Domingo 33º delTO C

Domingo 33º del TO C

Ml 3, 19-20; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19.

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, al acercarnos al final del año litúrgico y a la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige nuestra mirada hacia la próxima venida del Señor como juez, ante quien habrá que rendir cuentas, y hacia la preparación cósmica de ese acontecimiento decisivo para toda la creación. Es el tiempo de la separación definitiva del mal y de sus consecuencias; el tiempo de la restauración plena del plan de Dios en todo su esplendor.

Esta vida, este mundo y todo cuanto parece estable y permanente tienen un final establecido, que se acerca velozmente y que nos ha sido revelado junto a la promesa de una vida nueva y eterna en compañía del Señor. A Él nos hemos unido por la fe, y esa unión nos hace vivir en la esperanza dichosa de su regreso, porque lo amamos. Estos dones nos impulsan a testificarlos ante el mundo que gime bajo la esclavitud del mal, pues el Señor, que es amor, se ha entregado por todos en su Hijo. Nos llama, en primer lugar, a conocer su amor, para que, viviendo una vida ordenada y coherente con el don de su gracia, podamos rescatar a muchos en su nombre para la vida eterna.

El mundo y el diablo tratarán de impedir nuestra misión, como lo hicieron con el Señor, persiguiéndolo y llevándolo a la muerte. Pero el Señor, victorioso sobre el pecado y la muerte, nos entrega su victoria y la fuerza de su Espíritu de amor. Él nos sostiene en el combate al que somos sometidos, dándonos paciencia en el sufrimiento y confianza en su asistencia, asegurándonos que no perecerá ni uno solo de nuestros cabellos, y que con nuestra perseverancia alcanzaremos la salvación.

Poner el corazón en lo pasajero es una forma de idolatría, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, por el contrario, nos ayuda a trascender en el Señor, roca firme, y a recibir de Él fortaleza ante los acontecimientos, así como discernimiento frente a los falsos profetas que confunden a muchos.

Al tiempo del fin precederá un tiempo de impiedad y arrogancia; tiempo de violencia e injusticia; tiempo de falsedad y engaño, como el nuestro. Contra ello nos previene el Señor: “No os dejéis engañar”.

Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos existen en nuestros días, arrogándose la identidad cristiana. Dice el Señor: “No les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, rezando por ella sin escandalizaros de sus defectos o de sus excesos, de sus manchas y arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia.

Después, el mal, exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, se volverá contra nosotros y seremos perseguidos hasta la muerte. Ese será el momento favorable para el testimonio de la Verdad y el tiempo de la misericordia divina, que busca la salvación de los impíos. Que no os desesperen los sufrimientos, porque seréis preservados y “no perecerá uno solo de vuestros cabellos”.

Que el amor nos mantenga vigilantes, con el discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más aún por su seducción hacia un engañoso bienestar y una falsa paz. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer, en medio de ellos, al Señor. Por último, las fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.

La misericordia de Dios, como en tiempos de Jonás, hará una última llamada a la humanidad, porque el trigo deberá ser purificado y separado de la paja, que será quemada por el fuego, como decía Malaquías. Mientras tanto, para vosotros brillará un sol de justicia que lleva la salvación en sus rayos.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 32º del TO

Sábado 32º del TO 

Lc 18, 1-8

Queridos hermanos.

Hoy, la Palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar significa reafirmar que no existe otra posibilidad de vida cristiana que permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca, cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque —como nos dice la parábola— en la vida cristiana se libra un combate que ha de durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del Hombre”, cuando venga a hacer justicia. Mientras tanto, el adversario no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se dispone a conquistarla, la figura de este adversario es Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra. Para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés, mientras combate sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda —figura de la Iglesia— requiere de la constancia en la súplica ante el juez como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas humanas, por lo que se necesita el auxilio de la intercesión poderosa ante Dios, mientras dura el tiempo establecido por Él para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Dios, que siempre escucha la oración, hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, nos pone sobre aviso: el combate nos acompañará toda la vida, hasta que se le quite todo poder al Adversario. Sólo entonces el combate dejará de ser necesario.

Una oración así implica una fe en consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra? ¿Una fe que haga que sus elegidos clamen a Él día y noche?”.

El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a Él día y noche, como hizo esperar al ciego de Jericó, Bartimeo. Porque con su clamor hacen presente a Cristo, testificando con su fe el amor de Dios a cuantos les rodean.

La oración garantiza la victoria; la fe hace posible la oración. En la oración no son necesarias muchas palabras, pero sí constancia en la actitud del corazón, cercanía y unión amorosa con el Señor. Descubriendo la propia precariedad, el creyente confía plenamente en Él. Quizá más importante que aquello que pedimos sea el hecho mismo de pedirlo: que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, bendición y agradecimiento a Dios, presentándole también nuestras preocupaciones y necesidades, sin olvidar las de nuestros semejantes.

Ya decía san Agustín: “La oración es el encuentro de la sed de Dios —que es su amor— con la sed del hombre —que es su necesidad de amar y de ser amado—.

           Que así sea.                                                                                                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Viernes 32º del TO

Viernes 32º del TO

Lc 17, 26-37

Queridos hermanos:

Una palabra sobre la vigilancia: porque todo lo que ahora nos envuelve con apariencia de consistencia es, en realidad, precario y transitorio, si consideramos nuestro destino eterno. Hay momentos y acontecimientos imprevistos en la historia humana y del mundo que marcan una discontinuidad radical de la existencia: el diluvio, la destrucción de Sodoma, las guerras, las catástrofes naturales, la vida de las personas, las enfermedades, los accidentes y la muerte misma. Frente a ellos no hay más posibilidades que encontrarse dentro o fuera; de ello depende la propia subsistencia. La salvación de Noé fue entrar en el arca, y la de Lot, salir de Sodoma; pero en ambos casos la salvación vino de escuchar y adecuarse a la Palabra de Dios, que sitúa al hombre para salvarlo.

Así dice Cristo que sucederá el día de su manifestación: habrá un antes y un después que alcanzará a todo hombre, dondequiera que se encuentre, dependiendo su destino de su situación en relación con la Palabra de Dios encarnada, que es Cristo. Será algo evidente: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán los buitres.» Así sucede también en cada uno, individualmente, ante el anuncio del Kerigma: según lo acoja o lo rechace, se sitúa ante la misericordia o ante el juicio. Todo en la existencia actual es provisional, en espera de que Cristo lo transforme en definitivo; toda opción del hombre se establece a favor o en contra suya. «El que no está conmigo, está contra mí.»

