Domingo 30º del TO A

Domingo 30º del TO A

(Ex 22, 20-26; 1Ts 1, 5-10; Mt 22, 34-40)

Queridos hermanos:

 Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecha para inmolarse y mientras no lo hace queda frustrada y sin sentido en su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, se muestra el camino de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (Confesiones libro 5, cap. II) . Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

  Proclamemos juntos nuestra fe.

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Domingo 29º del TO A (Domund)

Domingo 29º del TO A (Domund)

(Is 45, 1.4-6; 1Tes 1, 1-5b; Mt 22, 15-21)

Queridos hermanos:

          Una vez más, fariseos y herodianos tienden una trampa a Jesús, pero sabiendo que les ha vencido otras veces, tratan de desarmarle con la adulación. No hay cosa que pueda debilitar más el discernimiento, la vigilancia y la entereza de un hombre que la adulación. Como dicen los padres, “el que adula a un hermano lo entrega a Satanás”. Nada más peligroso que el enemigo que se disfraza de amigo y consigue engañar a su oponente: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios»      No se dan cuenta que si consiguen vencer a Cristo, no hacen sino ratificar su propia condenación a la “muerte sin remedio” de la que habla el Génesis, porque sólo en Cristo es posible recuperar la predestinación de la humanidad a la bienaventuranza, devolviendo “lo de Dios a Dios”.

          Después del engaño viene la trampa, para involucrarlo en su problemática mundana y así descalificarlo frente al pueblo, que desea un mesianismo carnal, de liberación política, reduciendo al hombre a categorías terrenales. ¿Cómo descubrir al lobo con piel de cordero que nos conduce al precipicio? ¿Cómo resistirse a la estima de los hombres si no hemos sido saciados por la estima de Dios?

          El error de sus adversarios es doble, y está precisamente en sus corazones terrenos que consideran lo mundano como único horizonte y lo material como único valor. Su error es su incredulidad, que les impide descubrir en Cristo al que escudriña los corazones, y al que conoce que la verdad y el valor del hombre se encuentran en su imagen divina y no en los bienes terrenos que pueda poseer. Cristo no ha venido a solucionar los problemas temporales del hombre, que debe enfrentar con sus propias dotes de entendimiento y voluntad, de las que ha sido provisto. Su tremendo error está en buscar su justificación rechazando a Jesús y no en creer en él.

          Dios ha puesto en el hombre su imagen y le ha dado vida, pero el hombre por el pecado, ha sometido esta imagen de Dios al diablo y se ha sumergido en el mar de la muerte, en donde habiendo perdido la vida divina, debe subsistir como tributario del Príncipe de este mundo, aceptando sus condiciones y su marca para comprar y vender como dice el Apocalipsis (13, 16s). Su imagen y su inscripción; su dinero.

          Por eso la misión de Cristo será restituir a Dios su imagen depositada en el hombre, y para eso deberá sumergirse en el mar de la muerte, y sacar de ella al hombre cancelando el tributo al que estaba obligado (cf. Mt 17, 24). También Ciro es llamado Ungido (Cristo) en la primera lectura, porque tiene la misión de sacar al pueblo del destierro de Babilonia.

          Los judíos, lo mismo que todo hombre que no ha creído en Cristo, sumergiéndose con él en la muerte, por la fe, no tienen más remedio que seguir afanándose por el tributo al diablo y está condenado, atado a las riquezas. Vive para este mundo y tiene que arrastrar sus cadenas. Quien está sometido a otro, debe servirlo y soportar su yugo. Por eso a sus discípulos Cristo dice: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 33-34). Quien ha sido liberado por Cristo mediante la fe, puede vender sus bienes para seguirle.

          Dice san Ambrosio que Cristo no tiene la imagen del César, sino la de Dios.

          Cristo sitúa el problema del hombre en el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por insignificantes, los planteamientos políticos, sociales, o económicos a los que se pretenda reducir el problema del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a salvar al hombre restaurando en él la imagen de Dios, su semejanza, y no a resolver los problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya sus leyes y sus instituciones: “Lo de César al César”. “A quien honor, honor, a quien impuestos, impuestos” (Rm 13,7). Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que debería preocuparos. Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para hacerme caer, mientras vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido enviado: Vuestra salvación.

