Vigilia pascual B

Vigilia pascual B

Mc 16, 1-8

Queridos hermanos:

          En medio de la precariedad actual, nos reunimos a velar en la alabanza al Señor, anhelando su presencia, y su promesa de regresar a buscarnos para nunca más separarnos de él. Hacemos así, nuestro, el gran suspiro de la Iglesia y del Espíritu con el que el Apocalipsis aguarda la venida del Salvador: ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu gloria!

Llamados a la perpetuidad dichosa de la vida angélica, ya que en la Bienaventuranza seremos como ángeles, en la que no hay noche, ni muerte, sino sólo día, vida y vigilia de amor, la hacemos presente en esta noche santa, en la que el Señor nos concede de nuevo velar con él en compañía de los bienaventurados: amar y orar, no una hora sola, sino hasta que la noche se disipe, pero no en virtud del sol, sino de la luz de la Resurrección, contemplando el misterio del Amor, por el que Cristo, el Hijo del Padre, que entra en la muerte, resucita, para arrastrarnos con él a la Vida y a la Libertad.

Dejemos que la aurora de nuestra fe nos sorprenda despiertos, con la claridad de la Resurrección, y que el amor al Señor nos retire la piedra muda del sepulcro que testifica la muerte, y podamos testificar su victoria a los hermanos y a cuantos encontremos en la “Galilea” de la misión, camino de los gentiles, y podamos encontrarnos así con el Señor.

Tenemos cita con la luz de la Palabra, con el agua de la vida y con el alimento que sacia para vida eterna en el cuerpo y la sangre de Cristo, precio de nuestro rescate y garantía de nuestra resurrección. Dejémonos arrastrar por la fuerza de sus sacramentos: que nos amaestre, nos vivifique y nos fortalezca.

No nos detengan sensatos razonamientos ni razonables dudas, cuando tratamos de seguir al Señor en medio de la oscuridad de la noche y del sepulcro. No minimicemos el poder del Señor con nuestra incredulidad, ni juzguemos la potencia de su amor a la medida de nuestra débil caridad. Que su amor arrebate nuestro tibio corazón y lo introduzca en la espesura de su cruz.

          Después de la resurrección de Cristo, en el corazón del hombre el amor puede ser más fuerte que el odio, y la vida más fuerte que la muerte. Así la Iglesia va superando generación tras generación todas las tormentas y venciendo los vientos contrarios que la acometen, haciendo dar a la existencia humana un salto cualitativo en la historia, como dijo Benedicto XVI en el 2009. La experiencia de san Pablo de no ser él quien vive, sino que Cristo vive en él, es una gracia ganada para cada hombre que se une a Cristo y no un privilegio suyo personal, porque Cristo ha resucitado y vive hoy en su Iglesia.

          Que el impulso que movió a las mujeres a no arredrarse ante las dificultades, mueva nuestra temerosa perplejidad para apoyar nuestra vida en la promesa del Señor.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado Santo

Sábado santo

          En este día del “gran silencio”, al interno del Triduo Pascual, en el que la Iglesia permanece en la contemplación, junto al sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, muerto por nuestros pecados, para salvarnos de la muerte, el Credo nos remite con la Escritura, a su “descenso a los infiernos”, “lugar” en el que aguardaban cuantos a la espera de la apertura del “paraíso, con la Resurrección de Cristo, serían invitados a salir de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, y de la tiranía al reino eterno. Nosotros, en este día, somos invitados a un recorrido maravilloso y sorprendente, en compañía de los “Padres” y los teólogos, para extasiarnos en la contemplación del misterio del amor del Señor, que partiendo de su silencio, en los tres días en los que el esposo nos fue arrebatado, nos conduce de la mano de su misericordia, a constatar su ininterrumpida y eterna actividad amorosa, por la que creó, redimió y predestino cuanto hizo, a la eterna Bienaventuranza de la comunión con él.

          Contemplamos la muerte del Señor, pero nuestro dolor está lleno del gozo de su promesa, que el Espíritu testifica en nuestro corazón: Me volveréis a ver y os alegraréis, y nadie os podrá quitar vuestra alegría. Nos afligimos sin tristeza, porque nuestro amor y nuestra fe, están fortalecidos por la esperanza, de la que carecen los incrédulos, incapacitados para amar al Señor.