La Palabra del Evangelio nos presenta una llamada al discernimiento y a la vigilancia, que nos sitúen consecuentemente junto a Cristo y frente al mundo, mientras el tiempo llega a su cumplimiento.

Para quien ha conocido al Señor, su esperanza está llena de inmortalidad, como dice la Escritura refiriéndose a los justos. El sentido de su vida es la inmolación propia del amor, a semejanza de la creación misma: el poder perder la vida por el Señor y por el Reino de los Cielos, a favor de los hombres, anunciando el Evangelio a tiempo y a destiempo, con oportunidad o sin ella, dando así razón de nuestra esperanza. Esta Palabra es una llamada a la vigilancia del corazón: para conocer, amar y servir al Señor, esperando con ansia su venida en el amor a los hermanos.

Unámonos a la esperanza de la Iglesia diciendo en la Eucaristía: ¡Maran-athá! Ven, Señor; que pase este mundo y que venga tu Reino.

            Que así sea.

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Jueves 32º del TO

Jueves 32º del TO

Lc 17, 20-25

Queridos hermanos:

Todos en el “mundo” viven para sí, en su propia precariedad existencial, que les urge a llenar su vacío personal en un constante comercio por la subsistencia, no sólo física, sino sobre todo espiritual, en busca del sentido que les permita ser en sí mismos y para los demás. Afecto, prestigio y autoestima se parapetan en el dinero, convertido en divisa de cambio en el mercado de las relaciones interpersonales que gobiernan la tierra, mientras el cielo permanece inaccesible al hombre separado del amor, que es Dios, como consecuencia del pecado.

Dios, en su autosuficiencia amorosa, rompe el solipsismo de su propia Bienaventuranza para incorporar a quienes ha llamado al ser, predestinándolos a la comunión con Él, en la que solamente pueden ser saciados. Esta realidad, posible únicamente en Cristo, es lo que el Evangelio denomina el Reino de Dios. Se trata de una vida nueva injertada en el corazón humano por la fe en Jesucristo, a la que el Señor llama primeramente a su pueblo, en función de la humanidad entera.

El Reino de los cielos llega como el Día del Señor, sin dejarse sentir, perceptible únicamente para quien tiene un corazón bien dispuesto. Su presencia es inapreciable hasta que alcanza su desarrollo y plenitud. Cada día trae la gracia necesaria para descubrirlo. Llega en el secreto del corazón que lo acoge por la fe, como experiencia de la presencia de Dios y de su salvación en el “Hijo del hombre”. Sólo en Cristo podemos encontrar y acoger el Reino mediante la predicación de su gloria y de su cruz.

El Reino será perseguido en sus discípulos, como lo fue en Cristo mismo, hasta que llegue el “Día del Hijo del hombre”. Entonces se manifestará el Señor, poniendo al descubierto a los falsos profetas. La venida de Cristo será evidente para todos. El Reino, que hoy aparece velado en la cruz de Cristo, resplandecerá aquel día en la gloria de su manifestación.

Dios desea abrirnos la puerta del Reino, pero la llave está en el corazón libre de cada uno. Es ahora cuando irrumpe calladamente, sin imponerse, cuando se escucha su anuncio en medio de la precariedad.

Nosotros, alcanzados por el Señor, somos enviados a la regeneración del mundo entero en Cristo Jesús, en quien hemos sido amados por el Padre y en quien estamos siendo salvados por su misericordia. Que nuestro “amén” en la Eucaristía manifieste nuestra adhesión al Señor, realizada en lo secreto del corazón.

¡Ven, Señor!

          Que así sea.

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Miércoles 32º del TO

Miércoles 32º del TO 

Lc 17, 11-19

Queridos hermanos:

Todas las gracias que el Señor nos concede lo son en función de la fe que salva, como en el caso del leproso que reconoció a Dios en el amor de Cristo y que, habiendo sido curado como los otros, fue el único que escuchó: «Tu fe te ha salvado».

La palabra de hoy es una invitación a dar gloria a Dios por todos sus dones, pero sobre todo por Jesucristo, en quien hemos obtenido el perdón de los pecados, transformando los derroteros mortales de nuestra existencia en senderos de vida. Con Él, todo es gracia para nosotros de parte de Dios; y como agraciados que somos, debemos ser agradecidos, dando gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido.

Un samaritano, figura de los gentiles curados de la lepra, vuelve a dar gracias por la curación. Como en otros casos del Evangelio, estas son gracias instrumentales, orientadas a suscitar la fe que engendra amor y salvación, presentes en el agradecimiento y en la alabanza a la gratuidad del amor de Dios.

Al igual que la fe que salva, la curación busca la salvación suscitando la fe. Cuando la suegra de Pedro fue curada, se puso a servir; cuando el endemoniado fue liberado, fue enviado a testificar a los de su casa; ahora, los leprosos curados son enviados a evangelizar a los sacerdotes.

También nosotros, que estamos siendo curados de nuestra lepra por el Señor, somos invitados a pasar de una relación utilitaria e interesada —propia de la religiosidad— al obsequio de la fe, por el reconocimiento de la gratuidad de su amor. Ese amor se convierte en exultación agradecida en la Eucaristía, dando gratuitamente lo que tomamos de esta mesa, como testimonio de la Buena Noticia del amor recibido de Dios para todos los hombres.

La curación se les concedió condicionada a su confianza en la palabra de Jesús, que los instaba a actuar antes de ver la curación. La salvación, en cambio, como discernimiento del amor de Dios en aquel acontecimiento y como gratitud, lo glorifica mediante el testimonio. No se trata sólo de obedecer la orden del Señor permaneciendo en la frialdad del cumplimiento, sino de saltar de gozo y agradecimiento en nuestro corazón por la ternura de su desmesurado amor.

Quizá nuestro problema esté en contentarnos con los dones de Dios sin buscar al Dios de los dones, con lo cual nuestra esperanza comenzaría y terminaría en esta tierra. Nuestro tesoro sería la carne, y nuestro espíritu estaría incapacitado para elevar a Dios nuestro corazón en el amor.

A Dios, que se nos revela en el amor, le aceptamos sus dones, pero no le ofrecemos el obsequio de nuestra mente y de nuestra voluntad mediante la fe.

Una vez más se pone en evidencia la dureza de corazón y la incredulidad de su pueblo, que viene a interpelarnos acerca de nuestras actitudes en relación con el amor gratuito de Dios.

«Yo quiero amor, conocimiento de Dios».

