo joven, de cuarenta años para abajo, los une a la alianza con Dios, quitando así de su carne el oprobio de Egipto. Este es el sentido de la Pascua para Israel, y que descubre el hijo pródigo: Dios que acude a librarlos del oprobio de los ídolos; de su vieja condición de esclavitud. Cristo ha realizado en su propia carne nuestra liberación espiritual del faraón, pero a nosotros nos toca acogerla en el tiempo favorable para que entremos en el descanso de su Pascua.

El Evangelio nos muestra qué es lo que puede movernos interiormente a ponernos en camino hacia la casa del Padre: hacer presente el amor con el que el Padre nos amó siempre, y cuyo primer testimonio es nuestra misma existencia. El hijo menor vino a darse cuenta de lo que había perdido, de lo que siempre había tenido, cuando se alejó de la casa paterna y conoció el oprobio de los ídolos. No existe un terreno de nadie, de “no alineados”: alejarse del Amor lleva consigo introducirse en el dominio de los demonios, simbolizados en el Evangelio por los cerdos. El hijo menor no necesita que se le anuncie el amor del Padre porque lo ha descubierto “entrando en sí mismo”, como experiencia, en su corazón, aunque haya quedado obnubilado por la concupiscencia, como apariencia de felicidad que engañosamente ofrecen los ídolos y el pecado. Solo necesita la gracia que le haga “entrar en sí mismo” para comparar la vida en la casa de su Padre con aquella que ha conocido con su alejamiento del amor: algarrobas, pestilencias y excrementos.

En el origen de toda existencia está siempre el amor gratuito de Dios que, amándonos, nos da el ser. Sin embargo, este ha quedado oscurecido por el pecado y viene a la luz mediante el anuncio del Kerigma o por los acontecimientos de los que se vale la gracia para iluminar las tinieblas del corazón humano, como en el caso del hijo “pródigo”. También en su conversión, la iniciativa es de Dios que le asiste con su gracia para ponerlo en camino a la Pascua. 

En el hijo mayor, en cambio, este amor permanece oculto bajo la autocomplacencia del cumplimiento, y al no discernir el amor continuo y gratuito del Padre, no ve gestarse en su corazón ni la gratitud, ni el amor por el hermano, ni la compasión por su extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del mercenario. Para el hermano mayor, la felicidad no está en el amor porque no lo ha sabido reconocer en su padre. De hecho, una vez se ha conocido el amor, la felicidad está en amar, y no en ser amado. Que lo digan, si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama y tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor como el llamado “joven rico”. Así les ocurre a los escribas y fariseos del Evangelio a quienes Cristo instará a que aprendan aquello de: “¡Misericordia quiero!”

San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a reconocer el amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, reconciliándonos con Dios, para que este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre que acoge también a los pecadores.      

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 3º de Cuaresma

Sábado 3º de Cuaresma

Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14

Queridos hermanos:

Acudir a la misericordia de Dios con nuestra propia misericordia y humildad son las condiciones necesarias para ser escuchados, habiendo sido nosotros alcanzados por la gratuidad de su amor. “Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos.”

Al publicano y a cualquier pecador les basta la humildad de reconocerse pecadores y pedir misericordia para ser justificados por el Señor. “El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.”

Que un publicano vaya al templo y rece a Dios es consecuencia de una gracia, no solo de su humildad o de su fe en la misericordia divina que justifica al malvado: “Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia”, al acoger la gracia de su llamada.

La sede de la justicia verdadera está en “un corazón contrito y humillado”, y Dios la conoce porque el Señor escruta los corazones. Es Él quien justifica al hombre concebido en la culpa, al pecador que lo invoca con el corazón abatido.

El fariseo se cree justo, pero el justo no desprecia a nadie porque sabe que su justificación le viene de Dios y la humildad lo acompaña. La justificación, siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios y esperanza en el cumplimiento de su promesa. Este siente la necesidad de la unión con Dios y lo busca a través de la oración.

El fariseo de la parábola da gracias a Dios, pero, olvidando su condición pecadora y el origen gratuito de sus obras, se glorifica a sí mismo, robando su gloria a Dios y despreciando además al pecador. “Será humillado.”

Dejar de reconocer los propios pecados lleva consigo el alejamiento del amor y de la gratitud, precipitándose así en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra sí mismo.

Para san Pablo, la justificación es fruto de la fe que procede de Dios y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe hasta alcanzar la fidelidad que obra por la caridad. Hay que permanecer en el don y perseverar en la gracia hasta alcanzar la fecundidad de la caridad: “Permaneced en mi amor”; y “el que persevere hasta el fin se salvará.”

Unámonos a Cristo en la Eucaristía y compartamos con los hermanos lo que recibimos en ella.    

           Que así sea.

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Viernes 3º de Cuaresma

Viernes 3º de Cuaresma

Os 14, 2-10; Mc 12, 28-34

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos sitúa ante el amor misericordioso de Dios, que se hace camino de vida eterna y nos conduce, mediante la conversión, al Reino de Dios. El Reino de Dios es el amor que Cristo ha venido a infundir en el corazón del hombre, por el Espíritu, mediante la fe en Él.

Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, y el amor engendra amor; pero el pecado lo rechazó, sacando a Dios de nuestro corazón y dejándonos un vacío insaciable que deseamos llenar con el amor por las criaturas, encerrándonos e incapacitándonos para amar a alguien por encima de nosotros mismos. Pero el buscar ser amados no sacia. Sólo sacia el sabernos amados por Dios, que no ha dejado de amarnos moviéndonos al amor.

El Levítico, partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor. Así Cristo, como hemos escuchado en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí la vida feliz y el camino indicado por la Ley, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino: “No estás lejos del Reino de Dios”. El escriba, que llama a Cristo Maestro, de corazón, está cerca de la fe; sólo necesita llegar a la confesión de Cristo como Señor por gracia del Espíritu Santo. Sólo en el amor cristiano, la vida feliz trasciende la muerte y salta a la vida eterna. Del amar como a sí mismo, se pasa al amar como Cristo. Cristo ha venido a darnos el conocimiento y la posesión de su amor, para poder amar como Él nos ama.

En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, con un amor nuevo dado al hombre, en virtud de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre. El amor con el que Cristo se ha entregado a nosotros: “Como yo os he amado”. Este será, pues, el mandamiento del Reino; el mandamiento nuevo, el mandamiento de Cristo, al que el escriba del Evangelio es invitado a adentrarse mediante la fe en Él: “Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Amar es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. En efecto, dice san Juan que: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero”.

Una vez más, el amor cristiano no consiste en que nosotros hayamos amado a Cristo, sino en que Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano no es otro ni diferente del amor con el que el Padre amó a Cristo desde siempre y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano es, por tanto, signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta misión hemos sido llamados en Cristo, porque, como dice la profecía de Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios”.

Nosotros pensamos estar en el Reino, pero es el amor el que debe testificarlo con las obras de nuestra fe: amor a Dios cumpliendo sus mandamientos y amor al hermano; tener el Espíritu Santo. Por este amor nos negamos a nosotros mismos para entregarnos, en la integridad de nuestro ser, a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas, y al prójimo con el amor de Cristo.  

             Que así sea.

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Jueves 3º de Cuaresma

Jueves 3ª Cuaresma

Jer 7, 23-28; Lc 11, 14-23

Queridos hermanos:

Ante Cristo, toda la realidad se divide en dos: o con Cristo o contra Él. Frente a la realidad del mundo sometido a la muerte por el pecado, la vida de Dios se ofrece gratuitamente al hombre por medio de Cristo, quien nos rescata por su cruz. Solo Cristo puede redimir a la humanidad de su separación de Dios, por lo que ignorar a Cristo equivale a permanecer en la muerte del pecado y en la esclavitud al diablo.

Existimos porque hemos sido amados por Dios; Su amor nos ha pensado, amado y creado, y es la causa, el motivo y la finalidad de nuestra existencia, de nuestro ser. Sin embargo, el amor requiere libertad. Cristo ha sido enviado por el Padre a una humanidad sometida a la muerte por el pecado, fruto de su libertad, para salvarla, conduciéndola de nuevo a la comunión con Él por medio del Evangelio.

Quien se queja de la radicalidad del Evangelio es siempre el “tibio”, del que dice el Señor que será vomitado de su boca. 

Esta palabra nos habla de la incredulidad de los judíos y del Espíritu de Cristo, que no ha venido a juzgar, sino a perdonar y salvar. En este evangelio, los judíos acusan al Señor de estar endemoniado por su autoridad contra los demonios, haciendo estéril la gracia y la salvación de Dios en ellos. Su ceguera les impide reconocer al Espíritu, a quien llamamos: “Dedo de la diestra del Padre”, ya que, por Él, Dios hace sus obras, de forma semejante a como también el hombre se vale de sus manos para realizar las suyas. Así, la dureza de su corazón les hace rechazar a Dios, atribuyendo sus obras al diablo. Este es el verdadero pecado contra el Espíritu.

Si lo propio del demonio es la maldad y no la curación, ¿cómo va a dedicarse a hacer el bien y a curar, librando a los hombres de su poder? ¿También el poder de curar de mis discípulos y de vuestros hermanos e hijos es diabólico? Pues, si no lo es, ellos os juzgarán por vuestra incredulidad y falsedad.

Pidamos discernimiento; no sea que nuestros juicios se vuelvan contra nosotros y nos condenemos por no haber acogido la salvación gratuita que Dios nos ofrece.

Solo quien es más fuerte que el diablo puede expulsarlo y despojarlo de su botín. Su fuerza resalta nuestra debilidad, pero es insignificante frente a la fuerza de Dios, que actúa en Cristo. Curando y expulsando demonios, Cristo hace patente Su poder de vencer a Satanás.

Rechazar a Cristo es unirse a Satanás y hacerse cómplice de su obra destructora. Con relación a la fe no hay vía intermedia; los “no alineados”, como se decía en tiempos de la Guerra Fría, son también una falacia en la vida espiritual. La Escritura habla solo de dos caminos: la muerte y la vida. Elige la vida para que vivas.

Por eso respondemos “Amén” a la entrega de Cristo cuando celebramos la Eucaristía, comiendo Su carne para tener vida eterna.

           Que así sea.

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