Sábado 7º del TO
Mc 10, 13-16
Queridos hermanos:
El niño, para Cristo, es el “pequeño” del Evangelio. Lejos del niño la incredulidad, no duda de lo que le dicen, confía en su padre y no se cree alguien, es humilde, sensible al amor. Sus muchos defectos y carencias están a la vista; es malo sin malicia, y acepta la corrección.
Que Dios se haya mostrado en el camino del sufrimiento, del
servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su
grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios
es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es cuestión sólo de obediencia,
de imitar a Cristo, ni de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para
crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo.
Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos
nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del
hombro, ni se guarda, ni se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y
anonadarse a sí mismo por el otro, como ha hecho Cristo. Como dijo san
Bernardo: “Amo porque amo; amo por amar”. Buscar la propia gloria pone de
manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es
grande, se abaja, cuánto más nosotros que tenemos tanto por lo que abajarnos,
decía san Juan de Ávila.
El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer
presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo.
Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra
nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda
haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Él se hizo el
último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su
grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a
Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que
siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan
la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras
cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que
aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización
están en sabernos situar como criaturas ante el creador. El que se hace grande,
se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad, y en
consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede
encontrar vida.
El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre
y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que
brilla mediante nuestra humillación. Por eso, no hay mayor gloria de Dios, que
la humillación de Cristo, que se abandona en sus manos y se entrega por
nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien
me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa
que ha conocido a Cristo.
Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación, le parece
absurda. En cambio por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma”
como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el
amor de Dios.
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