  Que así sea.

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Martes 32º del TO

Martes 32º del TO

Lc 17, 7-1

Queridos hermanos:

Concebidos, predestinados y creados por el Amor y para el amor, nuestra vocación es precisamente el amor y el servicio, como expresión más clara de la comunión con Dios, que es Amor. También los ángeles que permanecieron fieles participan de esa comunión y de su servicio, mientras que algunos, rebeldes, dijeron: “No serviré”, y sedujeron después al hombre, que cayó en la rebeldía de la desobediencia.

Pero tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo a servir al hombre, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz, para rescatarlo de la soberbia del diablo y devolverle la capacidad de amar que había perdido. En efecto, dijo Jesús: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve. Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros. Cuando venga el Señor de aquellos siervos, si los encuentra haciéndolo así, os aseguro que los sentará a su mesa, se ceñirá, y yendo de uno a otro, les servirá.”

Si nosotros, por la fe, recibimos su espíritu de obediencia y de servicio, seremos incorporados a su misión, devolviendo lo que gratuitamente hemos recibido de Dios en favor de los hombres. Y podremos decir con humildad: “No hemos hecho más que lo que debíamos hacer.” Somos pobres siervos inútiles, inadecuados, total impedimento, como diría san Ignacio de Loyola.

En efecto, para servir al Señor, hemos sido antes rescatados de la esclavitud al diablo y de nuestra pretensión de ser dioses de nuestra propia vida, gracias al servicio y a la obediencia de nuestro Salvador. Ser plenamente hombres pasa por aceptar nuestra condición de criaturas, reconociendo a Dios como nuestro Señor.

¿Cómo no servir a tan gran Señor y agradecer tanto amor, si su Hijo lo sirvió de tal manera que resultó tanto bien para nosotros, a costa de tanta obediencia y tanto sufrimiento? ¿Cómo no responder con nuestro amor, sirviendo a quien nos lo consiguió, entregándonos a su voluntad para salvación de nuestros semejantes?

A un Señor se le sirve. Aunque también en esto, Él nos sirvió primero con su amor gratuito. La llamada al servicio es, por tanto, una llamada a la vida divina, que es amor: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” No hay mejor paga que servir al Señor; esa es ya nuestra recompensa.

Hemos escuchado que el siervo debe reconocer su inutilidad después de haber realizado cuanto le fue encomendado; dejar su recompensa en manos de su Señor, a quien “su recompensa lo precede.” Cuando alguien dice: “Dios te lo pague”, podemos responder: “Ya nos lo ha pagado, y con creces.”

Somos siervos inútiles, además, porque en nada aprovecha al Señor nuestro servicio, aunque le complazca que los hombres sean amados; amor que se vuelve a nuestro favor y al de nuestros hermanos.

Bendigamos, pues, al Señor, que en la Eucaristía nos une a su servicio, diciendo “Amén” a su entrega.

 Que así sea.

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Lunes 32º del TO

Lunes 32º del TO

Lc 17, 1-6

Queridos hermanos:

La palabra de hoy no tiene nada de teórica; va a lo concreto de la vida cotidiana. La vida cristiana tiene como esencia la misión de evangelizar, testificando el amor y la misericordia de Dios en Cristo, quien ha hecho visible ese amor en el perdón: en la cruz de su propio Hijo, Dios ha hecho justicia en favor nuestro.

Frente al testimonio del amor cristiano —“¡Mirad cómo se aman!”—, el escándalo del desamor y de la falta de perdón, por el contrario, destruye la misión y, por tanto, a la Iglesia. Es siempre un tropiezo para la fe y para los signos que la suscitan. La negativa a perdonar escandaliza, como el pecado mismo. Es un contrasigno: “¡Mirad cómo no se aman!”. Por eso es tan fuerte la sentencia contra quien escandaliza, porque mata la vida en el “pequeño” que comienza a creer, destruyendo las débiles raíces de su fe.

La naturaleza caída del hombre es débil, y su fe necesita ser fortalecida y sostenida por los signos del testimonio que da el amor. Con facilidad aparecen las ofensas; por eso, el amor no consiste tanto en la ausencia de ofensas, cuanto en el perdón sin límites —¡siete veces al día!— que las borra.

Entre hermanos, el arrepentimiento condiciona el perdón. En el arrepentirse está ya la gracia de Dios, que no puede ser rechazada sin rechazar al mismo Dios, quien en ella muestra su misericordia. Si ambos —ofensor y ofendido— han sido amados por Cristo y perdonados gratuitamente por Dios, sin límite alguno, ¿cómo no perdonar? Con todo, como dice el Evangelio, el pecado debe ser reprendido para llamar al arrepentimiento, que alcanza la gracia. La reprensión es, por tanto, amor que busca el bien, como lo es el perdón. La reprensión es al pecado, como el perdón al arrepentimiento. Al pecado, reprensión; al arrepentimiento, perdón.

Ante la ofensa del enemigo, en cambio, el perdón es incondicional. El arrepentimiento no puede ser exigido en ausencia de la fe, pero esta sí puede ser suscitada por el amor gratuito del perdón. A un corazón sin maldad, la fe le lleva a buscar la reconciliación por sus propias ofensas y a perdonar las ofensas del hermano. Cuando el corazón se endurece en la maldad, ni se arrepiente, ni pide perdón, ni perdona. Si no hay amor, la fe está muerta; en su lugar hay incredulidad y desconfianza de Dios. Mientras tanto, todo es posible para el que cree, como dice el Evangelio, hablando del árbol que se trasplanta en el mar.

Los apóstoles relacionan un perdón tan radical con grados de fe. Pero para el Señor, la incapacidad para perdonar no es signo de poca fe, sino de ausencia de ella, y también de caridad: es signo de incredulidad. La respuesta de Jesucristo a sus discípulos podría ser: “¿Por qué no tenéis fe?”. Se lo dirá otras veces: “¿Aún no tenéis fe? ¿Dónde está vuestra fe?”.

A nosotros podría decirnos: “¿No te he dado mi perdón, mi palabra, los sacramentos…? En una palabra, ¿no te he dado mi Espíritu?”. A Cristo no le agrada lo de “auméntanos la fe”, cuando lo que ve es incredulidad. No le agrada, porque la fe no puede crecer en quien no está dispuesto a recibirla y mantenerla con fidelidad, apoyándose en Él; ni en quien no está dispuesto a humillarse, a combatir contra el pecado y a guardar su palabra.