          Recordemos aquella homilía antigua: ¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.

          El Señor, tomando de la mano, a Adán, lo levanta diciéndole: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a todos los que están encadenados, “salid”, a los que están en tinieblas, “sed iluminados”, y a los que duermen, “levantaos”.

          Evoquemos pues, el sábado máximo, que no tiene ocaso, en el que descansaremos,  para siempre, viendo que Él, es Dios, y de Él, nos llenaremos cuando “Él sea todo en todos”. En aquel sábado nuestro, su término no será la noche, sino el Día del Señor, eterno y octavo día, que ha sido consagrado por la Resurrección de Cristo, santificando el eterno descanso. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos, como dice san Agustín (cf. De civitate Dei, XXII 29-30).

          La primera creación, en el plan de Dios, desde el comienzo, está orientada a la plenitud. Al acabar la obra de los seis días, Dios descansó, creando el “sábado”, el descanso, como corona de la creación. Toda la creación está orientada a la glorificación de Dios, entrando en la libertad de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de Dios (Rm 8,19‑24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el nuevo cielo y la nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Ap 21,2), y alcanzará su plenitud cuando Dios sea “todo en todo” (1Co 15,28). En el centro está Cristo, como cúspide o piedra angular de la creación y de la historia:

          Él es imagen de Dios, invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él (Col 1,15‑17).

          Queridos hermanos, supliquemos humildemente a Dios omnipotente, Padre Hijo y Espíritu Santo, único creador del universo, en esta gran mañana del gran sábado de la deposición del Cuerpo del Señor, para que aquel que sacó a Adán misericordiosamente de lo profundo de los infiernos, por la misericordia de su Hijo, nos saque también a nosotros que gritamos con fuerza en el día de hoy. En efecto, gritamos y rezamos, para que la fosa infernal no abra su boca y nos engulla, y libres del fango del pecado, no recaigamos en él. 

                                              (Missale Gothicum, ed. L.C. Mohlberg, Roma 1961, n. 219)

 

 

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Viernes Santo

Viernes Santo

(Is 52, 13-53, 12; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1-19, 42)

Queridos hermanos:

          En esta celebración de la Pasión del Señor, surge inevitable la pregunta: ¿Por qué el sufrimiento, al que nuestra carne se rebela instintivamente, y al que de forma incomprensible se entrega el amor?

          Habiendo sido heridos en nuestro amor, el miedo al sufrimiento se ha enseñoreado de nuestra vida, y sólo en los acontecimientos en los que amamos, somos capaces de hacerle frente, como cuando un ser muy querido necesita de nosotros. Es siempre, por tanto, una cuestión de amor.

          El Señor viene con su cruz a curar nuestro amor herido, o muerto y sepultado, a través de su sufrimiento, grande como su inmenso amor que es invencible. Como dice la Escritura: “Las aguas torrenciales (persecuciones y sufrimientos) no pueden apagar el fuego del Amor ni anegarlo los ríos”.

          Hoy a través de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y de su sufrimiento, contemplamos la inmensidad del amor de Dios por nosotros.

          Besando su cruz, adoramos a Dios que es amor hasta ese punto.

          Hemos escuchado en el Evangelio: “Inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. No es la muerte la que priva al Señor de su vida, sino que es él, quien la entrega voluntariamente al Padre por nosotros, como dice el Evangelio de san Lucas: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente (Jn 10, 17-18).

          El Señor, terminados los sufrimientos de su pasión, inclina su cabeza; sometiéndose totalmente al Padre. El salmo 110, que contempla de forma profética los sufrimientos de Cristo, dice: “En su camino beberá del torrente, por eso, levantará la cabeza”. Al sometimiento de la muerte, inclinando la cabeza, corresponderá la exaltación de su resurrección: “por eso levantará la cabeza.” El Padre custodiará su espíritu, escuchará su clamor, aceptará su sacrificio y le concederá nuestro perdón.

          Plugo a Dios quebrantarle con dolencias, para así curar eternamente nuestros sufrimientos y nuestras heridas: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco”. Él se entrega por los hombres, a quienes amó, haciéndose en todo igual a ellos menos en el pecado.

