Martes 26º del TO

Martes 26º del TO

Lc 9, 51-56

Queridos hermanos:

El Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, es la respuesta del Padre al rechazo del hombre, para salvarlo de la muerte del pecado, asumiéndolo en la cruz para perdonarlo y destruir la muerte. Misericordia del Padre y mansedumbre del Hijo, en las que Cristo educa a sus discípulos para enviarlos al mundo a perpetuar su misión salvadora.

El Evangelio nos muestra al Señor preparando a sus discípulos antes de enviarlos en misión, en la que no faltarán los rechazos de los hombres. Si el maestro ha sido rechazado, lo serán también sus discípulos. Cuando reciban el Espíritu, entenderán lo que ahora ven en su maestro. No son llamados y enviados a hacer justicia, sino a mostrar la misericordia de Dios que ellos mismos han experimentado. “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Si la misión de Cristo es proclamar el “año de gracia” y de misericordia, y sus discípulos deben ser empapados en el espíritu de su maestro, para propagarlo hasta los confines de la tierra. Dice el Evangelio que el discípulo, a imagen del Maestro, es llamado a hacerse pequeño y a vivir abandonado a la voluntad de Dios. Cristo sabe muy bien que la voluntad salvadora y amorosa del Padre respecto de los hombres, pasa por su anonadamiento total y comparte con él este espíritu de amor. Como dice un añadido del Evangelio: “él Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos”. Si hasta su propio pueblo lo va a rechazar entregándolo a sus enemigos, cuanto más unos samaritanos.

Los discípulos son lentos y duros para captar este espíritu de gracia y de misericordia de su maestro, y tienen que ser corregidos como aquellos “hijos de Sarvia” (2S 16,10), en espera de la efusión del Espíritu. Cuando sean enviados, serán espectadores de la actuación del Espíritu que habrán recibido como hombres nuevos. Entonces fructificarán las palabras del Señor, y sus ejemplos serán su guía en su vida nueva.

Acoger a Cristo es acoger la salvación, y rechazarlo es permanecer en la condenación del pecado. Nuestra llamada a la Iglesia es una misión; una incorporación al “año de gracia” al que ha sido enviado Cristo.

Como en el Jordán, el Espíritu se cierne sobre nuestras cabezas para ungirnos y enviarnos a sanar los corazones afligidos y anunciar a los pobres la “buena nueva”, pero para descender, necesita que nuestra respuesta sea como la de la Virgen María: “Hágase en mí según tu Palabra”.

Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

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