Esta palabra nos llama a convertirnos y a creer, de modo que, al decir “¡Amén!” en la Eucaristía, apoyemos nuestra vida en Cristo para amar a los hermanos.

 Que así sea.

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Dedicación de la Basílica de Letrán

Dedicación de la Basílica de Letrán.

Ez 47, 1-2.8-9.12; ó 1Co 3, 9-11.16-17; Jn 2, 13-22.

Queridos hermanos:

Conmemoramos la dedicación de la Basílica de Letrán, Catedral de Roma, consagrada en el año 324. Esta fiesta, que se celebra el 9 de noviembre desde el siglo XI, es conmemorada por toda la Iglesia.

La catedral es el lugar de la “cátedra” del obispo, cabeza visible de la Iglesia, desde donde ejerce simbólicamente su magisterio. Cuando alguien habla “pontificando”, decimos que habla “ex cátedra”. En la antigüedad, el maestro se sentaba para enseñar, como lo hacía Cristo mismo.

Aunque la Iglesia sabe que el verdadero y nuevo templo es la comunidad cristiana, consagra los edificios donde esta comunidad se congrega para la liturgia, la oración y los sacramentos, en su culto a Dios.

El cuerpo de Cristo es el verdadero y definitivo templo de Dios, de cuyo costado abierto brota el agua purificadora del Bautismo. De su seno nos es enviado el Espíritu, por cuya inhabitación en nosotros somos también constituidos templo vivo del Señor.

La comunidad cristiana es el verdadero edificio espiritual, formado por piedras vivas, como dice san Pedro (1 P 2,5), y también san Pablo: “Santo es el templo de Dios, que sois vosotros” (1 Co 3,16). En ella se realiza un culto a Dios en espíritu y en verdad, en el amor, en la comunión con personas de toda raza, lengua, pueblo y nación, constituidos en miembros suyos.

Dice la Escritura que “los discípulos estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”. La presencia del Espíritu en ellos los congregaba en el Templo, donde todos podían constatar el amor que los unía. La comunión creada por el Espíritu era un signo para el pueblo, llamándolo a la fe. ¡Mirad cómo se aman! Así ocurre cuando la gente ve en los cristianos algo que el mundo no tiene: un solo corazón y una sola alma. La unidad de la comunión revela en ellos la presencia viva de Dios, que es Uno.

Este verdadero templo se fundamenta en la acogida del anuncio de Jesucristo, se edifica por la caridad y los sacramentos, pero se destruye por el pecado. Cuando este templo se profana con la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo, porque “le devora el celo por su casa”.

Jesús visitó muchas veces el templo, pero en este pasaje nos sorprende con una actitud inusual, que no se repetirá más y que sólo puede entenderse a la luz de la profecía de Malaquías: “He aquí que envío a mi mensajero delante de ti, y enseguida vendrá a su templo el Señor. Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. ¿Quién resistirá el día de su visita?” (cf. Ml 3,1-2).

En esta entrada de Jesús en el templo, es “el Señor” quien visita su templo para purificarlo; no sólo el judío piadoso, el profeta, el maestro o el predicador carismático y taumaturgo.

Esa es la autoridad que perciben los judíos en el gesto de Jesús, y que no están dispuestos a aceptar. Es el Señor quien viene a la casa de su Padre, a su casa, con autoridad. Es “el tiempo de la visita”; se hace presente el juicio, comenzando por la casa de Dios. Es el tiempo de pedir cuentas, el tiempo de rendir los frutos, el “verano escatológico”.

La higuera del pasaje siguiente en los Evangelios de Mateo y Marcos debe rendir sus frutos. Se ha agotado el tiempo cíclico o cartesiano, y ha sobrevenido el “Éschaton”. Ya no es “tiempo de higos”: tiempo de la dulzura del estío, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Ahora es el tiempo del juicio (cf. Ml 3,5), que Jesús anticipa proféticamente con un signo: al Templo y a la higuera, como anticipó el tiempo de su “hora” en Caná de Galilea.

Lo que sucede con la higuera ocurrirá con el Templo, en el que el Señor no encuentra fruto, sino idolatría del dinero, negocio e interés. El Templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el tiempo de su visita”. Ya no podrá nunca más dar fruto; ningún ídolo comerá fruto de él.

Honrar el templo, para nosotros, es ofrecer el verdadero culto al Padre, en espíritu y en verdad, en la Eucaristía, amando a Dios y viviendo en la oración con el corazón limpio de idolatrías, en comunión con los hermanos.

            Que así sea.

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Sábado 31º del TO

Sábado 31º del TO

Lc 16, 9-15

Queridos hermanos:

Lo propio de Dios es el amor: ese amor que une al Padre y al Hijo, y que conocemos como el Espíritu Santo. Este amor divino no se encierra en sí mismo, sino que se abre, se dona, se entrega. Por eso, lo propio del hombre —creado a imagen y semejanza de Dios— es recibir el don del Espíritu Santo de amor. Y como en Dios, ese amor no se repliega, sino que se desborda hacia los demás: hacia el prójimo, hacia los hermanos, incluso hacia los enemigos.

Pero si en nuestro corazón dejamos entrar el “amor al dinero”, entonces ese corazón se cierra, se endurece, se vuelve sobre sí mismo. La imagen de Dios en nosotros queda desplazada por la imagen del adversario, por la idolatría. Por eso dice la Escritura: “La raíz de todos los males es el amor al dinero” (1 Tim 6, 10). Y como nos recuerda el Evangelio: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24).

La clave, como señala el Evangelio al referirse a los fariseos, está en la actitud del corazón: un corazón que ama el dinero y no a Dios, que atesora bienes terrenales y desplaza al Señor de su trono para colocar en su lugar un ídolo. Es el corazón del hombre el que puede convertir las cosas en algo abominable, porque las cosas, en sí mismas, han sido creadas buenas por Dios. “Y vio Dios que todo era bueno” (Gn 1, 25). También el dinero es un bien, pero puede ser idolatrado, puede ser pervertido por un corazón desordenado.

Ahora bien, si la ganancia proviene de la injusticia o de la maldad, ese dinero es, en sí, injusto. Y la moral exige su restitución. Difícilmente ese dinero podrá servir para “hacerse amigos que nos reciban en las moradas eternas” (cf. Lc 16, 9), porque, en justicia, debe ser devuelto. No es a ese dinero al que se refiere Cristo. Pero si consideramos, en cambio, la “destinación universal de los bienes”, entonces toda acumulación excesiva lleva en sí una sombra de injusticia, aunque haya sido obtenida legalmente. Porque se priva a los bienes de su finalidad última: servir al bien de quien los posee y al bien común, al bienestar y la prosperidad de la sociedad.

