Lunes 27º del TO
Lc 10, 25-37
Queridos
hermanos:
El “buen samaritano” es Cristo, y todo
aquel que tiene su espíritu, se hace tal. Nosotros somos el hombre atacado y
malherido a quien Él, bajando del cielo (Jerusalén) a la tierra (Jericó), nos
ha socorrido en el camino. En el amor a Cristo, se unen el amor a Dios y al
hombre. Él es el Dios cercano y prójimo de todo hombre, como buen samaritano
que se hace el encontradizo con nosotros en el camino en el que fuimos
malamente heridos, sin que la Ley, ni los levitas ni los sacerdotes pudieran
curarnos, porque la sangre de animales no puede perdonar el pecado (Hb 9, 11ss).
En el segundo libro de las Crónicas, se
cuenta la realización concreta de un acontecimiento histórico, idéntico al de la
parábola, en el que los samaritanos se compadecieron de los judíos atacados y
vencidos, y usando con ellos de misericordia los vistieron, les dieron de
comer, los ungieron y los montaron sobre asnos, llevándolos a salvo a Jericó. (cf.
2Cro 28, 12-15).
“Haz tú lo mismo” dice Cristo,
para lo cual es necesario su Espíritu. Tanto los que cuestionan la Ley como los
que con pretexto de la Ley rehuyen la misericordia, no cumplen la Ley, cuyo corazón,
y cuyo espíritu, no son otra cosa que la misericordia y el amor. Vale más la
imperfecta doctrina del samaritano que usa de misericordia, que la pureza legal
y de doctrina de sacerdotes y levitas que la rehuyen, porque toda la Ley y los
profetas penden del amor. El “cumplimiento”, sin la misericordia, es pura
vaciedad sin contenido.
Aquel ”conócete a ti mismo”, del famoso
oráculo de Delfos, siendo válido, porque sólo quien se conoce puede darse
verdaderamente, podemos añadir un “poséete a ti mismo”, pues para poder darse
hay primero que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo a merced de las pasiones
o de los demonios. Pero para poseerse el hombre necesita encontrarse. Es
necesario, por tanto, también, el “encuéntrate a ti mismo”; es necesario
que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde
estás?”. El hombre está escondido por el miedo, pero como de Dios es imposible
esconderse, de quien se esconde realmente el hombre, por el miedo, es de sí
mismo, como dice san Agustín: “Tú estabas
delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar”(Conf.
Libro 5, cap. II). Dios invita al hombre con su pregunta, a encontrarse; a
reconocerse lejos del amor y a volverse a él; a convertirse, pues sabemos que “el amor expulsa el temor; que no hay temor
en el amor” (1Jn 4,18). Esto remite a Cristo, y al perdón de los pecados.
Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo. Él nos libra del yugo de las
pasiones. Él nos da el Espíritu Santo. Encontrarse, conocerse y poseerse para
poder darse, son posibles encontrando a Cristo, que nos ilumina, nos sitúa y
nos redime.
Entonces podremos amar con todo el
corazón (mente y voluntad), con toda la vida y con todas las fuerzas. A Dios se
le debe amar con: lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento
del amor a Dios, especifica “con que” se le debe amar, mientras que el del amor
al prójimo expresa el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico,
implicar la totalidad del ser y del tener; no admite división, porque el Señor
es Uno y nadie se le puede equiparar. En cambio en el amor al prójimo, siendo
un sujeto plural, el mandamiento especifica la forma del amor, unificándola en
el amor de sí mismo. Como uno mismo se ama y ha sido amado por Cristo. Un amor
con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad y prioridad, con que nos
nace amarnos a nosotros mismos. Amor que Cristo ha superado por la dimensión
del amor con el que él nos ha amado (Jn 13, 34). Cristo nos ha amado con un
amor que perdona el pecado y salva, y este amor, que antes de Cristo, sólo
podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se ha hecho realidad por su Espíritu
en nosotros.
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