          Cristo ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y llanto al que podía salvarlo de la muerte y fue escuchado. No pidió ser preservado de la muerte, sino ser sacado de ella, y se encomendó al amor de su Padre que vence la muerte y la destruye, para liberar a cuantos estábamos muertos, y sometidos a la esclavitud del diablo por temor a la muerte (cf. Hb 2, 14s).

          Con sus sufrimientos experimentó la obediencia. En efecto, obedecer es siempre un morir a sí mismo por alguien, y por eso el sufrimiento suele ser un componente inseparable del amor, que siendo libre es compatible a su vez con el gozo. El que acepta sufrir en la carne ha roto con el pecado, como dice san Pedro (cf. 1P 4,1). ¡Hechos son amores! Dice la sabiduría popular.

          Es sorprendente cómo las palabras de Cristo en la pasión según san Mateo y san Juan son mínimas. “Callar y obrar” diría San Juan de la Cruz: Callar y amar. Terminado el tiempo de la predicación, ahora es el tiempo del testimonio de los hechos, de los frutos, que la Iglesia recoge a través de los Padres, con una sencilla frase: “Los paganos decían: mirad como se aman”.

          El amor de Cristo se traduce en hechos, con características que normalmente se olvidan en referencia al amor: dolor sufrimiento, renuncia, negación de sí mismo, “tristeza y angustia hasta el punto de morir”. Sudores de sangre. Pues dice Cristo que este amor es el que ha visto en su Padre: “Como el Padre me amó, así os he amado yo; amaos como yo os he amado”. Aquello de “sed santos porque yo soy santo”, ahora puede entenderse como: sed santos con los demás, como yo soy santo con vosotros. Esta perfección y esta santidad de Dios, que hemos visto en su Hijo, que se ha entregado por nosotros pecadores, la recibimos con el don de su Espíritu.

          “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: Para dar testimonio de la Verdad”. ¿Qué es la verdad? Lo que el Hijo ha visto en el seno del Padre desde toda la eternidad: Amor sin condiciones ni límites. Amor que crea, perdona, redime, acoge y glorifica, al que libremente acepta su misericordia.

          Cristo debe testificar la Verdad, frente a la mentira primordial, que nos ha seducido y hemos creído fácilmente, por miedo a la muerte, al sufrimiento, y por orgullo. Cristo testifica la Verdad del amor de Dios, entrando en la muerte, el sufrimiento y la humillación, glorificando así al Padre y siendo así  glorificado por él.

          Que así sea.

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Domingo de Ramos

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor B

(Is 50,4-7; Flp 2,6-11; Mc 14,1-15,47).

Queridos hermanos:

Con este domingo de Pasión o de Ramos, comenzamos la Semana Santa que la Iglesia de Oriente llama Grande. La procesión de las palmas, única en la liturgia de la Iglesia, tiene su origen en Jerusalén, donde los fieles se reunían el domingo por la tarde en el Monte de los Olivos y después de escuchar la proclamación del Evangelio, caminaban hasta la ciudad. Los niños participaban llevando en las manos ramas de olivo y palmas. La descripción más antigua de la fiesta en la Iglesia de Roma, data del siglo X.

En este día hacemos presente la pasión del Señor, porque Cristo, subiendo a Jerusalén, sabe que el tiempo de la predicación ha llegado a su fin y comienza el tiempo del sacrificio: Había llegado su “hora”, la hora de pasar de este mundo al Padre y abrir las puertas del Paraíso a la humanidad; la hora de humillarse hasta la muerte de cruz asumiendo la condición de siervo, lleno de confianza en su Padre y de amor por nosotros; la hora de amarnos hasta el extremo.

Cristo es entregado: Dios Padre lo entregó por compasión al linaje humano; Judas por avaricia; los judíos por envidia; y el diablo por temor a que con su palabra arrancase de su poder al género humano, no advirtiendo que por su muerte se lo arrancaría mejor de lo que se lo había arrancado ya por su doctrina y sus milagros (Orígenes, en Mateo 35). Cristo mismo, se entrega libremente, por amor a nosotros y por obediencia y sintonía total con la voluntad del Padre

La gente que lo acompaña en su entrada gloriosa, lo abandona cuando aparece la cruz, a excepción del discípulo y la madre, a quienes el amor les hace permanecer unidos a Cristo llevando su oprobio.

          Toda alma santa en este día es como el asno sobre el que el Señor entró en Jerusalén, como dice un escritor anónimo del siglo IX.