          De nada sirve solucionar nuestra vida terrena si no hemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno. “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. También a nosotros nos llama hoy el Señor en la Eucaristía, a centrar nuestra vida en él: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?”

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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Lunes 28º del TO

Lunes 28º del TO 

Lc 11, 29-32

Queridos hermanos:

          En este tiempo de gracia, la liturgia nos presenta a Dios rico en misericordia, y a través del Evangelio nos hace presente nuestra responsabilidad ante su ofrecimiento, porque: “no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva”.

          Los ninivitas se convirtieron por la predicación de Jonás,  signo para ellos de la voluntad misericordiosa de Dios, que quería salvarlos de la destrucción merecida por sus pecados. El que Jonás haya salido del seno del mar (figura de la muerte), como nos cuenta la Escritura, Lucas ni lo menciona, porque es un signo que, de hecho, no vieron los ninivitas, como tampoco los judíos vieron a Cristo salir del sepulcro. Será por tanto un signo que no les será permitido ver. Cuando el rico que llamamos epulón pide a Abrahán, el signo de que un muerto resucite para la conversión de sus hermanos, éste le responde que no hay más signo que la escucha de Moisés y los Profetas, a través de la predicación; es curioso que no diga de la lectura, sino de la escucha. Como dice san Pablo, la fe viene por el oído. Los judíos que no han acogido la predicación ni los signos de Jesús, tendrán que acoger la de sus discípulos; el testimonio de la Iglesia. Es Dios quien elige la predicación como único signo, el modo y el tiempo favorable para otorgar la gracia de la conversión, y el hombre debe acogerla como una gracia que pasa. Como dice el Evangelio de Lucas, el que los escribas y fariseos rechazaran a Juan Bautista, les supuso que no pudieron convertirse cuando llegó Cristo, frustrando así el plan de Dios sobre ellos (Lc 7,30).

          La predicación del Evangelio hace presente el primer juicio de la misericordia, que puede evitar en quien lo acoge, un segundo juicio en el que no habrá misericordia para quien no tuvo misericordia, según las palabras de Santiago (St 2,13), siendo así que le fue ofrecida gratuitamente por la predicación.

          Para quien acoge la predicación todo se ilumina, mientras quien se resiste a creer permanece en las tinieblas. Dios se complace en un corazón que confía en él contra toda esperanza, y lo glorifica entregándole la vida de su propio Hijo: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará.”

          Dios suscita la fe para enriquecer al hombre mediante el amor, y darle a gustar la vida eterna, y por su amor, dispone las gracias necesarias para la conversión de cada hombre y de cada generación. Los ninivitas, la reina de Sabá, los judíos del tiempo de Jesús y nosotros mismos, recibimos el don de la predicación como testimonio de su palabra, que siembra la vida en quien la escucha.

          Como ocurría desde la salida de Egipto, en la marcha por el desierto, Israel sigue pidiendo signos a Dios, pero ni así se convierte. Las señales que realiza Cristo en la tierra no las pueden ver, porque no tienen ojos para ver ni oídos para oír, (cf. Is 6, 10) y piden una señal del cielo. No habrá señal para esta generación, que puedan ver sin la fe; un signo que se les imponga, por encima de los que Cristo efectivamente realiza. Cristo gime de impotencia ante la cerrazón de su incredulidad. La señal por excelencia de su victoria sobre la muerte, será oculta para ellos (no habrá señal) y sólo podrán “verla” en la predicación de los testigos, como en el caso de Jonás. Este tiempo no es de señales, sino de fe, de combate, de entrar en el seno de la muerte y resucitar, como Jonás, que en el vientre de la ballena pasó tres días. Solo al “final” verán venir la señal del Hijo del hombre sobre las nubes del cielo.