Ese dinero, injustamente atesorado, puede ser purificado. ¿Cómo? Usándolo para el bien común, para la limosna, para toda forma de caridad. Porque no solo se purifica el dinero, sino también el corazón de quien lo posee. “Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 21).

El corazón estará limpio del amor al dinero cuando lo considere un instrumento, y no un fin. Entonces, y solo entonces, podrá confiársele lo verdaderamente importante.

El dinero siempre será algo “ajeno”, algo externo a nuestro ser, aunque pueda adueñarse del corazón y pervertirlo. En cambio, por el bautismo, nuestro ser recibe el don del Espíritu, que lo transforma ontológicamente. No como algo añadido o extraño, sino como algo propio del nuevo ser que ha sido constituido “hombre nuevo” (cf. Ef 4, 24).

El don del Espíritu es, por tanto, algo “propio”, algo “nuestro”, que Dios concede a quien ha sido fiel en lo “ajeno”. Porque el amor al dinero es abominable a los ojos de Dios, ya que instala la idolatría en el corazón, desplazando al único que merece reinar: el Señor.

           Que así sea.                                                  

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Viernes 31º del TO

Viernes 31º del TO

Lc 16, 1-8

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos presenta la relación entre los bienes y la Vida, planteándonos un problema de discernimiento entre el fin y los medios. Este discernimiento comienza por reconocer que estamos de paso en esta vida terrena. Administramos cuanto tenemos por un tiempo, y por ello debemos saber utilizarlo, dando a cada cosa su justo valor.

Hay que aprender a amar las cosas y a nosotros mismos, pero no más de lo que conviene. Los medios han de ser utilizados en función de un fin. Como en el caso del administrador del Evangelio, los bienes no son fines en sí mismos. Si la vida del hombre tiene como orientación definitiva la bienaventuranza de la vida eterna, todos los medios de que dispone deben ser empleados para alcanzarla.

Esa es la sagacidad que alaba el patrón de la parábola en su administrador: saber sacrificar sus beneficios inmediatos en función de su supervivencia. Cristo atribuye esta astucia, en mayor medida, a los hijos de este mundo que a los hijos de la luz, para exhortar así a sus discípulos. La inmediatez de las riquezas tiene cierta ventaja al estimular los corazones humanos, frente al estímulo que ejerce lo futuro de la bienaventuranza, debido a nuestra débil fe.

Es, pues, un problema de discernimiento que debe brotar de la madurez en el amor engendrado por la fe. Las raíces de la fe dan profundidad y firmeza a la respuesta del corazón ante los acontecimientos adversos. Recordemos la explicación que da el Evangelio sobre las semillas que caen entre piedras y perecen por falta de raíz. Recordemos también el discernimiento de Jacob respecto de la primogenitura, por la cual tuvo que dejarlo todo, como aquel que encuentra un tesoro escondido o una perla preciosa.

El encuentro con el Reino de Dios, a través de la predicación y las obras de Cristo, es un misterio de fe ante el cual deben quedar subordinadas todas las ansias y todas las conquistas humanas, incluida la propia existencia. Por eso, el desmesurado amor propio —fruto del orgullo y la soberbia— sofoca el discernimiento, unido al desordenado amor por las riquezas, que son como los abrojos de la parábola, capaces incluso de arruinar la fe y toda la existencia.

Esta parábola, al contrario que muchas otras, va dirigida a los discípulos para enseñarles algo tan concreto como la sagacidad, que normalmente no suele faltar en los negocios mundanos, los cuales con frecuencia se valen de la mentira. En cambio, en la fe, es la verdad la que impulsa las relaciones humanas. Este hecho se observa claramente en quienes se afanan por el dinero. Parecemos decir: “¡Dios es bueno! ¿Por qué tendré que esforzarme en buscar y defender lo que me ofrece tan generosamente?” ¿Puede haber cierta presunción culpable en lo tocante a la salvación, de la que el Señor advierte a sus discípulos cuando afirma: “El Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan”?

Algo parecido parece querer subrayar el Señor en la parábola de las vírgenes, o en la del banquete de bodas del Hijo del Rey que nos presentan los Evangelios. No podemos olvidar ni relativizar la existencia y la acción del Enemigo.

Son los santos quienes mejor nos aleccionan, con la intrepidez de su amor, a valorar la bondad de Dios, combatiendo como esforzados atletas las batallas contra el pecado y ejercitándose heroicamente en los trabajos del amor, la oración y la sobriedad de la ascesis.

El Señor, a través de “las riquezas injustas,” nos llama a ganar las verdaderas. ¿Cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes terrenales? La caridad purifica lo contaminado del corazón, distribuyendo las riquezas y amando gratuitamente. A través de “lo ajeno,” nos llama a amar “lo nuestro,” lo propio, nuestro tesoro, que no nos será arrebatado. A través de lo pasajero, somos llamados a valorar el Don eterno del Espíritu.

Que así sea para nosotros en la Eucaristía, recibiendo vida eterna en nuestro “amén” a la entrega de Cristo, con la que entramos en comunión al comer su cuerpo y beber su sangre.

          Que así sea.

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Jueves 31º del TO

Jueves 31º del TO

Lc 15, 1-10

Revelación del “corazón” de Dios

Queridos hermanos:

Estas parábolas, llamadas de la misericordia, nos permiten contemplar la realidad del pecado y del pecador no desde la mirada humana, sino desde el corazón de Dios. En ese corazón, cada hombre —aunque sea malvado— es un hijo querido. Las entrañas divinas no ven al pecador como un transgresor de su voluntad, sino como una pérdida de algo propio, como un hijo ausente que se extraña con dolor.

Así lo proclaman las Escrituras: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado. Mi corazón se conmueve dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido. Misericordia quiero y no sacrificios.»

La ley que rige toda la creación, toda la historia de la salvación y la redención realizada por Cristo, es el amor. Dios ha impreso su naturaleza amorosa en todo lo creado. Pero ese amor no es dulzura superficial ni emoción pasajera: es fuego que consume, entrega que redime, cruz que salva.

Cuando Cristo exclama: “Mi alma está angustiada hasta el punto de morir”, nos dice: “¡Me muero de angustia por ti!” Es el grito del amor que se desborda. Es el dolor que se encarna y se consuma en la cruz, pero que arde desde el primer instante de su encarnación.