          Acoger a Cristo con palmas y ramos, debe responder a la adhesión a sus preceptos, a su voluntad, y a su palabra, que se muestra en las obras de misericordia. Aquel que guarda odio o cólera en el corazón, aunque sea contra un solo hombre, comienza las celebraciones de la Pascua para su desventura, y por eso los judíos buscan y eliminan toda levadura, toda corrupción, antes de celebrar la Pascua, como un signo de purificación.

          En este domingo proclamamos los misterios de nuestra salvación. Para la Iglesia sería pecado de ingratitud no hacerlo, pero también lo sería para nosotros, el no prestarles la debida atención. Purifiquémonos, pues, y perdonémonos unos a otros en el amor del Señor.

          La palma que significa la victoria, llevémosla gozosos con toda verdad.

         Oh Dios, a quien amor y afecto son debidos por justicia. Multiplica en nosotros los dones de tu gracia inefable. Concédenos, que así como por la muerte de tu Hijo nos has hecho esperar en aquello que creemos, por su resurrección alcancemos aquello a lo que tendemos. (Sacramentario Gelasiano, Roma 1968, nº 330)

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 5º de Cuaresma B

Domingo 5º de Cuaresma B

(Jer 31, 31-34; Hb 5, 7-9; Jn 12, 20-33)

Queridos hermanos:

          Llegamos al último domingo de Cuaresma y la palabra nos presenta al Señor, que se apresta a establecer con los hombres la “Nueva Alianza” anunciada por Jeremías, en la que el Espíritu Santo grabará el “conocimiento de Dios”, su Ley, en el corazón de los fieles; en la que se abrirá para siempre la puerta del perdón; en la que el mundo será juzgado y su príncipe será echado fuera. Se trata de una alianza de amor, de unos desposorios indisolubles basados en la fidelidad de Dios, en Cristo, que une a la humanidad con Dios, en su propio cuerpo. “Me has dado un cuerpo, para que haga oh Dios tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7).

          El grano de trigo debe caer en tierra y morir para dar fruto, y Dios va a ser glorificado porque en su misericordia el Padre no se reservó a su Hijo único; Dios va a ser glorificado, porque en el Hijo, Dios no se reservó su propia vida sino que la entregó por todos nosotros. Él, que fue levantado de la tierra para atraernos a sí, obedeciendo al Padre en la entrega y el sufrimiento hasta la muerte, fructificó para una vida eterna.  Dios va a ser glorificado, en fin, porque en el Espíritu Santo, su amor ha sido derramado en nuestros corazones.

El fruto del amor encierra un misterio de muerte y de vida. Dios ha querido que la vida no se transmita por contagio, sino por donación de amor. La vida se engendra con gozo y se da a luz con dolor, pero sólo llega a su plenitud mediante la entrega irrenunciable y la inmolación. Lo vemos en la generación humana y de forma eminente en la Regeneración realizada por Cristo y propagada por la Iglesia a través de los siglos. Entonces, como ahora, el grano de trigo debe morir para dar fruto.

«El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda por mí, la recobrará» (Lc 17, 33). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general (Deus Caritas est, 6).

San Pablo nos recuerda que Cristo clamó al que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado. No le pidió como hacemos nosotros, que le evitara la muerte y le ahorrara el sufrimiento; los aceptó por amor a nosotros y fue resucitado.

Así pues, hermanos, este domingo a través de la Eucaristía, abre ante nosotros las profundidades del amor, al que Dios nos llama con su amor, en la Pascua. Que la sangre de Cristo nos redima, y nosotros le glorifiquemos con nuestra vida.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 4º de Cuaresma B "Laetare"

Domingo 4º de Cuaresma B “Laetare”

(2Cro 36, 14-16.19-23; Ef 2, 4-10; Jn 3, 14-21)

(Pueden tomarse las lecturas del ciclo A)

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos habla de la historia de pecado del hombre cuya consecuencia es la muerte, y de la misericordia de Dios, que es eterna, y responde siempre con su salvación gratuita.

Cuando Dios hizo salir a Israel de Egipto, lugar, de la esclavitud y de la dominación del Faraón, señor de muerte, Dios, que es la Vida, caminaba con ellos por el desierto, y el pueblo iniciaba así una relación vital con Dios y se nutría de su presencia bajo la Nube, junto a la Tienda del Encuentro y sobre todo a través del culto.