          Jonás realizó dos señales en la Escritura: La predicación, que sirvió a los ninivitas para que se convirtieran, y la de salir del seno de la muerte a los tres días, que nadie pudo conocer. El significado de las “señales” sólo puede comprenderse con la sumisión de la mente y la voluntad que lleva a la fe y que implica la conversión. Dios no puede negarse a sí mismo anulando nuestra libertad para imponerse a nosotros, por eso, todas las gracias tendrán que ser purificadas en la prueba.

          Nosotros hemos creído en Cristo, pero hoy somos invitados a creer en la predicación, sin tentar a Dios pidiéndole signos, sino suplicándole la fe, y el discernimiento, que él da generosamente al que lo pide con humildad. De la misma manera que sabemos discernir sobre lo material, debemos pedir el discernimiento espiritual de los acontecimientos.

          También a nosotros se nos propone hoy la conversión y la misericordia a través de la predicación de la Iglesia.

          Que así sea.

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Domingo 28º del TO A

Domingo 28º del TO A 

(Is 25, 6-10; Flp 4, 12-14.19-20; Mt  22, 1-14)

Queridos hermanos:

El sentido de la existencia para quienes hemos conocido a Dios, es alcanzar la bienaventuranza del banquete de bodas del Señor, al cual se nos invita mediante el anuncio de los enviados. Pero se puede alienar nuestra llamada reduciéndola a lo inmediato, achatando nuestra vida y despreciando la que se nos ha ofrecido y dado con el Espíritu, haciéndonos indignos de ella como aquellos primeros invitados, entre los que se encuentran los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo a quienes el Señor dirige en primer lugar la parábola.

El centro de atención de la parábola se desplaza después al traje de boda necesario para acudir a la fiesta, y sorprende una tal exigencia después de una invitación indiscriminada y gratuita. En esa sorpresa radica precisamente el quid de la parábola, que ahora se dirige a nosotros, invitados de la segunda y la tercera hora: ¿Si se acepta a buenos y malos, y a gente de toda condición, cómo puede entenderse una tal exigencia? La explicación consiste en que dicha vestidura, como sabemos, se facilitaba a los invitados gratuitamente al ingreso a la fiesta.

Aceptar la invitación gratuita es figura de la fe, que siendo un don de Dios, implica la respuesta libre del hombre. Por esta fe se recibe la entrada al banquete mediante el bautismo, pero se recibe además el Espíritu Santo, que según san Pablo (Rm 5,5), derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, que nos reviste para el banquete de bodas. Por eso dice san Gregorio Magno (homilía 38,3.5-7.9.11-14)  que el traje de boda es la Caridad. Sin la Caridad, el invitado al que el Señor llama “amigo” puede encontrarse dentro, pero indignamente para pretender participar de la Caridad que ha perdido, y que es la fiesta misma de la que hablaba la primera lectura de Isaías.

Sólo el pecado, que implica nuestra libertad, puede despojarnos del amor de Dios, cuya amistad rechazamos al pecar, haciéndonos indignos de su invitación, como aquellos primeros invitados, o como aquel despojado del traje festivo.

Pablo ha encontrado a Cristo y lo ha puesto al centro de su vida; su vivir y su fortaleza es Cristo y el resto lo considera pura añadidura. Revisemos por tanto las vestiduras de nuestro corazón, ahora que nos acercamos a las bodas con el Señor en la Eucaristía, porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

Proclamemos juntos nuestra fe. 

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Bienaventurada Virgen María del Pilar

 Nuestra Señora Del Pilar

1Cro 15, 3-4.15-16; 16, 1-2; ó Hch 1, 12-14; Lc 11, 27-28.

 Queridos hermanos:

         En esta fiesta del Pilar nos reunimos junto a Nuestra Santísima madre la Virgen María, a celebrar el Misterio Pascual del Señor, se hace presente aquella primera comunidad de la que nos habla el libro de los Hechos, y en la que es protagonista la oración en la unidad de un solo corazón y una sola alma.