Todos los hombres estamos en el corazón amoroso de Dios. Él deja libre al ser amado para que le corresponda, pero sufre por nuestro desdén.

“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos bajo mis alas, y no habéis querido!” Dios no condiciona su amor a nuestra respuesta, ni se deja vencer por nuestra maldad. Es a nosotros —heridos por nuestros propios pecados— a quienes el amor divino se duele, y por quienes se alegra cuando hay conversión. Son las razones del amor que nuestra razón no alcanza a comprender.

Los judíos murmuraban: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos.» Pero Dios ama también a los fariseos y a los escribas. Él no excluye, sino que busca conducirlos al conocimiento de sus entrañas de misericordia. “Id y aprended lo que significa: ¡Misericordia quiero!” El Señor va en busca del pecador para llamarlo a su amor, y se alegra de su conversión con todos los ángeles del cielo. Porque quien ama, se alegra del bien de la persona amada y se duele de su extravío.

En la Eucaristía, el Señor nos introduce en sus entrañas de misericordia, implantándolas en las nuestras. Nos hace partícipes de su amor redentor, para que también nosotros seamos misericordiosos como Él.

          Que así sea.

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Miércoles 31º del TO

Miércoles 31º del TO

Lc 14, 25-33

Queridos hermanos:

Dios, por el amor que nos tiene, busca siempre nuestro bien. Él trata de elevarnos desde nuestra “realidad carnal”, centrada en el yo, hacia el tú del amor, que es vida. Así restablece en nuestro corazón su imagen y semejanza, heridas por el pecado: amor de Dios y amor al prójimo. “Haz esto y vivirás”.

Pero el corazón herido del hombre se apropia incluso de las cosas más sublimes. La única forma de purificar su intención profunda es mediante la negación de sí mismo, que supone la cruz. Con la cruz acogemos lo que viene de Dios como causa primera, y negamos lo que nos encierra en nosotros mismos. Nuestro yo se eclipsa ante el Yo del Señor del universo, rechazando toda soberbia, guiados por el Espíritu de Cristo, que se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz. Sólo así puede el hombre asumir su verdad de criatura.

La vida cristiana ha de reproducir en nosotros la entrega de Cristo a la voluntad del Padre. Para ello, necesitamos la gracia de su Espíritu, que derrame en nuestro corazón el amor de Dios. Todo intento de entrega con nuestras solas fuerzas está condenado al fracaso, pues además de ser insignificantes, constituyen un verdadero impedimento.

El camino del discípulo hacia la purificación del corazón debe realizarse de forma progresiva, comenzando por las capas más periféricas de su idolatría por las cosas —cuyo paradigma es el dinero—, para avanzar hacia conquistas más profundas, como la idolatría de las personas, y finalmente alcanzar al propio yo, negando incluso la propia vida. Aquí comienza el combate por la humildad, con un progresivo vaciamiento de sí mismo. Sólo entonces podrá recuperarse, centuplicado y purificado, cuanto se ha negado mediante la obediencia, con la experiencia de que “solo Dios basta”.

Esto exige una clara decisión vital de abandono en la Palabra de Cristo, que se traduce en una actuación concreta: la renuncia de todos los bienes por Él y por el Evangelio. La misma vida debe ser puesta a los pies del Señor, como un bautismo en el amor de su nombre.

Tomar la cruz para seguir a Cristo es aceptar su misión salvadora, poniendo la propia vida al servicio del Reino. Odiando lo retenido como propio, se ama a Aquel de quien todo se recibe; se ama su voluntad y su promesa. Se ama, en definitiva, la verdadera vida, para poseerla en propiedad.

En el seguimiento de Cristo, las solicitaciones de la carne —los afectos, el dinero, la propia realización, la familia, etc.— pueden convertirse en verdaderos impedimentos para la total disponibilidad de nuestra voluntad y de nuestro tiempo. Dividen nuestro corazón y dificultan nuestra respuesta, cada vez que se nos presentan como alternativa a la voluntad de Dios. Entonces, quien no se odia a sí mismo con todas sus circunstancias, no puede ser discípulo del Señor.

Nuestro “amén” eucarístico nos capacita para el propio vaciamiento en nuestro seguimiento de Cristo.

         Que así sea.

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Martes 31º del TO

Martes 31º del TO

Lc 14, 15-24

Queridos hermanos:

Ante la exclamación: “¡Quién pudiera comer en el Reino de Dios!”, Jesús responde con una parábola que viene a decir: eso depende de ti, porque Dios te llama en este momento, y después llamará a todos. El Reino de los Cielos ha llegado, y los que se hacen violencia a sí mismos lo arrebatan.

Basta creer para comer del Reino. Para comprender mejor esta palabra, recordemos cómo Dios invitó a Adán y Eva al Reino de la comunión con Él desde la creación, y cómo el hombre rechazó esa invitación. Más tarde, se hizo presente en Egipto para invitar a los hebreos esclavos a su Reino; y a los que quisieron salir, los sacó de allí, los purificó en el desierto, los hizo pueblo y les dio una tierra. Esos son los primeros invitados de la parábola, que olvidaron que la promesa no era solo la liberación de la esclavitud física, sino también de la esclavitud espiritual: de los ídolos del corazón.

Con Cristo, Dios vuelve a llamar a los necesitados de salvación, comenzando por Israel, para devolverles la heredad que rechazaron los primeros padres en el Paraíso. Pero la invitación no es solo para ellos, sino para todos los hijos de Adán.

Ante nosotros están, pues, la misericordia y la responsabilidad, para orientar nuestra libertad y nuestras vidas hacia el Evangelio del Reino, o alienarlas por la ilusión de los bienes de este mundo. ¡Ay de los hartos, y de los justos a sus propios ojos! Porque se excluyen a sí mismos del Reino, rechazando la vestidura blanca de bodas. Dichosos, en cambio, los menesterosos que ahora tienen hambre, porque serán revestidos de dignidad y saciados.

Por mucho que haga, o por mucho que deje de hacer el hombre para entrar en el Reino, siempre será poco; siempre será don gratuito, incomparablemente superior a nuestra responsable aceptación de las exigencias del Reino.

Con qué facilidad, sin embargo, rechazamos la invitación del Señor por la complacencia en los ídolos del mundo, nosotros, los alejados, que hoy nos hemos convertido en invitados en la última hora.

La Palabra viene hoy a llamarnos a la vigilancia, para que no nos enredemos en los asuntos mundanos y estemos preparados para la llamada del Señor en cuanto llegue y llame. Dichoso el siervo a quien el Señor encuentre dispuesto: escapará del llanto y del rechinar de dientes.

