Santos Simón y Judas
Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-1
Queridos
hermanos:
Lo más importante, parece ser, que
fueron Apóstoles, elegidos por el Señor, como testigos de la Resurrección, que
el Apocalipsis coloca como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén.
Con todo, su gloria, que hoy
conmemoramos, no procede de su nacimiento, posición social, o nacionalidad,
porque sabemos que eran pobres galileos, y rudos en su mayoría; tampoco procede
de su elección, para el apostolado, que también Judas fue elegido, ni de su
virtud, ya que Pedro negó al Señor, Pablo fue perseguidor, etc. Lo que los
glorifica en este día, es que fueron fieles hasta el fin, a la misión que les
fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor, por lo que la tradición
los considera mártires.
Nosotros también somos llamados a la
fidelidad y al testimonio del Evangelio, en el don que hemos recibido como
miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Con todo, nuestra
gloria la forjaremos nosotros con nuestra fidelidad y perseverancia en el servicio
de amor a nuestros hermanos, que el Señor tenga a bien encomendarnos.
El Señor eligió a los apóstoles de
entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con
él, y para enviarlos a predicar; de ahí viene el nombre de apóstol que
significa enviado. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles serán los
primeros testigos del Evangelio, vida, muerte y resurrección de Cristo, en
Judea, y después en todo el mundo. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la
región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles a los que ellos deberían
congregar.
Como a los apóstoles, también a
nosotros nos cuesta mucho comprender la unidad de Cristo con el Padre, que
sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos
resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado a llamar
Padre nuestro, como nos ha recordado san Pablo, pero cuyo amor, misericordia,
bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me
ve a mí ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó
os he amado yo; yo y el Padre somos uno;
Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el
Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28); mi
alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a él le agrada”.
El Evangelio menciona a estos
apóstoles solamente en la designación de los doce, y el resto de lo que sabemos
de ellos, procede de las escasas tradiciones surgidas en los lugares de su
misión. El Señor, en efecto les dijo “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio.
Quien a vosotros escucha, me escucha a mí, y quien a vosotros rechaza, me
rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado.”
Lo que sí sabemos de los apóstoles, es
que dejaron sus vidas por su misión, con la fuerza del Evangelio y del Espíritu
Santo, que suplía su precariedad humana haciéndolos testigos del amor que
habían recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos son los que escribieron,
pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando la herencia de las
Iglesias que fundaron en todo el mundo y de las que también nosotros hemos
recibido la fe que nos salva.
Elevemos nuestra acción de gracias a
Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo que nos dio a los
apóstoles, que nos han preparado la mesa de su palabra y de su cuerpo y sangre,
que nos nutre para la vida eterna.
Que así sea.
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