El Evangelio nos llama dichosos, por la llamada a escuchar la Palabra del Señor, y hacer de ella nuestra vida, como lo hizo su madre y ahora madre nuestra, y también sus hermanos, de los que ahora formamos parte todos nosotros. María es alabada en el Evangelio por dos mujeres. Una, por haber llevado a Cristo en su seno, y la otra, por haber creído la palabra. Mientras la carne se gloría en la carne: “dichoso el seno que te llevó”, el Espíritu exalta la fe, capaz de engendrar en nosotros a Cristo, y en la que el don de Dios alcanza a ser respuesta humana: “dichosa tú que has creído”. La voluntad humana se adhiere a la voluntad de Dios, y de él recibe amor y vida eterna: ”Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís; Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.” (Jn 13, 17; 14, 23).           Dichosos también nosotros, por haber creído como María, y haber sido llamados como ella, a dar a luz a su hijo con nuestras obras, fruto de su Espíritu Santo. Como ella hemos recibido el anuncio de Jesucristo; como ella se ha gestado en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado y como ella podremos manifestarlo al mundo con nuestras obras, pues: “Aunque mil veces (en Belén) y no en nosotros hubiese Cristo nacido, eternamente quedaríamos perdidos”, como dijo Salesio.

         Aquellos en los que la palabra prende y da fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice San Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”. La vida o la muerte, están en relación con la fe o la incredulidad. Sabiduría, y felicidad, es pasar de las gracias de Dios, al Dios de las gracias; alcanzar el fin sin dejarse deslumbrar por la belleza de los medios.

Elevemos por tanto nuestra exultación a Dios Padre todopoderoso, que nos ha enviado a su Hijo amado, en quien se complace su alma, y unámonos a la entrega del cuerpo del Señor; y a su sangre derramada por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.

Imploremos sus gracias sobre  todos nosotros, y sobre esta generación, sometida a prueba en estos “tiempos recios” que la Iglesia debe iluminar con el amor de Cristo.

Que así sea.

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ORIGEN, MANIFESTACIÓN Y DEFENSA DE LA VIDA HUMANA

 ORIGEN, MANIFESTACIÓN, Y DEFENSA DE LA VIDA HUMANA 

 

          Dios, origen de toda vida, y Padre de su Verbo, engendrado por él eternamente en el Espíritu Santo; Dios por quién y para quién son todas las cosas, Bonum Diffusivum Sui, concibió, amó y creó la criatura humana, llamándola a participar de su ser, de su vida y de su naturaleza divina, capacitándola para relacionarse con él en el amor.

          Para llevar a cabo su proyecto, en el comienzo de la creación, permitió que tuviera lugar, como afirman los cosmólogos, una milagrosa e inexplicable “anomalía” física, que diera lugar a la aparición de la materia, como soporte adecuado, capaz de recibir espíritu, y dar así origen a la “vida humana”, que según Tomás de Aquino, constituye el escalón más elevado de la creación, hacia la cual tiende la materia como a su forma, siendo el ser humano la meta de todo lo creado (Summa contra Gentiles 3, 22). El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste (1Co 15, 47-49). En efecto, todo lo humano ha sido llevado a plenitud en Cristo.

          Investida por el creador de su fecundidad, la criatura humana recibió así la capacidad de trasmitir la imagen divina, que ella misma había recibido en aquel “Hagamos” divino que le dio el ser: “Sed fecundos, llenad la tierra y sometedla,” dispuso el Señor, y desde entonces: engendrar, concebir y gestar, serían tarea del amor humano, en espera de la manifestación del fruto, que llegado a su plenitud en lo escondido del seno materno, sería dado a luz, revelándose a través de sus obras.

          Todo intento premeditado de aniquilar el proceso creador de una vida humana, será, pues, ineficaz, una vez realizada la concepción, habiéndose trasmitido ya la imagen divina, por la que se alcanza a la nueva criatura, la participación en el ser del creador. Del ataque directo a la vida, se pasó entonces a atentar contra la fecundidad misma, a través de la anticoncepción, sea física que químicamente, abriéndose todavía más, un horizonte ilimitado al aborto, con el agravante de una legislación, que tomando origen de los totalitarismos ha sido asimilada por sistemas que se autodenominan democráticos, y que no contentos con atentar contra la castidad conyugal, violan la justicia y el precepto divino que defiende la vida. Era previsible, por tanto, que el ataque del enemigo de la vida, se haría cada vez más furibundo, hasta conseguir alcanzar la etapa sucesiva en favor de la eutanasia, por aberrante que pueda ser. 