La Eucaristía nos invita a entrar en la fiesta escatológica de la comunión, para recibir vida eterna, porque ¡el Reino de Dios ha llegado! Cristo es el Reino, y nos invita al banquete de su cuerpo y de su sangre.

           Que así sea.

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Lunes 31º del TO

Lunes 31º del TO

Lc 14, 12-14 

Queridos hermanos:

El amor de Dios es gratuito y eterno, y se hace visible y cercano a nosotros en Jesucristo, en quien se encarna el Reino de Dios. Creer en Él es participar de este amor, que es su misma naturaleza y que es vida eterna.

En estos breves versículos, Jesús anuncia la gratuidad de su amor, presentando el Reino de los Cielos a este fariseo que, con mentalidad mundana, busca la recompensa caduca de la carne, amando aquello que le edifica según sus propios intereses. El amor humano, tantas veces, no es más que un trueque. Pero Jesús le revela la realidad del amor gratuito de Dios, que busca el bien de sus criaturas y llama a los pecadores, a los pobres, a los cojos y a los ciegos, invitándonos a su banquete eterno.

Cristo le muestra este amor y le invita a recibirlo mediante la fe en Él, en quien el Reino de Dios se hace presente: “Si conocieras el don de Dios…” Cristo es el Reino de Dios que sale al encuentro de este fariseo, como salió al encuentro de Zaqueo, de Bartimeo, de los leprosos… y de nosotros, hoy.

Dios tiene preparado para el hombre un banquete gratuito y eterno de comunión con Él: ese es el Reino de Dios. Y lo invita a entrar. Invitar al hombre a preparar un banquete semejante es llamarlo a participar de la naturaleza divina de su amor, mediante el don del Espíritu Santo. Aceptar esta invitación en esta vida consiste en acoger a Cristo por la fe, en quien este Reino se hace presente.

A esta participación deben orientarse todos los esfuerzos de la vida del hombre: lograr que nuestro corazón se centre en el don de Dios, guiado por el tesoro de la caridad. Quien no busca otra paga que la del amor de Dios, ciertamente no perderá su recompensa: “Sea el Señor tu delicia (y no este mundo que pasa), y Él te dará lo que pide tu corazón.”

La recompensa de este amor es tan perdurable como el amor mismo, porque esa es la paga: el amor de Dios en nuestro corazón. En el Evangelio según san Juan, el Señor nos invita a buscar el alimento que no perece; aquí, se nos promete la recompensa celeste que no se acaba. Naturalmente, esto implica tener dentro, por la fe, el Reino, el Espíritu Santo, que con su testimonio interior hace posible abandonarse en Dios y en su promesa.

Jesús dice al fariseo, y nos dice también a nosotros hoy, aquello por lo que vale la pena gastar la vida, angustiarse y preocuparse: “Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como Cristo nos amó: entregando su vida para invitarnos a su Reino.”

“Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1 Co 15, 19). Con esta palabra se acerca a nosotros el Reino de Dios. Ved que su salario le acompaña y su recompensa le precede (cf. Is 40, 10).

Actúa por amor, es decir, gratuitamente, en la negación de ti mismo, que es inmolación; sin buscar tu interés mundano, atesora en orden a Dios, para que el amor sea tu paga. El amor es Dios, que sabe recompensar de forma perdurable.

¡Qué triste alegría la que dan las cosas! ¡Qué alegre tristeza la que da el amor! ¡Qué triste alegría la que dan los otros! ¡Qué alegre tristeza la que da el Señor!

          Que así sea.

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Conmemoración de todos los fieles difuntos

Conmemoración de todos los fieles difuntos

En domingo: Sb 4, 7-15; Rm 5, 5-11; Jn 14, 1-6

Lm 3, 17-26; Rm 6,3-9; Jn 14, 1-6s

Sb 3, 1-9; 1Jn 3, 14-16; Mt 25, 31-46    

Queridos hermanos:

Decía el Santo Padre en una fiesta de Todos los Santos: Con sabiduría, la Iglesia ha dispuesto en estrecha sucesión la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos.

A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus beatos —que la Escritura nos presenta como “una multitud inmensa, que nadie podía contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación”— se une nuestra súplica de sufragio por aquellos que nos han precedido en el tránsito de este mundo a la vida eterna, y que esperan su completa purificación.

A ellos dedicamos de manera especial nuestra oración, y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. Verdaderamente, cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también nuestros sufrimientos y fatigas cotidianas, para que, una vez purificados completamente, sean admitidos a gozar eternamente de la luz y de la paz del Señor.

En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen María. A Ella encomendamos a nuestros queridos difuntos, con la íntima esperanza de encontrarnos un día todos juntos en la comunión gloriosa de los santos.

El Evangelio de Juan nos presenta la promesa del Señor de venir a buscarnos para llevarnos con Él a la casa del Padre.

El Evangelio de Mateo nos presenta a los discípulos —y, por tanto, a la Iglesia— en su misión de salvación, como norma de juicio ante las naciones y analogía del Verbo encarnado, a través de la filiación divina que los constituye en hermanos de Cristo y miembros de su Cuerpo místico.

Los creyentes debemos tomar conciencia de nuestra condición de “hijos del Padre” y “hermanos de Cristo”, y también de nuestra condición de “pequeños”, mediadores de la salvación de Cristo a las naciones: “Quien a vosotros recibe, a mí me recibe.”

Misión de destruir la muerte del mundo en nuestros propios cuerpos, constituidos en miembros de Cristo, pues mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida (cf. 2 Co 4,12).

Por eso, al ver que aún es tiempo de salvación y de misericordia, hacemos presentes a nuestros hermanos difuntos, para que sean pronto purificados y alcancen la promesa de la bienaventuranza.

           Que así sea.

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Todos los Santos

Todos los santos

Ap 7, 2-4.9.14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

Queridos hermanos:

Decía Benedicto XVI, en este día del año 2007: “Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo.”

Hoy celebramos la solemnidad de aquellos discípulos, amigos de Cristo, hijos de Dios, que han concluido su peregrinación terrena y su purificación. Ellos vienen de la gran tribulación; en ellos ha sido restaurada la imagen de Dios. Han alcanzado ya la patria celestial y aguardan, gloriosos, a que se complete el número de los hijos de Dios y a la resurrección de la carne.