Cuando el pueblo pecó, la muerte le salió al encuentro por medio de las serpientes. Pero Dios a través de “la serpiente de bronce” les dio la oportunidad de salvarse por la fe en su palabra. Una vez alcanzada la Tierra Prometida, el culto se hizo el centro de su existencia a través del Templo, “luz de sus ojos”. Pero de nuevo sus pecados pervirtieron su relación con Dios y el culto se hizo vano. Entonces Dios permitió que el Templo fuera profanado y destruido, y que el pueblo, quedase alejado de su presencia, perdiendo su relación vital con él, y fuera conducido al destierro. Pero como la ira de Dios dura un instante, mientras su amor por toda la vida, después de setenta años de purificación, Dios volvió a llamar a su pueblo a su presencia suscitando a Ciro y permitiéndoles reedificar de nuevo un templo. El pueblo deberá comprender que el templo material sólo tiene sentido, si está en sintonía con el amor de su corazón, y su permanencia responderá a su fidelidad a la Alianza con el Señor.

La misma misericordia que Dios tuvo con su pueblo, la ha mostrado ahora para toda la humanidad, por la gracia, en su Hijo, suscitando a Cristo, verdadero Ciro y como “nuevo templo” en el que “habita toda la plenitud de la divinidad”, y a quien entregó, “para que todo el que crea en él tenga vida eterna”. También este nuevo templo será profanado y destruido para el perdón de los pecados, y reconstruido para siempre, al tercer día, para nuestra justificación.

Ahora, por la fe en Cristo, levantado como la serpiente de bronce en el desierto, el hombre es devuelto al Paraíso, del que fue desterrado por envidia del diablo, al pecar. Dios establece con él una alianza nueva y eterna en la sangre de su Hijo, a quien entregó por todos nosotros, y nos introduce en la vida eterna, en orden a las buenas obras del amor y de la fe, que mediante un nuevo culto en “espíritu y verdad”, le glorifican proclamando su misericordia.

Mientras el Padre entregaba a su Hijo por amor a los pecadores, nosotros por mano de los judíos y los paganos lo condenábamos a muerte. Él quiso pagar con su perdón el pecado de sus asesinos y todos los demás pecados desde Adán, aplicando su justicia a los injustos y dándoles su Espíritu victorioso del pecado, para introducirlos en la vida de la Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.

También en este tiempo cuaresmal, el Señor nos quiere purificar llevándonos al desierto de la penitencia, para hablar a nuestro corazón, e introducirnos por su Pascua en la Tierra Prometida.

Sigue levantada hoy para nosotros la cruz gloriosa de su Hijo, suscitando nuestra fe y nuestra salvación, por medio de la Eucaristía.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 3º de Cuaresma

Sábado 3º de Cuaresma

(Os 6, 1-6; Lc 18, 9-14)

Queridos hermanos:

          Acudir a la misericordia de Dios con nuestra misericordia y con nuestra humildad, son las condiciones necesarias para ser escuchados, habiendo sido nosotros alcanzados por la gratuidad de su amor. “Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos.”

          Al publicano y a cualquier pecador les basta la humildad de reconocerse pecadores y pedir misericordia, para ser justificados por el Señor. “El que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado”.

          El que un publicano vaya al templo y rece a Dios, es consecuencia de una gracia; no solo de su humildad, o de su fe en la misericordia divina que justifica al malvado: “creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia”, al acoger la gracia de su llamada.

          La sede de la justicia verdadera está en “un corazón contrito y humillado” y Dios la conoce porque el Señor escruta los corazones. Es él quien justifica al hombre concebido en la culpa; al pecador que lo invoca con el corazón abatido.

          El fariseo se cree justo, pero el justo no desprecia a nadie, porque sabe que su justificación le viene de Dios y la humildad la acompaña. La justificación, siendo un don gratuito del amor de Dios al que cree, produce en el justificado amor a Dios y esperanza en el cumplimiento de su promesa. Siente la necesidad de la unión con Dios y lo busca a través de la oración.