          “La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida (Donum vitae, 1, 1)”, como afirma el CIC en su número 2270.

           Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado” (Jr 1, 5). “Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra” (Sal 139, 15).

          Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral”, como afirma el nº 2271, del CIC.

          “No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido” (Didajé, 2, 2; cf. Epístola Seudo Bernabé, 19, 5; Epístola a Diogneto 5, 5; Tertuliano, Apologético, 9, 8).

          “Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables” (GS 51, 3).

          La cultura de la vida, como el bien, es a veces silenciosa y lenta, pero no por ello deja de escribir las páginas más luminosas de la historia humana. Instancias eclesiales han promovido múltiples iniciativas también a nivel cultural y científico, a favor de la vida: la Pontificia Academia para la vida, el Consejo Pontificio para la Familia, el Pontificio Consejo para los agentes sanitarios. Instituciones que han surgido bajo la sombra y el impulso del «Evangelio de la vida».

          “El «pueblo de la vida» se alegra de poder compartir con otros muchos su actuación, de modo que sea cada vez más numeroso el «pueblo para la vida» y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres” (Evangelium vitae n. 101).

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Domingo 27º del TO A

Domingo 27º del TO A 

(Is 5, 1-7; Flp 4, 6-9; Mt 21, 33-43)

Queridos hermanos:

          El tema de la viña lo han tratado Isaías, Jeremías, y Ezequiel, y Cristo lo utiliza también en varias ocasiones. La viña hace referencia a los frutos, y concretamente al vino, como signa del amor. A diferencia de los árboles majestuosos que para sacar utilidad de ellos hay que cortarlos, una vid da fruto año tras año y sigue viviendo. Por otro lado, la vid sólo sirve para dar fruto o para ser quemada; su madera no sirve para nada a diferencia de otros frutales. En eso se parece a la sal, que si no sala pierde todo valor.

          La óptica del Evangelio en esta parábola es distinta de la de Isaías y se dirige a los arrendatarios que deben rendir los frutos al dueño de la viña. Se dan por supuestos los frutos, y se cuestiona la administración de los mismos, que el propietario confía a unos servidores. El clericalismo puede situarse en este contexto. Toda potestad procede, se recibe, de alguien: El párroco, del obispo, el obispo del papa, y el papa de Dios. Cuando esta “traditio” se interrumpe, la potestad puede mantenerse ocasionalmente, pero se pierde la autoridad, porque se corta con la fuente. Antes o después, el agua viva se seca, al perderse el Espíritu.

          Se destaca en la parábola por un lado, la perversidad sorprendente de unos siervos puestos al cuidado de la viña, que pretenden apropiársela rechazando al dueño, a su hijo y a sus enviados, y por el otro lado, se resalta la bondad sobrehumana del dueño, en la que se reconoce a Dios, cuyo amor es tan grande, que no duda en entregar la vida de su propio Hijo, en espera de la conversión de aquellos siervos  abyectos  Sin duda ese es el punto clave de la parábola, cuya enseñanza es rechazada por los corazones incrédulos y endurecidos de los sumos sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo. Cristo viene a cerrar la bóveda de la Revelación, y es desechado por los constructores indignos.

            El problema de la parábola no es su comprensión, sino la aceptación de la llamada a conversión que implica y el reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que reivindica como enviado de Dios, más aún, como el Hijo.

          Dios es amor y quiere compartir su vida bienaventurada creando al hombre a su imagen y semejanza, libre, para poder amar. Cuando el hombre elige el mal y se aparta de Dios por el pecado, conoce la muerte y queda esclavo del diablo, pero el amor de Dios permanece, y sale en busca de la oveja perdida: “A Dios se le perdió una oveja en el paraíso”, como dice san Hilario. Dios busca al hombre y lo llama a formar un pueblo para conducirlo de nuevo a su amor. Una imagen de ese pueblo es la viña que produce un fruto capaz de alegrar el corazón del hombre, al que Dios ha creado para la felicidad de la bienaventuranza. Por eso, el vino simboliza el amor que proviene de Dios que da la vida al hombre y alegra su corazón.