Conmemoramos a la Iglesia triunfante, ante la cual no prevalecerán las puertas del infierno. Ellos fueron los pobres de espíritu, los mansos, los que lloraron, los que padecieron hambre y sed de justicia, los misericordiosos y limpios de corazón, los que trabajaron por la paz y fueron perseguidos por causa de la justicia. Han tomado posesión del Reino de los Cielos, han heredado la tierra, son ahora consolados y saciados, han alcanzado misericordia, ven a Dios, son llamados hijos suyos y participan de la gloria eterna.

Como dice san Bernardo en el Oficio de Lecturas de este día, los hacemos presentes para que su memoria avive en nosotros el deseo de unirnos a ellos en el Señor, e intercedan por nosotros, que ahora somos los pobres de espíritu, los que lloran, los perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe. Somos aquellos de los que habla el Evangelio, llamados a ser bienaventurados como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa que contempla el Apocalipsis (cf. Ap 7,9). San Pablo recuerda a los Tesalonicenses: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (cf. 1 Tes 4,3).

En los albores del cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba “los santos”. En la primera carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo se dirige “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.” La santidad consiste en que el amor de Dios sea derramado en nuestro corazón por obra del Espíritu Santo.

En efecto, decía el papa Benedicto XVI: el cristiano es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual. Pero, al mismo tiempo, debe convertirse, conformarse a Él cada vez más íntimamente, hasta que en él se complete la imagen de Cristo, el hombre celeste. A veces se piensa que la santidad es una condición de privilegio reservada a unos pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano; es más, podemos decir: ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios, desde siempre, nos ha bendecido y elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”

Esta palabra nos involucra a todos. Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios —en sentido lato— y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El Camino es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: “Nadie va al Padre sino por medio de Él” (cf. Jn 14,6).

Que la fidelidad de los santos a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo, dando razón de nuestra esperanza, y tratando de reunir en torno a nosotros a quienes no le conocen y gimen sin esperanza, a manos de los demonios y de los ídolos de este mundo.

Ellos, que han vencido en las pruebas, pueden, con su intercesión, ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece, y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 30º del TO

Viernes 30º del TO

Lc 14, 1-6

Queridos hermanos:

Nuevamente, la Palabra nos sitúa ante la letra del precepto y su espíritu, que es el amor. Volvemos al tema de la misericordia como corazón de la Ley, y a la superficialidad del legalismo inmisericorde de quien está alejado de Dios. “Yo quiero amor, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”.

El Espíritu Santo nos permite ver la realidad con su óptica de misericordia: “Misericordia quiero”. Pero sin el Espíritu, no se capta más que la materialidad de la Ley. Y aunque se sepa que su corazón es el amor, mientras la caridad edifica, la letra mata. Jesús encontrará siempre gran dificultad para introducir a sacerdotes, escribas y fariseos en la óptica de la misericordia. Sólo la madurez en el amor es capaz de discernir entre la letra y el Espíritu. Parafraseando a Pascal, podemos decir: “El amor —el corazón— tiene razones que la razón no comprende”.

El tercer mandamiento, acerca de la santificación del sábado, no queda fuera del precepto del amor a Dios y al prójimo. Santiago dirá que “amar es cumplir la ley entera”, y que quien ama ha cumplido la Ley.

La respuesta de Jesús viene a ser: el sábado se puede amar. Precisamente para eso ha sido instituido. Dios descansó del trabajo de crear, pero no suspende nunca la actividad de amar, porque su naturaleza es el amor. “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”, dirá Jesús. El Padre no deja de gobernar la creación ni de amarla. En una oración sinagogal que precede a la proclamación del Shemá, los judíos dicen: “Tú haces la paz y todo lo creas. Tú que iluminas la tierra y a todos sus habitantes, renuevas cada día la obra de la creación”.

También en nosotros, la “creación” puede ser renovada cada mañana, si con el salmo decimos: “Por la mañana proclamamos tu misericordia, Señor”, testificándola con nuestra vida.

Es significativa la interpretación de Cristo respecto a una enfermedad como acción de Satanás. Con Satanás entraron el pecado y la muerte. El mal y la enfermedad no son más que manifestaciones progresivas de su acción sobre la naturaleza humana. Si la maldad de una criatura como el diablo puede ser tan grande, ¡cuánto más lo será la misericordia de Dios, su Creador, al ver la vejación de su creatura bajo la tiranía del mal! “Las aguas torrenciales de la muerte no pueden apagar el amor”.

A la luz de la cruz de Cristo, el dolor y la enfermedad adquieren un valor incuestionable, sin dejar de ser paradójicos. El sufrimiento, como misterio, relativiza toda soberbia ilusión de realización inmanente, puramente mundana, y mediante la humildad abre el camino a la trascendencia. Con todo, nos encontramos una vez más ante el tema de la libertad y del por qué Dios permite el sufrimiento. ¿Acaso el sufrimiento puede ser una expresión de amor, y un medio —muchas veces insustituible— para alcanzar un bien superior? ¿No es posible que los enfermos del Evangelio, de haber gozado siempre de buena salud, se hubiesen perdido para siempre, mientras que el encuentro con Cristo en su enfermedad temporal les haya alcanzado una salud eterna, salvándolos definitivamente?

Pidamos al Señor que la Eucaristía nos abra a la actividad constante de la misericordia, que corresponde a la nueva naturaleza a la que se refiere su promesa.

        Que así sea

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Jueves 30º del TO

Jueves 30º del TO

Lc 13, 31-35

Queridos hermanos:

A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita hacia su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo, para que lo haga retornar a Él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le agrada vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces, Dios le envía a su Hijo para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes”. Pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado, y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos: un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna, sellada en su sangre para la vida del mundo.

Cristo sabe que, en el cumplimiento de su misión, nada lo puede detener. Sabe también que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre, que Él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del Hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti, Jerusalén, porque tendrás que beber un cáliz amargo, preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que endurece su corazón en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de su deuda!

Al igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio prefieren la ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les estorbe su negocio. Ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos que usan engaños y tienden asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la boca del Señor —y no Herodes— que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.

Seguirá curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso del diablo, astuto y falso. Por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los gentiles, a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.

Sólo Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a los paganos. Pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y Jerusalén quede privada de sus alas protectoras por su incredulidad, su nido será saqueado por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos, quedará desierta cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del Santuario se rasgue en dos, de arriba abajo, con la muerte de Cristo. Los judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes; te estrellarán contra el suelo, a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

También nosotros somos llamados a ser fieles a la misión a la que hemos sido convocados en Cristo, para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su Cuerpo Santo.

           Que así sea. 

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