          El fariseo de la parábola da gracias a Dios, pero olvidando su condición pecadora y el origen gratuito de sus obras, se glorifica a sí mismo robando su gloria a Dios, despreciando además al pecador. “Será humillado”

          Dejar de reconocer los propios pecados, lleva consigo el alejamiento del amor y de la gratitud, y el precipitarse en la ciénaga del juicio, que se vuelve contra sí mismo.

          Para san Pablo, la justificación es fruto de la fe que procede de Dios y no de los propios méritos. Ser justo consiste en mantenerse en el don recibido por la fe hasta alcanzar la fidelidad que obra por la caridad. Hay que permanecer en el don y perseverar en la gracia, hasta alcanzar la fecundidad de la caridad “Permaneced en mi amor”; y “el que persevere hasta el fin se salvará”.

          Unámonos a Cristo en la Eucaristía y compartamos con los hermanos lo que recibimos en ella.

          Que así sea.

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Martes 3º de Cuaresma

Martes  3º de Cuaresma 

(Dn 3, 25.34-43; Mt 18, 21-35)

 Queridos hermanos:

            Cuando nos encontremos en el juicio y seamos acusados, no tendremos excusa de nuestra falta de misericordia, después de haber sido tan misericordiosamente tratados por Dios, porque el perdón cristiano es siempre una respuesta a la misericordia divina, por el amor gratuito recibido en Cristo.

          Basta una mirada rápida al Antiguo Testamento, para contemplar la obra de Dios, cuando se acerca al corazón del hombre y usa con él de misericordia. Leemos en efecto en el Génesis: “Caín será vengado siete veces, mas Lamek lo será setenta y siete” (Ge 4, 23-24). La misericordia de Dios con el pecador, crece en una progresión de plenitud, que supera siempre la de su maldad, pero sólo con la irrupción del Reino de Dios en Cristo, el corazón del hombre será inundado por el torrente de la misericordia divina que se muestra infinita, mediante la efusión del Espíritu Santo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

          Dice Jesús en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento, le perdonarás” (Lc 17, 3-4). La primera característica del perdón entre hermanos implica el arrepentimiento, porque a la ofensa, ya ha precedido en ambos la misericordia y el perdón de Dios. La misericordia recibida obliga en justicia sea al arrepentimiento que a responder misericordiosamente. Mateo lo resalta fuertemente: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano” (Mt 18, 15-17). El mismo se ha separado del seno de la misericordia que es la comunión de los fieles.

          La segunda característica del perdón es la de ser ilimitado. Cuando Pedro escucha al Señor aquello de perdonar siete veces al día, con la inmediatez que lo caracteriza, considera la afirmación de Jesús como un límite, y un límite ciertamente muy alto, por lo que se apresura a puntualizar el asunto con el Maestro: “Señor, ¿cuantas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22). Ilimitadamente, como Dios hace contigo siempre que se lo pides.

          Cuando alguien se presenta diciendo: perdón, es Dios mismo a través de su gracia quien se presenta en quien se humilla, porque ha sido él quien le ha concedido la gracia de arrepentirse. Cómo rechazar la gracia de conversión que Dios mismo concedió a tu hermano, sin rechazar tanto en ti como en el otro a quien se la concedió. Cómo negar el perdón “siete” veces al día, si otras tantas peca el justo, y necesita él mismo, la misericordia cotidiana de Dios. Hemos escuchado lo que dice el Evangelio al siervo sin entrañas. Pues: “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18, 35), pues Dios a ti te ha perdonado mucho más. Si perdonas las ofensas, no sólo acoges a Dios en tu misericordia, sino que actúas como Dios; realizas las obras de Dios; Dios mismo actúa en ti; das testimonio de su presencia en ti, porque la misericordia es de Dios, y el que es perdonado, recibe el amor de Dios y es evangelizado. Esa es además la voluntad expresa de Dios: “Misericordia quiero” (Mt 9, 13; 12, 7; Os 6,6). El perdón gratuito de Dios es amor y engendra amor. Perdonando, se justifica al otro, se le regenera y salva destruyendo la muerte y el mal en él.

          Además el perdón de las ofensas es también universal, y no se limita a los hermanos, sino que alcanza a todos, incluso a los enemigos. El amor y el perdón a los enemigos, no requiere de su arrepentimiento previo, pues su corazón no ha sido alcanzado aún por la gracia de la misericordia. Hay que amarlos aun en su obstinación contra nosotros. Negarles el perdón, es apartarse de la filiación divina, y de la misericordia de Dios que nos la adquirió: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, bendecid a los que os calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial” (cf. Mt 5, 24-25) “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

          Así pues, Padre, tú “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido”.