          Pero cuando los encargados de la viña se pervierten y en lugar de   rendir su fruto, de vino, de amor, responden con el rechazo de su Señor, Dios, cuyo amor no se deja vencer por la perversión de su creatura, envía a su propio Hijo en una carne como la nuestra, y se hace uno con su pueblo, asegurando así la santidad de su viña y el fruto de su amor con la sangre de su Hijo, y derrama su Espíritu sobre sus siervos.

          La viña no dejará ya de producir su fruto pero algunos sarmientos pueden endurecerse y secarse; el amor de Dios deja de circular por ellos y dejan de dar fruto, y deben ser cortados y quemados. Por eso, esta palabra está hoy abierta para nosotros llamándonos a conversión, como hizo con su pueblo a través de los profetas, por haber frustrado sus expectativas de fruto. Cristo será la vid y el fruto que el Padre quiere de su viña, y arrendará su viña a quienes lo acojan, para que rindan su fruto.

          No hay palabra más adecuada para contemplar en la Eucaristía.  Hemos escuchado decir a san Pablo: “hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o valor, todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros”.

          Como sarmientos de la vid debemos dar fruto, y como viñadores debemos rendirlos al Señor. De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles que sólo por gracia hemos sido llamados.

          Unámonos pues a esta entrega de Cristo, cuyo vino alegra nuestro corazón y nos comunica vida eterna. Vid verdadera, semilla santa, no trasplantada de Egipto sino celeste.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 26º del TO

Sábado 26º del TO 

Lc 10, 17-24

Queridos hermanos:

          Ayer la palabra nos hablaba del juicio porque esta palabra está en el contexto del envío de los setenta y dos, que es un primer juicio de misericordia que se ofrece por el Evangelio. Por este anuncio de la misericordia de Dios los hombres son liberados del diablo, que es derribado del cielo en el que lo ha colocado el hombre por el pecado, situándolo en el lugar de Dios.

          En primer lugar, el Espíritu nos revela al Padre y al Hijo, y los misterios del Reino. El mal retrocede, se perdona el pecado, y surge la comunión en aquellos que acogen la predicación y retornan a la inocencia original. Dios se hace nuestro próximo y nos llama a la familiaridad con él. El Señor anuncia la Buena Nueva a los pobres, enaltece a los humildes: Bienaventurados los pobres de espíritu, que hoy llama pequeños.

          Cristo se alegra de la irrupción del Reino de Dios y del desmoronarse del reino de Satanás, pero a los discípulos que se alegran de su poder sobre los demonios, les dice que deben alegrarse de que sus nombres permanezcan escritos en los cielos.

          El Apocalipsis habla de unos libros sobre los que girará el segundo juicio. En ellos están las acciones de los hombres y los nombres de los que han acogido la misericordia, del primer juicio. El libro de la Vida. Esto debe preocupar a los apóstoles y también a nosotros: que nuestros nombres no sean borrados de este libro, para no ser arrojados al lago de fuego preparado para el demonio y sus ángeles.

          Dice el Evangelio que: “aquel día muchos dirán: Señor, hemos comido y bebido contigo y has enseñado en nuestras plazas, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Y yo les declararé: Jamás os conocí, apartaos de mí, agentes de iniquidad.

          Esta palabra viene hoy a nosotros que somos llamados en la iglesia a anunciar el Reino de Dios, como pequeños, a los que han sido revelados los misterios del Reino, para que podamos ver y oír, lo que ni profetas ni reyes pudieron contemplar. Los misterios se nos han revelado, pero además se nos da la fuerza del Espíritu para obrar en consecuencia, y que nuestras obras no sean de iniquidad, para que nuestros nombres permanezcan en el libro de la vida, y seamos reconocidos por el Señor el día aquel.

          Que así sea

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