           Que así sea.

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Domingo 3º de Cuaresma B

Domingo 3º de Cuaresma B

(Ex 20, 1-17; 1Co 1, 22-25; Jn 2, 13-25)

Queridos hermanos:

           Dios que ha creado al hombre por amor, quiere habitar en él, pero Dios es santo, y por eso la relación del hombre con él, debe tender a la santidad divina en el amor. Para mostrarle su amor, Dios se hace presente en Egipto, rescata a los descendientes de Abrahán, Isaac y Jacob de la esclavitud y de la idolatría de Egipto y después de constituirlo en su pueblo, comienza la purificación de su corazón, dándole los mandamientos que lo vayan llevando a conocerlo cada vez más profunda y espiritualmente, y a través del Templo los une a sí, en una relación vital, corrigiendo constantemente sus infidelidades, pero cuando el corazón del pueblo se aparta de Dios, el templo queda vacío y es arrasado. Sólo en Cristo quedará garantizada la fidelidad del “hombre” a Dios en una “alianza eterna”, llevada a plenitud en la cruz, ofreciendo un culto perfecto a Dios en el templo de su cuerpo, y en la obediencia desinteresada del amor.

Después de la resurrección de Cristo, la fe hará del corazón de los creyentes nuevos miembros de Cristo; piedras vivas del Nuevo Templo en el que se ofrecerá a Dios un culto espiritual y definitivo, fiel y eterno, pues el Espíritu Santo derramará en ellos el amor de Dios. Culto con el que el Padre quiere ser adorado.

          Muchos toman los mandamientos por prohibiciones arbitrarias de Dios; por límites puestos a su libertad, pero que son una manifestación de su amor y de su solicitud paterna por el hombre. «Cuida de practicar lo que te hará feliz» (Dt 6, 3; 30, 15 s). Jesús resumió todos los mandamientos, es más, toda la Escritura, en un único mandamiento: el del amor: Amor a Dios y al prójimo. «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40). Tenía razón San Agustín al decir parafraseando a Tácito: «Ama y haz lo que quieras». Porque si uno ama de verdad, todo lo que haga será para bien. Incluso si reprocha y corrige, será por amor, por el bien de otro.

          El Señor visita su templo como había anunciado Malaquías (Ml 3,1-3): como un fuego de fundidor o una lejía de lavandero que lo purifiquen a fondo. Si el templo es un mercado, el culto quedará impregnado de su “olor”. Si el interés está en el aire de nuestro corazón, se impregnará de él nuestra súplica y se empañará la misericordia.

          Jesús purifica el antiguo templo, expulsando del mismo, con un látigo de cuerdas, a vendedores y mercaderías; pero Dios se ha construido un nuevo templo. Cristo, se presenta a sí mismo, en su cuerpo visible, como el nuevo templo de Dios que los hombres destruirán, pero que Dios hará resurgir en tres días. Templo visible habitado por Dios: “Pues yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo”  (Mt 12, 6). También el antiguo templo será destruido por los hombres, pero ya no será reconstruido.

          El hombre que se sirve a sí mismo busca su interés y convierte su culto en mercadería y su corazón en cueva de bandidos. Purificar nuestro corazón es limpiar nuestro templo de la idolatría de nosotros mismos y de las criaturas, para servir a Dios y a los hermanos en el amor. Pero precisamente por ser uno, los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los demás, ni siquiera uno solo de ellos. Ciertos criminales honran escrupulosamente a sus padres; y si un hijo suyo blasfema, se lo reprochan ásperamente, pero matar, codiciar los bienes, son tema aparte.

          En esta Cuaresma deberíamos examinar nuestra vida para ver si también nosotros hacemos algo parecido, esto es, si observamos escrupulosamente algunos mandamientos mientras transgredimos alegremente otros. De nada serviría eliminar algunos ídolos y dejar otros. “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón; no tendrás otros dioses fuera de mí” (Ex 20, 3). “Los verdaderos adoradores, adorarán al Padre en Espíritu y en la Verdad del amor, tal como Dios ha querido revelarse.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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